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El cisne

Emilio Revolver
Taller Verano Creación Literaria
9 min readJun 25, 2020

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Era un día soleado en el reino de Lautassa. Los cisnes se deslizaban apaciblemente por la Rogana, la fuente que corona la plaza principal del reino. Los panaderos llenaban el ambiente de un tenue olor a alimento recién preparado, los niños se perseguían, divertidos, por entre los estrechos callejones, y las escalinatas del castillo de Man relucían, brillantes y magnánimas, lanzando el mensaje claro de que conducían al castillo más próspero en el reino más próspero de todo el continente.

Por dichas escalinatas ascendía un joven, ricamente ataviado con las más exóticas prendas del lejano Sur. Al tocar de forma contundente y sonora la puerta principal, fue reconocido por los criados, quienes se inclinaron y le dejaron libre el paso hasta la cámara principal, donde está el trono del rey. El rey Gased no se sorprendió de su llegada; hace días que esperaba al príncipe Fran-Tel para pedir la mano de la princesa Ussa. “Es sólo una formalidad, pero aquí en Lautassa somos muy respetuosos con las costumbres. Unos días antes de la boda, debes conocer a la princesa”, comentó Gased, sonriente.

Se hicieron los preparativos correspondientes, y el castillo de Man organizó una comilona en la que todo aquel que tuviese zapatos estaba invitado. Después de una amplia muestra de cortesía que enseñaba los buenos valores de éste, el reino más próspero del continente, apareció, por mera formalidad, la princesa. Vestía un largo vestido turquesa; no tan despampanante como el rey hubiera deseado, ni con los colores tradicionales del reino; llevaba algunos collares y joyas de la familia, pero no todos los que la corte hubiera esperado; el cabello oscuro caía de forma algo modesta sobre los hombros, en opinión de varios; finalmente, la mirada estaba seria y perdida en un punto distante, algo, francamente, de mal gusto. Aun así, nada de esto fue impedimento para que el príncipe Fan-Tel no notara lo que a voces se le había dicho: estaba frente a la mujer más hermosa, y más rica, heredera del reino más próspero del continente.

El príncipe Fran-Tel, por su parte, tampoco tenía que esforzarse demasiado: le respaldaba su fama en la guerra de los 30 años, su victoria frente a los diez mil ogros, el cortejo de más de mil doncellas. En fin, no podía esperarse enlace más perfecto, por lo que recibió visiblemente desconcertado el saludo de la princesa: “le agradezco su visita, pero no es mi interés desposarme con usted”.

Obviamente, no tenía un impacto verdadero en la boda si la princesa Ussa se negaba. La boda estaba concertada y ocurriría. Pero hubo algo que mancilló una parte del príncipe; no podía explicarlo; simplemente, no estaba acostumbrado a recibir una negativa, y menos aún de una mujer. Debido, sobre todo, a la riqueza del reino y belleza de Ussa, decidió ser, no obstante, compasivo: quizá lo único que le hacía falta a la princesa era conocerlo un poco.

El rey Gased no estaba dispuesto a negar nada a Fran-Tel, y menos aun cuando le dirigía aquellos ojos de pez azul guarecidos por el rayo intenso de sus cejas. Se pospuso la boda unos días, una mera formalidad, y se dio paso a un duelo de caballería. Los más hábiles caballeros del reino fueron convocados, y los aceros más rabiosos, afilados al golpe del martillo y el sol. En primera fila, claro, estaban el rey y la princesa. Después de duelos singulares, que fueron aceite de nuevas canciones para los trovadores, el príncipe Fran-Tel quedó como finalista frente a Pronesa, el más ágil y rápido de los caballeros. Después de eludir las salvajes acometidas de Fran-Tel, Pronesa lo hirió en la espalda, haciéndolo caer. Tanto Ussa como Gased se levantaron de sus asientos, asustados; mirando de reojo, Fran-Tel sonrió. Pronesa, confiado, se acercó a provocar la rendición de su oponente, y fue recibido por una patada en la rodilla, maniobra perfectamente legal en casi todo el continente fuera de Lautassa, como aseveraron muchos. Pronesa, descolocado, miró a los jueces y ese instante permitió que la veloz espada del príncipe hiciera un corte seguro en las costillas, que hizo a Pronesa hincarse y anunciar el fin de la batalla.

Los trovadores cantaban, una fiesta inesperada dio inició en las inmediaciones de la Rogana, y al príncipe se le permitió entrar a los aposentos de Ussa. Alegre y sudoroso, con tierra y un poco de sangre, Fran-Tel descubrió su cuerpo de celeste, broncíneo y trazado por innumerables aventuras. La reina lo miró, quitando los ojos de un libro, sólo para mencionar “le agradezco su visita, pero no es mi interés desposarme con usted”.

Fran-Tel no iba a aceptar una segunda negativa. Aventó el libro, tomó a la princesa, le rompió el vestido esmeralda, regalo de su madre fallecida, la colocó sobre la cama, y ella, mientras, gritaba y lanzaba golpes con las piernas y manos. Con una cachetada que no exigió demasiado al príncipe, la doncella se desvaneció y pudo, al fin, poseerla.

Al terminar, viéndola con los ojos cerrados, todavía desvanecida y con el pómulo rojo del golpe, Fran-Tel experimentó una sensación nueva: una batalla lo incendiaba desde dentro; por fin supo lo que era el amor. Así, aunque no se hubiera percatado, la princesa Ussa le había hecho entrega de lo más valioso que puede entregarse a alguien.

Mientras los días avanzaban hacia el día de la boda, nunca se vio un príncipe más gallardo, más atento, que procurara más a nadie como esos días Fran-Tel procuró a Ussa. Pero ella, con el recordatorio de lo que había pasado en forma de una cojera y un dolor punzante en el pecho, no le dirigió la mínima palabra; al contrario, mientras más se acercaba y mejor se comportaba el príncipe con la familia, con la corte y con la servidumbre, incluso, no lograba más que la indiferencia de Ussa; el día antes de la boda, ella le lanzó algo más que una frase, mientras la acompañaba para desayunar en los famosos jardines de cristal, la parte posterior del castillo: “eres una maldición en mi vida, ojalá nunca hubieras tomado el camino a Lautassa”. Fran-Tel no estaba listo para que recibieran de ese modo sus atenciones. Volteó la mesa con un solo movimiento de su brazo, empujó a Ussa, quien se golpeó con el muro y pidió a los sirvientes que le trajeran su látigo. Al terminar la lección, la princesa estaba nuevamente con otro vestido destrozado, manchado de rojo, temblando en una esquina y llorando silenciosamente. No obstante, Fran-Tel sintió que la batalla interior le incendiaba el pecho y que Ussa volvía a ganar. Pidió disculpas hasta fatigarse. Decidió hacerle un regalo, pero no cualquier regalo, uno que sólo él pudiera hacer.

En las colinas de Naudina, a considerable distancia del cielo de Lautassa, había uno de los más raros avistamientos que podían hacerse en el continente: dragones. Casi extintos por los constantes ataques que habían recibido por parte de los hombres, ya era raro saber de la existencia de alguno en cualquier paraje. No obstante, Fran-Tel sabía por una fuente directa que en aquellas colinas había una dragona, presumiblemente muy vieja, a la que podría hacérsele una visita y robarle alguna joya para, de una vez por todas, ganarse el amor de la princesa. Porque, ¿1ué más puede desear una princesa más que una joya?

Fran-Tel partió con una breve comitiva, fue despedido con vítores y buenos deseos por parte del pueblo, a quien se había ganado en cuanto llegó. Durante el tiempo que estuvo ausente, por las calles de Lautassa, sombras furtivas por las callejuelas mencionaban que la apática princesa daba un horrible ejemplo al resto de las doncellas, y que la negativa de la princesa era un acto de desobediencia al rey y las leyes más antiguas y queridas del reino.

Por su parte, Ussa pasó días de una apacibilidad y felicidad como no había encontrado desde la llegada de su prometido: leía con el atardecer, seguía sus lecciones sobre la gobernabilidad del reino, y el tiempo restante lo pasaba dedicada a su solario, siendo ella la más exótica de cuantas plantas ahí se prendían a la luz. Ussa pasaba las noches rezando, y entre sus rezos, incluía uno para Fran-Tel: “Diosa Lish, la de las mil ramificaciones, que encuentre el amor por otras tierras y evite el sendero a Lautassa”.

Finalmente, pasado lo que un pueblo enamorado de su príncipe podría considerar mucho tiempo, regreso la pequeña comitiva. En el pueblo ardió una algarabía instantánea: Fran-Tel volvía con su resolución indomable, a pesar de una lesión ligera en el brazo y el cansancio de una aventura que se adivinaba legendaria. Al terminar la comitiva, arrastraban encadenado algo que todos los ojos lautassianos miraban con espasmo: un dragón rojo de pocos años de nacido. Todos los nobles se deshicieron en clamores; las doncellas por igual exigían un largo recuento de aquella aventura, y el príncipe, más decidido que nunca, se dirigió hacia donde el pecho se indicaba. Ussa se acercó con compasión hacia el dragón, mal alimentado, desorientado, y muy pequeño todavía para vivir lejos de su familia. Pensando esto último, Ussa llegó a una conclusión que el resto no pudo ver, seducidos por la victoria: que ese pobre desafortunado sería la desgracia del reino.

Ussa trató de convencer a su padre del error que sería no liberar al pequeño dragón. Le rogó día y noche hincada a los pies del trono, lo que para el rey era de una soberbia espeluznante. Como último recurso, se acercó a Fran-Tel y expuso sus ideas. Éste guardó silencio; le lastimaba la arrogancia de esa mujer; Fran-Tel había puesto en riesgo su vida para traer este regalo valioso, y por toda respuesta recibía una fuerte llamada de atención. Platicó con el rey. Ussa fue encerrada unos días en un calabozo destinado a traidores, donde de vez en vez asistía Fran-Tel con el látigo en mano.

La princesa Ussa vivió, de este modo, días en un desvanecimiento intermitente; el dolor le impedía saber si era día o noche, si pasaba una semana o dos; hasta ella no se deslizaban los sonidos del reino. Sólo escuchaba al pequeño dragón, unas celdas a la izquierda de ella, lanzar chillidos cada cierto tiempo. De pronto, un ruido fuerte ruido la despertó. La tierra crujió. El techo se sacudió y se abrió una descomunal grieta. Sin energía pero sobresaltada, lo único que alcanzó a ver fue una llamarada que viajaba por el cielo: creía que finalmente el dios Racol había llegado a llevársela al mundo detrás de las montañas. La reja de su celda se venció y empezaron a oírse lamentos y gritos. Rengueando, con la sensación de estar en un sueño, logró subir las escaleras que separaban el deshecho calabozo del resto del castillo de Man. Uno de los muros principales se había venido abajo, y sobre el azul inmaculado del cielo se alcanzaba a ver un dragón llevando en las garras a otro más pequeño.

El reino de Lautassa estaba destruido: no sólo el castillo había tenido afectaciones que tardarían décadas en reconstruir; la fuente Rogana anunciando la parte central del reino estaba partida en dos; cadáveres de algunos de sus cisnes compartían el piso con el de aldeanos, niños, ancianos y nobles. Escenas de destrucción acompañaban los pasos hacia todas las direcciones. Cerca de la fuente, podía verse a un incansable Fran-Tel, bañado en tierra y sangre, con lágrimas en los ojos, contemplando inmóvil un incendio en la parte Este del castillo de Man. A falta de alguien más a quien acercarse, la princesa se acercó. Algunos pobladores que en ese momento vieron al príncipe, les pareció ver la escultura de un ídolo en desgracia. La princesa llegó hasta Fran-Tel, éste se giró a ella y la señaló con espanto: “¡Tú hiciste caer al mejor reino de todos!”. Su voz era tan potente que una multitud de curiosos se empezó a congregar. Ella, harta, señaló a su vez con el dedo y fijó la mirada con la mayor resolución posible, como si pudiera lanzarle todo lo que había pensado decirle. Casi todo el pueblo se había reunido en torno a ellos.

La reconstrucción de Lautassa iba a ser lenta y triste. En un solo día, la desolación había ocupado el lugar de la prosperidad. El esfuerzo físico y mental que requería iniciar los trabajos exigía, por ello, un último derramamiento de sangre, que calmara el rencor, que unificara en la tristeza, que permitiera cerrar el ciclo.

Nadie tenía duda sobre lo que iba a ocurrir, ni siquiera el rey Gased. Nunca se había visto una multitud tan grande y, al mismo tiempo, un pueblo más encolerizado. Al caminar rumbo al tapanco, recibió gritos, golpes, escupitajos, jalones de cabello, y le rasgaron las ropas en las escalinatas. Sin ropa, sangrado por varias partes del cuerpo, presa del júbilo de la turba que por fin veía su muerte, subió al tapanco. Como siempre, no hubo ninguna duda en su andar. Pero el dolor más grande de todos, iba en su pecho. El verdugo, sediento de su sangre como el reino, no dudó en acomodar su cuello, limpiarlo del cabello y acometer con un golpe sólido del hacha. La cabeza rodó, la muchedumbre estalló en éxtasis, la corte respondió con aplausos, el asentía con una mirada altiva. Podría respirarse, otra vez, el aire límpido sin nubarrones de siempre. No cabía duda: había una nueva reina en el trono, y los tiempos de gloria y prosperidad, en el reino más próspero del continente, regresarían.

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