Una limeña en su balcón (Parte 3): Nunca como Oshin-san

Hace un par de semanas que no puedo salir al balcón, Lima ha estado amaneciendo completamente gris. Mis pulmones se han tomado un tiempo adaptándose al 90% de humedad y el frío que la acompaña me llevó a preferir otras habitaciones de la casa. Mientras sacaba del armario abrigos, chompas y chalinas, y el comentario recurrente entre amigos era “qué frío hace”, una frase no dejaba de repetirse en mi mente: “Para frío el que soportaba Oshin-san”.

Má, pá, por fin lo voy a hacer… hoy escribiré sobre Oshin.

Tendría 8 o 9 años, cuando mi hermana y yo vivíamos nuestras tardes pendientes a la hora. La televisión familiar era un objeto que solo se encendía con permiso, a horas establecidas y siempre avisando antes a nuestros padres. Cuando la manecilla del reloj se acercaba a la hora, el olor tibio de las palomitas de maíz llenaba la casa; entonces corríamos hasta donde estaba mi mamá que nos decía que ya podíamos ir a su habitación, nos sentábamos en nuestro lugares asignados (para que no peleáramos que una estaba más cerca que la otra de la televisión). Llegaba mi papá con un plato pequeño y hondo color marrón con palomitas, la melodía salía del televisor recién encendido por mi mamá y la voz en off anunciaba el inicio de “Oshin”.

Tema principal de Oshin.

Mi infancia transcurrió a inicios de los años 90, la situación política y económica del Perú era muy inestable. Una serie de malas decisiones gubernamentales nos llevaron a una fuerte crisis de seguridad ciudadana. Mi familia, como todas, tuvo que ser todo lo creativa que pudo para sobrellevar esas épocas. De las tardes de invierno de esos años, hay dos recuerdos que atesoro. El primero es mi padre horneando pan. El olor de la harina, la levadura y la manteca en la casa proporcionaba una sensación de calidez única que extraño particularmente en estos días. El segundo es de Oshin.

Historia de un referente

“¿Cómo era el apellido?… Tanokura…y ¿Kigaya era la casa de comerciantes? Sí, ma.”

En un mundo sin Wikipedia, los años que vinieron tras la transmisión de Oshin (1992–1993 en Perú) mantuvieron la serie viva en mi recuerdo a través de ejercicios familiares de memoria. Lugares como Sakata, nombres como Kayo, Shunsaku (tocando la armónica o recitando el poema “No te mueras” de quien luego descubriría era Akiko Yosano) y, claro, Kota eran parte de nuestras trivias favoritas.

La serie tuvo un atractivo natural para mí. Aún cuando las vestimentas, kimono, la forma de las casas y algunas costumbres me fueran extrañas. El comer arroz, algunos platos y claro está el uso de los palillos “ohashi” me eran muy familiares y me dejaban vincularme con ese mundo de referentes que ya expliqué se había vuelto muy personal. A eso se sumó que fuese un programa que tanto mis padres como mi hermana menor disfrutábamos de la misma manera.

Oshin era la historia de una niña, de una mujer, de una madre y de una abuela. La vida de esta protagonista era narrada por ella misma a sus 83 años a su nieto quien por primera vez descubría los sufrimientos y luchas constantes de una mujer a la que conoció rodeada de comodidades. Esta historia tenía el poder de, sin esfuerzo, poner perspectiva muchas cosas. ¿Podrías quejarte por tener que ir al colegio a las 7:30 cuando veías a una niña de 7 años entregada a trabajar un año a cambio de un saco de arroz? ¿o lavando pañales en el río congelado y trapeando pisos mientras cargaba a un bebé en la espalda? ¿Serías capaz de renegar por compartir tu habitación luego de ver a alguien perder su casa hasta los cimientos en un terremoto? La muerte tampoco era ajena a la trama: la que llega con los años (en la abuela que se extingue tras comer por primera vez arroz blanco), la de un amigo, un hijo e incluso la tomada por propia mano (el honor del “harakiri” conducido “con gran compostura”). Probablemente hoy se le tildaría de demasiado impactante para un niño. Mis padres no lo consideraron así, se los agradezco.

Tal vez fue porque mi país no es ajeno a las desgracias, a los huaycos, a los friajes y terremotos. Tal vez fue porque aquí también vi niños usados y mendigando. No me fue difícil entender, quizás incluso me ayudó a entender cuando una bomba estalló al costado de mi casa, Oshin tuvo su propia forma de enseñarme a ser positiva y seguir. Lamentablemente, en los años que vinieron no logré encontrar otras personas que compartieran mi afición, bueno… hasta la aparición del Internet.

El reencuentro

Cuando cumplí 22 años y tuve mi primer “trabajo real” uno de mis primeros objetivos fue comprar una computadora personal. En aquel momento había iniciado la ola de uso de internet inalámbrico y el equipo que escogí venía con la tan ambicionada antena de WiFi. Desde los años en que veía Oshin, mis aficiones entorno a lo que ahora sabía era “mass media” había continuado evolucionando. A la puerta que se abrió en mi infancia se sumaron otras producciones japonesas; los dramas coreanos vinieron luego con “Un deseo en las estrellas”, “Todo sobre Eva”; y claro los animes desde “Lady Óscar” (La rosa de Versailles) pasando por “Robotech” (Macross), Candy Candy y Evangelion. “Conectada” como estaba ahora a un mundo de información, no pasó mucho tiempo antes de que cayera en cuenta de que mis aficiones habían encontrado un nuevo espacio para alimentarse lejos de las limitaciones de las licencias y el juicio de las casas televisivas de mi país.

Encontrar Oshin en una de las páginas que frecuentaba en esos años fue un descubrimiento maravilloso. Ahora adulta había ya empezado a apreciar el tesoro de ver una producción en idioma original. Pronto me vi inmersa en la montañas de Niigata y la vida de comerciantes de arroz en Sakata. Mientras escuchaba palabras como “obasan” (abuela), “bin bou” (pobreza) y la realidad de la “sen sou” (guerra), mi corazón se llenó de recuerdos y los ojos de lágrimas. Pero en aquellos años de incipiente desarrollo de las páginas de streaming, mi emoción se vio pronto interrumpida (tras 20 episodios la heroína que traducía y compartía dejó de hacerlo) y tuve que esperar unos 10 años más antes de volver a ver Oshin completa.

El descubrimiento de un viaje

Aún guiada por los recuerdos de mi infancia y preparaba incluso para la desilusión de la idealización, encontré por fin dónde ver los 297 episodios de 15 minutos de la serie. Pronto supe que Oshin no había sido un producción cualquiera, sino parte de la celebración por los cincuenta años de NHK, importante cadena televisiva japonesa. A través de los ojos de una mujer, sí de una mujer en 1984, se propuso contar los principales acontecimientos que marcaron el país a lo largo del siglo. Oshin nace en el 1900 y su historia se cuenta hasta 1983.

El viaje de este personaje no solo recorre el tiempo, sino la geografía. Inicia en las montañas de Niigata, zona de cultivos y pobreza dadas las difíciles condiciones geográficas y climatológicas. Continúa en Sakata zona de comercio y llega a la agitada Tokyo, que da espacio a una mujer a ejercer un trabajo y vivir independiente. Continuará brevemente en Saga, de donde era el esposo de Oshin, para terminar en Ise (zona de pescadores) escenario en el que con esfuerzo construyó un importante negocio de supermercados.
(Ver mapa.)

Ahora que soy adulto

Me aproximé a Oshin con temor de ver mis recuerdos desmoronarse, que la inquebrantable actitud de la protagonista fuera solo una ilusión creada entre mi inocencia y el deseo de mis padres de crear ejemplos de conducta. Pero ocurrió lo contrario, encontré mucho más.

Ver esta producción en el siglo XXI fue preguntarme cómo en el año 83 en Japón podíamos tener la construcción de un sólido personaje femenino protagonista de una serie televisiva y en el 2015 seguir discutiendo la igualdad de género en Hollywood. Construida para personificar la resiliencia y la que yo llamo “aceptación del destino asiática”, me encontré con una figura anclada en mi inconsciente que me había acompañado como marca definitoria de lo que es seguir siempre adelante porque no hay tiempo para llorar cuando tienes tanto por hacer. Comprendí a mayor profundidad mi afición a otros personajes como Sophie (El castillo vagabundo de Howl) o Mere (La colina de las amapolas), protagonistas de Hayao Miyasaki (Studio Ghibli) y la forma de aceptar sin mucho pensar destinos trágicos y sacarlos adelante.

Detalles históricos me fueron haciendo comprender fijaciones que tuve años más tarde cuando empecé a ver otras producciones: la guerra rusa, el terremoto de Kanto y la invasión americana. Y me fasciné, mientras los veía ser representados, en cómo en esta cultura lejana, una mujer se permitía ser independiente, rechazar un matrimonio a edad apropiada, conseguir una carrera en estética tradicional y ganar su propio dinero. Casarse por amor, renunciar por amor y reconstruirse mil veces (atendiendo un negocio ambulante, un mezón para marineros, un carrito de pescado fresco, una pescadería y luego un supermercado). Me identifiqué con ella a la par que extrañé más modelos así en la nueva generación.

Me dejé maravillar también por el amor platónico y devoto de Kota-san, o señor Namiki, en mi recuerdo solo un amor de juventud, pero que en realidad tuvo una presencia constante, respetuosa y fiel que duró toda una vida. Comprometido con sus ideas revolucionarias para con los campesinos arrendatarios a las que nunca quiso arrastrar a Oshin, esto no impidió una vida de complicidad en la que fue un aliado para el desarrollo de las potencialidades de ella como ser, por entenderla como pensante, inteligente e independiente.

Una sociedad que entendió la guerra como bienestar económico y se ve perderse en ese sueño de pronto permite que en Oshin se valore el discurso antibélico. Es entonces que las lágrimas corren por las mejillas cuando recuerdas el encuentro de una niña y un desertor de la guerra Rusa, Shunsaku cubierto de nieve le regala las palabras escritas (le enseña a escribir y leer) y la música de la armónica.

Ay, hermano, lloro por ti,
no te mueras.
Tú que naciste el menor de la familia,
el cariño de tus padres superaba todo,
mas ¿acaso ellos te han educado para matar a la gente
haciéndote empuñar una espada?
¿Te han criado hasta los veinticuatro años
para que mueras después de matar a la gente? (Akiko, Yosano)

Un desertor le deja a nuestra protagonista las palabras de otra mujer, la poetiza Yosano Akiko, le deja un clamor por un mundo sin guerras. Es casi profético, ya que llegará el momento en que, con las mismas palabras, Oshin trate de convencer a su primogénito de no partir a una muerte inútil (como lo fue morir de inanición, no en combate, en las Filipinas). Es en ese mismo momento en que el carácter de mujer y madre es valorado en las palabras del hijo, quien enfrenta al padre “pro guerra”, recordando que cuando él se derrumbó tras el terremoto fue su madre quien llevándolo en hombros pedaleó su suerte en un carro ambulante y nunca se separó de él cuando pudo dejarlo con los abuelos para empezar sola una nueva vida.

Shunsaku onisan, el desertor (arriba izquierda); Namiki- san, querido Kota (abajo izquierda); Yuu-kun, el hijo perdido (derecha)

30 años después, no me desilusioné. Me maravillé y me sentí agradecida de que la mujer sentada hoy en el balcón tuviera a ese ejemplo. Y compartir el referente con autoras como Marjane Satrapi (que la menciona en Persépolis). Hoy, mientras veo las imágenes que surgen al encender la televisión nacional no me parece que resuenen en el corazón con la misma fuerza, ni que dentro de tres décadas sigan siendo capaces de despertar la misma emoción y enseñaran aún más como lo sigue haciendo Oshin para mí.

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Mariana León
#T5eS🌈 emergencia y esclavitud digital

Eterna estudiante tratando de aprender. Profesora de comunicación efectiva en Lima-Perú. Estudiante de turismo y siempre editora independiente.