¡El fin de la Iglesia está cerca!

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3 min readMay 3, 2018

por David Selva

El Fin de Todas las Cosas

Toda la alegría que hemos sentido, todo lo que amamos, todo lo que respira está cerca de su fin. Esto parece una frase apocalíptica, pero hay que entenderla a la luz de lo que nos dice Santo Tomás de Aquino sobre las causas:

Para Aristóteles, (y esto lo retoma nuestro amigo Santo Tomás de Aquino) hay cuatro causas de las cosas: la causa material, aquello de que está hecha una cosa; la causa formal, la “forma” de la cosa (sus características por decirlo así) ; la causa eficiente, el agente que la produce; y la causa final, el para qué de una cosa.

Es decir, que la causa va más allá de lo que produce la cosa sino lo posterior, hacia dónde se orienta esta, cuál es su fin.

¿Cuál entonces es la causa final/ el fin de la Iglesia?

Está claro esto y podríamos darle mucha vuelta: toda la vida sacramental nos apunta a la Eucaristía. Este es el “fin” que está cerca, pues toda la humanidad, y toda la vida espiritual converge en ella, todo lo que amamos se transforma en el Dios que se encarna en la historia. Lo dice Lumen Gentium cuando recalca que el sacrificio eucarístico es la “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”

Entonces entendiendo esto podemos gritar de verdad ¡El fin está cerca! Cada vez que vamos a una misa o a una adoración con Jesús Eucaristía reconocemos que a Él se orienta toda nuestra vida, que lo que ha soñado la humanidad, que toda alegría es encarnada por el Pan-Dios.

El fin dentro de una mujer

Esto es un misterio en María, ella, en su vientre alberga el fin de todas las cosas, al amor mismo. Toda la vida de esta mujer estaba orientada hacia algo que ya poseía adentro hecho carne.

¿Cómo saber que cada paso que daba, cada palabra que regalaba, cada oración, ya estaba dentro de ella y estaría dentro de ella para siempre, y cómo entender que ese niño crecería para recordar que vale la pena tener al amor como causa final de la vida siendo el mismo el amor?

La Ortopraxis de los primeros cristianos

Los primeros cristianos eran en su mayoría grandes teólogos y filósofos. Estaban construyendo las bases del magisterio y tenían muchas preguntas: ¿Qué era Jesús? ¿Verdadero Dios y verdadero hombre? ¿Cómo debería constituirse la Iglesia?

Sin embargo estos hombres tenían algo muy claro: no era exclusivamente la ortodoxia el eje central del cristianismo, es decir, lo que supieran, los escritos y la intelectualidad. El corazón del cristianismo latía por la ortopraxis, es decir, el “cómo” se asume la vida.

Así entonces, asumir la Eucaristía desde esta ortopraxis implica dejarse transformar por ese al que se orientan todas las cosas, por el Dios al que todo tiende, la Belleza a la que tiende la flor y el arte; la Alegría en sí, a la que tienden todos los momentos de felicidad, a la Justicia en sí misma, a la que tienden tantas luchas sociales.

¡La única Iglesia que ilumina es la que arde!

Eso grita el slogan de tantos grupos radicales. Y sí que debería arder la Iglesia para iluminar, obedeciendo el llamado de Jesús en Lucas 12 “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido”.

Cerca del fin de la Iglesia, cerca de ese que es el que nos hace caminar, no podemos sino arder, para iluminar los espacios más oscuros de la humanidad, sus angustias y soledades.

¡Bendita la Iglesia que arde por los tiempos apasionada porque está cerca, casi acurrucada, en los brazos de su fin!

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