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Ícaro a medianoche

Carlos d'BufFo
Taller Verano Creación Literaria
5 min readJul 30, 2020

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Paulina apura los últimos sorbos de su bebida, una mezcla exótica de granos y hierbas, sin importar que la infusión incinere sus labios -tan vertiginosos, tan delicados, tan tentadores- y es que los pensamientos que circulan a altas velocidades por su mente no permiten que los nervios lleven su mensaje a buen destino. La quemazón en sus labios -tan vertiginosos, tan delicados, tan tentadores- podría servir para conversar largamente sobre lo que le pasa, al menos a una parte de su bella geografía (Paulina, la que siente, la que se estremece con la vibración de su propia garganta, la que resuena con cada tono y cada timbre y cada nota y se eleva al cuadrado en una suerte de aritmética pitagórica, la que entrega su voz a cambio de nada, de la nada, por no saber, por ignorancia, por agnosticismo, por ausencia; esa Paulina, encerrada en una isla, demasiado pequeña para las cosas que siente y vibra y resuena y canta, demasiado grande para las cosas que sabe que, para colmo, son las mismas que la mantienen presa).

Hoy es miércoles y no espera que haya demasiada gente en el tren. Normalmente ella odia los miércoles, día que representa el punto tibio de la semana que no empieza y que tampoco termina, sólo termina por empezar y empieza por terminar. Tan tibio. Pero hoy es diferente, un poco más cálido aunque ella ni siquiera lo perciba. ¿Cómo habría de hacerlo si su piel también está encerrada dentro de esa blusa sin mangas que sistemáticamente usa todas las noches? ¿Cómo sería capaz de sentirlo si para ella el invierno es la única estación posible en los rincones de su prisión, a la que está igualmente acostumbrada por el uso cotidiano?

Desde donde está no puede ver con claridad. Al iluminarse el pequeño escenario, el impacto de la luz es lo suficientemente intenso para cegarla momentáneamente. Poco a poco se acostumbra y, en ese lapso, lo único que puede observar es el reflejo de la luz que se descompone en uno y mil colores y estalla frente a ella; es hermoso y es un momento que disfruta cada noche: su efímera invidencia. La vista se le aclara paulatinamente y ya es capaz de definir las siluetas de las personas que ríen y festejan sin motivo aparente y no puede evitar expresar cierta decepción en el rostro, por las luces desvanecidas, por la alegría ajena que quisiera secuestrar, bajo el inminente riesgo de ser sentenciada por un período aún más prolongado e indefinido. Tal vez por eso comienza a cantar y a tocar. El arpegio comienza a quitar los frenos que, por suerte, aún existen (la presencia de frenos implica que, de una forma u otra, tarde o temprano, se avanzará). Es la manifestación más preci(o)sa de la esperanza que se vuelve realidad: el tren acelera y las lágrimas le inundan las pupilas convirtiéndose en cuarzos de uno y mil colores, el silencio va y viene, apenas respira, piensa mientras canta. Y empieza a temblar.

Y los que la vemos a la distancia nos damos cuenta que sufre una metamorfosis. Todas las noches se vuelve Ícaro, dentro de su isla, encarcelada en el océano, recolectando plumas de los palmípedos que la sobrevuelan, uniéndolas con cuidado, construyendo alas con más precaución, como si quisiera producir el tiempo, ser la ingeniera de su libertad. Pero sólo es una aprendiz. Ícaro levanta el vuelo, se desprende de la tierra, como las golondrinas del poema de Bécquer. Toca el sol sin sentir la quemazón en sus labios -tan vertiginosos, tan delicados, tan tentadores.

-De pronto me miras, te miro y suspiras. Yo cierro los ojos, tú apartas la vista. Apenas respiro, me hago pequeñita y me pongo a temblar.

Ícaro cae. La esperanza se derrite. La libertad se evapora. Ícaro muere, como cada noche.

-Yo no te conozco…

De vuelta en la isla no hay lugar al cual dirigirse. Dentro de la isla, ir y venir significan lo mismo. Escucha esa voz y pretende correr, recorrer el perímetro de la masa de tierra a toda velocidad, como sus pensamientos, llegar a la playa y sumergirse en la parte más oscura del mar, en la más honda de su corazón, para perderse, para no escuchar y hacer caso omiso de la tal afirmación que, al serlo, no requiere de respuesta, por no saber, por ignorancia, por agnosticismo, por ausencia.

-…y ya te echaba de menos.

La voz habla con toda veracidad. Paulina escucha. Mientras tanto, Ícaro corre desesperadamente. Ya se le olvidó que él mismo construyó cada centímetro cuadrado de la isla y que la conoce perfectamente, productor de la arena, ingeniero del encierro. Corre, sin importarle el congelamiento de sus huesos, de su sudor, como si con eso lograra desgastar a la memoria.

Hoy, miércoles, desea con todas sus fuerzas borrar el recuerdo de aquella noche en que pactó con el diablo y juntos levantaron la fortaleza más grande e impenetrable de todos los tiempos. Porque es en ese recuerdo en donde se encuentra también la salida de la isla. Aquella noche, que desea no haber vivido, acordaron erigir un enmarañado laberinto de afuera hacia adentro, quedando atrapada en la boca de su propio estómago. Desde entonces, cada noche su voz la hace volar sólo para comprobar que no puede salir del sitio autoimpuesto. Por eso utiliza cera y plumas para construir sus alas artificiales, porque sabe que el sol las derrite y no quiere saber que sí se da cuenta de ello, como no puede sentir la quemazón en sus labios -tan vertiginosos, tan delicados, tan tentadores-. Por eso nunca lo ha intentado con sus propias alas. Medianoche. Un túnel. Se apaga la luz.

-Me vuelvo valiente y te beso en los labios.

De hecho no se ha dado cuenta. Se le han comenzado a desdoblar las alas que siempre ha tenido tatuadas en la espalda, se están desplegando y tensan irremediablemente la blusa sin mangas mientras se le resbalan los últimos copos de nieve que todavía guarda celosamente algún resquicio de su corazón. Sus pensamientos se detienen ridículamente asustados, mirando hacia todas las direcciones posibles, preguntándose qué diablos está ocurriendo.

Es jueves. Paulina y él charlan y se encuentran sin haberse buscado. Ríen. Ríen colores. Uno y mil descompuestos y estallando. Casi ciegos. Paulina ríe un carmesí tan intenso como la sangre que circula a toda velocidad por los ríos y valles de la geografía de su cuerpo. Él ríe un añil sincopado, haciendo reír a Paulina un magenta brillante y eterno. Al parecer ya se olvidó de la isla encarcelada en el océano; tampoco recuerda a Ícaro, que cayó una y otra vez cada noche, que calló la medianoche del miércoles, definitivamente.

El diablo los observa durante esos segundos que son horas, quizás años, o tal vez sólo segundos que no saben que lo son. Sentado sobre la superficie lunar, que mengua y crece simultáneamente, latiendo convenientemente, rompe el contrato y lo deja caer como una lluvia ligera mientras se pregunta si Paulina aprenderá a volar, si surcará el cielo coralino y estrellado con su cuerpo ahora alado. Preguntándose qué tienen los músicos que pueden recrear el amor en los versos y las estrofas, en los tonos y los semitonos, en una mirada, o en un beso febril, como el que ella le dio aquella noche y que incendió sus labios -tan vertiginosos, tan delicados, tan tentadores- sin siquiera saberlo.

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