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La balada de los perdidos

Fernanda Iriarte
Taller Verano Creación Literaria
16 min readJul 30, 2020

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La ventana abierta del autobús es la puerta a otro mundo. A Esteban le gusta pensar que los destellos de plata entre la negrura son las estrellas a su alcance. Cierra los ojos, extiende el brazo hacia el exterior y deja que el mundo durmiente alimente sus fantasías. El vehículo desalmado, de no ser por él y un pasajero sin rostro, es la nave hacia el cielo. Su mano acaricia los seres de luz. Les hace cosquillas, les saca carcajadas. La risa del cosmos suena a cascabel.

El beso del aire nocturno es el más dulce que ha recibido en años a pesar de su frialdad. Sí, la madrugada es una mujer fría mas no le falta corazón; no recibe visitas a menudo. Le extraña la compañía. Pero cuando la recibe, la arropa como madre a su hijo pequeño. Empapa sus brazos, su mejilla, la punta de su nariz. Se impregna en sus ropas.

Parece que ya han llegado, por eso tanta luz. En aquel lugar mágico, desconocido por muchos, hay destellos de todo color y forma. Líneas rojas que vuelan, puntos azules que flotan. Carriles naranjas de fuego, luces verdes inalcanzables.

Lástima que él no pertenezca allí. Lo sacan a patadas en cuanto entra. Sale disparado, surca los cielos y aterriza sobre el concreto que ya se sabe de memoria. Ya no hay estrellas risueñas, ni destellos. Sólo quedan el abrazo insistente de la mujer afectuosa y una luz blanca que quiere tragárselo.

Sus ojos se rinden. Como buen músico, sus oídos no. Captan el canto de una ambulancia. El aire apesta a fierro. Por sus dedos hábiles con la guitarra corren ríos de un rojo espeso. Le duele el alma, le sangra el cuerpo. Mientras lo depositan sobre una camilla, cae en cuenta del paradero de sus estrellas que no eran sino los ojos de los rascacielos, delatores de los despiertos. Su nave, el último bus de la noche, yace arrugado a un costado de la calle. ¿Y las demás luces? El eco de la ciudad nocturna.

La ciudad que lo harta, que lo aburre. Que ahora lo mira burlón desde arriba. Pero le perdona las mofas, porque cuando todo es negro, hipnotiza. Solamente espera no irse antes. Mucho le queda por hacer como para morirse en una ciudad que jamás lo quiso.

No puede moverse. Sus extremidades son de plomo, su cabeza zumba, amenaza con estallar. Siente que se ahoga. Su conciencia hace todo lo posible por salir de las profundidades y tomar una bocanada de aire, aunque signifique dejar su pesado cuerpo detrás. A pesar del agua que todo lo cubre, escucha voces. Cuatro miradas borrosas lo atraviesan mientras lo empujan entre las olas. Él creía que el mar olía a sal y no a alcohol de farmacia.

-¡Díganle al doctor Morales que baje enseguida a quirófano!

-¿Presión arterial?

-Estable. Pero hay que darnos prisa, ha perdido bastante sangre.

-¿Sigue consciente?

-Aparentemente.

Los enfermeros corren por el pasillo desierto; son las dos de la mañana. Solo queda personal suficiente para atender emergencias y pacientes fijos. Ya no hay gente en la sala de espera, ni personal ambulante. El camino al quirófano se les hace eterno. A pesar del cansancio por las tortuosas guardias de noche, avanzan con el corazón desbocado. Salvar al hombre roto depende del doctor tras el quirófano. Su vida pende de un hilo: bien pudieron haberlo salvado o acercado al abismo. De momento, les toca localizar a su familia y esperar que el paso de las horas traiga buenas noticias.

No traía ningún número apuntado consigo. Hubo que empezar de cero bajo la enclenque base que su identificación proporcionaba. Normalmente, no tomaba mucho encontrar a quién llamar, inclusive si tocaba recurrir a los directorios. Por primera vez para los jóvenes enfermeros, el doctor salió de quirófano antes de haber podido trazar la identidad del paciente. Les ganaron el sol y seis horas de cirugía; el fluorescente blanco de los focos ya no se clavaba inclemente en sus ojos, pues se cuelan por las ventanas rayos de luz natural y se atisban cuadros de azul cielo. Acompaña ahora al sonido del papeleo la voz del presentador del noticiero matutino, bien vestido y serio desde la televisión en la sala de espera. El reloj a la esquina de la pantalla marca las 8:15 de la mañana. Es 6 de septiembre de 1990.

Lo único que saben es que Esteban Ibarra se ha salvado. Tendrá que pasar mucho tiempo aquí, eso sí, les dice el doctor Moreno. Su rehabilitación será lenta. De momento, no hay pista de nadie que pueda hacer el pasar del tiempo más llevadero. Al menos, nadie que comparta sus apellidos o sangre; sus padres ya no están, no hay hermanos de por medio. Ni esposa o algo parecido, mucho menos hijos. Se consuelan con la idea de algún amigo o vecino que pueda visitarlo, aunque eso difícilmente se averigua con registros gubernamentales. Él dirá cuando encuentre su voz.

***

Recuerda la plata y los colores, pero se esfumaron con la caída el telón. Todo fue noche sin estrellas en el intermedio. Caminó por la ciudad a ciegas sin luz alguna que lo guiara. No había postes, aviones, edificios. Ningún atisbo de nada que rompiera la oscuridad. Tropezó varias veces, resultado de su torpeza y nula iluminación. Se golpeó sin sufrir dolor alguno.

Despierta en una sala del color de las nubes, solitaria salvo por una máquina de la que salen diversos tubos y él mismo, postrado a la cama. Le explicaron qué hacía ahí. Era natural que estuviera adolorido; varios huesos se le habían hecho pedazos. Era toda una galería violácea de cortadas y magulladuras. La peor parte se la habían llevado sus piernas.

Tendrá que quedarse en aquel universo albino por lo menos hasta la llegada del invierno. Una estación completa era el mínimo que se planteaban los médicos para que sanara y pudiera andar de nueva cuenta.

Al preguntarle a quién llamar, se confirmó la sospecha del personal: Esteban no está solo en el mundo gracias a un puñado de amistades, pero su línea genealógica terminaba con él. Solamente pide se comuniquen con una persona: Manuel Ronquillo, un colega músico que comprende lo que es vagar por el mundo, tocar donde se pueda y la importancia de las melodías para anclarse a la realidad.

Le trae recuerdos del metro nocturno animado con sus canciones. Saca risas que se clavan en su pecho. Le promete pasearse a verlo una vez cada semana, no sin antes dejarlo en compañía de su incondicional amiga; su guitarra que seguro está cansada de verlo mal tan seguido.

El músico hace lo que mejor sabe para espantar la aburrición: compone. Llena su habitación con acordes para ahuyentar el dolor. Experimenta con las cuerdas para fingir que estar así no lo deprime. Compagina terapia física y tratamiento musical, pues si su alma descuidase, de allí saldría entero pero desquiciado.

Intercambia cuidados y medicina por vitalidad a ese lugar. Su voz se cuela en la naturaleza de pasillo de hospital. Se hace amiga del olor a antiséptico, convive con los pisos lisos y las paredes insulsas. Sus brazos, que antes chorreaban sangre, ahora derraman canciones.

Manuel, su guitarra y la gente del hospital no son su única compañía. Dalila lo visita todo el tiempo sin que nadie se entere. Cuando el cuarto se vacía, caen sus párpados y allí está ella. Trae puesto su vestido amarillo favorito. Un moñito a juego adorna su melena rubia, idéntica a la de su madre. Es una copia suya, salvo por los ojos aceitunados. Gracias a esos ojos sé decir que es tuya también, solía decirle su amigo. Son inconfundibles.

No le recrimina nada. No le pregunta dónde está mamá. Se limita a pedir que le cuente historias. La lleva al bosque con las hadas, le presenta el espacio exterior. Conocen la playa, el bosque, la jungla. Recorren el mundo juntos sin que sus manos se suelten.

Como en los viejos tiempos. Cuando estaban juntos y él la arrullaba con mundos bellísimos. En ese entonces, Dalila tenía… ¿tres años? Ha pasado tanto tiempo que los números se han desdibujado. La imagen en su cabeza no ha sido erosionada; hoy Dalila es veinteañera, aunque en la cabeza de su padre no ha envejecido nada. Creció alejada de él quién sabe dónde con su tía Lucía. Por lo menos eso espera; es el mejor de los escenarios.

En medio de la nada que supone la habitación de un inválido, conjura la imagen de su niña, y así como se imagina las estrellas para alegrarse la vida, deja que su imaginación lo ilusione. Que le mienta, diciéndole que nada ha pasado. Congela el reloj que con él nada justo fue. Le canta a Dalila como siempre quiso hacer. La toma entre sus brazos antes de que se esfume. Claro, las enfermeras creen que dedica su voz a los muros, a las aves.

Plasma todas sus letras en su cuaderno. Acude a terapia. Canta sin cesar. Incluso los doctores lo acompañan a veces. Les gusta en particular La balada de los perdidos, y siempre que llega al coro, se unen los demás al son de su guitarra.

Si pudieras tú ver

Que no he dejado de buscar

Que yo no puedo olvidar

Cuán lejos estás de mí

Hasta sabe el firmamento que yo no

Te puedo dejar…

Hasta sabe la briza que yo no

Te dejo de llorar….

Y sé

Que cuando te logre encontrar

Sea por el cielo o por el mar

La vida me sonreirá.

Y sé

Que de mí te acordarás,

Me abrazarás,

Y no te soltarás de mí

Pasa el tiempo entre sillas de ruedas, tratamientos y lírica. Se baña en notas y acordes. Llega el invierno más crudo que se recuerda, pero para él es verano; podrá salir a mediados de diciembre, con una rodilla reconstruida, costillas regeneradas y suficiente material para un álbum. El día previo a su dada de alta, le dice a la enfermera que tanto lo vio sufrir que no ha sido en vano.

Se dedica a alistar todo para salida de su disco. De algún sitio tendrá que juntar para matar sus deudas antes de que lo maten a él. Con ayuda de Manuel y sus contactos en la disquera, terminan en febrero. Ve la luz del mundo el mes siguiente.

Se venda los ojos ante la recepción de su proyecto. Está feliz con haberlo producido, y no puede hacer más que esperar que las letras cautiven y venda un poco. Aprendió a la mala a no desear la fama; los deseos de vapor lo alejaron de lo que más importaba. Ahora el arrepentimiento le pesa en los huesos. A pesar de que sabe que el anonimato es más probable, se entretiene imaginándose a una mujer rubia escuchando la radio, aceptando el tesoro de las composiciones desde la distancia.

La balada de los perdidos acapara más atención que el resto de sencillos. Triunfa en la radio y en las calles casi tanto como en la clínica, aunque la producción en general goza de éxito relativo. La gente la tararea en el supermercado, la escucha conduciendo. Esteban no termina de comprender el alcance de su voz hasta que recibe una invitación al programa de Javier Sifuentes para discutir su creación. En palabras de Manuel, ¿qué mejor publicidad que Sifuentes? Lo sintonizan millones. Lo escucha todo el país, le siguen la pista del otro lado del mundo. Es incluso la única pincelada de la lengua española en lugares remotos.

Es una oportunidad de oro para encontrar a la mujer dorada. Entre sus dedos callosos yace la oportunidad de hacer realidad una de sus fantasías por primera vez. De vivir un sueño alegre. La búsqueda de atención podría ser por fin un rayo positivo en su vida.

***

-Pon tres dedos entre tu boca y el micrófono. -Le dice uno de los asistentes de producción del programa. -Justo así. Mantente ahí. Si te acercas o te alejas, no te vas a oír. Recuerda, no te quites los audífonos. Eso es todo.

Sifuentes lee su guion del día sin mucho cuidado. Le gusta improvisar, o algo así escuchó entre el mar de personas en la estación de radio. Es tan elocuente que no lo parece. Carga tras de sí por lo menos diez años más de los que delataría su voz. Cuando abre la boca, todo lo achica.

-Debo decírtelo, amigo mío. Esta canción tuya me hizo lagrimear. Hacía años que no lloraba al escuchar algo.

-Vaya. Gracias, supongo.

-¡Javier! -interrumpe el asistente. -¡Entramos en 30, 29 28….!

Se difumina la cuenta regresiva mientras Esteban recuerda las palabras de su amigo: Tu historia vende, siempre y cuando la cuentes bien.

-¡Buenas tardes, señores y señoras! Muchas gracias, primero que nada, por dejarme entrar en su casa, en su oficina, en su auto o donde sea que usted se encuentre. -Exclama Javier tan

contento como quien recibe la mejor de las noticias. -Gracias por cederme un poco de su tiempo. Y bueno, arrancamos este espacio con una cancioncilla que usted seguro ha escuchado. Es bella, es pegajosa. -Le dice Javier a un auditorio anónimo. -Dicen que detrás de cada gran canción hay una gran historia, y esta no es la excepción, mi querido radioescucha. La balada de los perdidos fue compuesta en las más inusuales circunstancias. Está con nosotros en el estudio Esteban Ibarra, autor de la canción, parte del bastante recomendable disco Memorias de plata. Vamos a platicar un rato con él, ¿les parece?

Tras un par de preguntas básicas sobre sus gustos musicales y detalles de su personalidad, Javier pregunta lo que todos esperaban.

-Veamos, mi estimado. Tengo entendido que este proyecto tuyo nació en un hos-pi-tal. ¿Cómo fuiste a dar ahí?

Le relata su historia completa, ilusiones incluidas.

-… Ahora me encuentro mejor, ya ves. Puedo caminar de nuevo.

-Eso sí que debió de haber sido duro.

-Lo fue, lo fue. Por eso compuse tanto.

-Si me dejas preguntar, ¿qué te inspira? Los pasillos de hospital no parecen ser buena musa. ¿Es la pena? ¿El estar solo?

-Todo puede servir de inspiración si lo mantienes la mente abierta y el corazón despierto, Javier. Puede que no hubiera compuesto esto si no hubiera tenido tanto tiempo por llenar, encima solo. Tuve horas incontables para la introspección. Y por eso, saqué todo lo que llevaba dentro. Supongo que Balada fue mi corazón rogándome que no me rindiera. Verás, yo he estado a punto de tirar la toalla muchas veces. -Ante la alarma evidente en la mirada del locutor, aclara: -Buscando, pues. No he encontrado nada, pero no puedo abandonar.

-Me temo que no te sigo. ¿Qué se te perdió?

Llegó la hora, piensa.

-Mi hija.

No puedes cuidar de tu hija si te descuidas a ti mismo. Lucía no se cansaba de repetírselo.

-¿Crees que no lo sé?le recriminó él.

-A todos nos duele que ya no esté. Pero eso no te da el derecho de… congelarte, así como así. Dalila necesita a su padre, Esteban. Un hogar estable. Así no vas a poder dárselo. Y si no se lo das tú, lo haré yo.

-Lo que necesito es tiempo… -replicó en un hilo de voz.

-¿Qué quieres? ¿El año completo? Han pasado seis meses. Seis meses y estás como si hubiera pasado ayer. Primero tus discos, tus conciertos, y ahora mi hermana.
¡Mantén los pies en la tierra y no el cielo, maldita sea! Yo no puedo quedarme aquí todo el año. Tengo una vida en Bogotá.

-Y no te lo pido. No es nada fácil, y tú lo sabes, Lucía. Sé que puedo levantarme, enfocarme. No hoy, ni mañana. Algún día.

-Y Dalila en medio de todo…. ¿cuándo carajos llegará ese día? — Ambos saben que no hay respuesta.

-¿Sabes qué? — le dijo su cuñada. -Será mejor que me la lleve. Nunca ha sido tu prioridad. Cuando podías, no estabas, y ahora, menos podrás. Te gustaban más las tocadas nocturnas que estar con ellas…

-¿Pero qué dices?

-¡Es cierto y lo sabes! -le grita mientras lo apunta con su dedo acusador. Mira, Estará perfectamente conmigo. Estás al borde de perder tu casa. No tienes trabajo, ni dinero. Yo puedo mantenerla hasta que tú estés mejor. Y en cuanto eso pase, veremos. Podrías quedarte con ambas, o regresarla aquí.

Él sabía que era lo mejor para ambos.

-Siempre y cuando pueda llamarla y saber cómo está.

-Por supuesto.

La llamada jamás ocurrió. Las vio por última vez en el aeropuerto, a punto de irse a Colombia. Sólo poseía un papelito con un número telefónico y la dirección de la casa de Lucía para que se le hiciera más corta la brecha de miles de kilómetros entre ellos. Envejecía un poco más rápido cada vez que el teléfono le respondía “el número que usted marcó no existe”. Envió decenas de cartas que jamás recibieron respuesta. Terminó por gastar lo que tenía en un vuelo a Bogotá. La vida en su inclemencia lo recibió con una casa habitada por una anciana, que decía no tener idea de quién era su cuñada siquiera. Las buscó en registros de los hospitales, de las escuelas, la oficina de correos. Su búsqueda siempre arrojó los mismos resultados: No había rastro de ninguna en toda la ciudad. Conforme avanzaba en su búsqueda, se temía que no hubiera huella de ninguna en todo el país.

Preguntó a quienes habían sido vecinos de Lucía. Sabían exactamente lo mismo que él; se había marchado cuando murió su hermana. Pero nunca regresó. Nadie tenía idea de la existencia de una niña de cabello dorado.

Buscó como desesperado. Nunca supo si murieron, si vivían en otro lugar. Si estaban juntas, o si su pequeña se había perdido como él nunca quiso le pasara.

-Dios… ¿cuánto hace de esto? -Pregunta el locutor.

-Unos veinte años, más o menos. Si alguien supiera algo, o pudiera ayudarme, se los agradecería infinitamente.

-¿Cuáles son sus nombres completos?

-Lucía Meneces Cuesta, mi cuñada. Mi hija es Dalila Ibarra Meneces.

-Ahí lo tienen, mis queridos escuchas. Cualquiera que pueda proporcionarnos información sobre el paradero de estas dos mujeres, comuníquese al teléfono de ésta que es su radiodifusora favorita. Gracias por venir, Esteban.

-A ti por la invitación.

-¡No se vaya todavía! En breve, un interesante reportaje sobre los archivos de presidencia, ¡Pero no sin antes ir a comerciales! ¡Regresamos!

-Y… -dice el asistente. -Estamos fuera. Regresas en veinte minutos, Javier.

Justo como se dibujaba en la mente de Manuel, la visita a Sifuentes explota. Lo consume todo a su paso. Arrasa con las conversaciones familiares de domingo por la tarde, eclipsa los chismes de vecindario pequeño. Trasciende fronteras. Secuestra corazones. Nadie canta el coro de la balada sin pensar en el padre fracasado y su hija abstracta; un artista forense hace un retrato de cómo se vería la nena basándose en las fotos que su padre terminó por difundir por el bien de la búsqueda, y aclara, sin menor alteración en su voz, que puede que su retrato se aleje de la Dalila de carne y hueso.

Se equivoca.

Ahora las calles son naranjas, el cielo es gris. Los árboles de despiden de lo que ya no les sirve mientras la gente se alista para que otro año se les escape de las manos. Esteban todavía sufre un poco con su rodilla. Necesita ayuda de un bastón para subir a su departamento. Cruza el umbral hacia su casa, que le da la bienvenida con la voz del teléfono. Es la radiodifusora.

-¿Diga? -Le habían dicho que iban a contactarlo únicamente si alguien daba información relevante para ayudar a su hija. Es la primera vez que pasa. Esteban debe recordarse que no debe dejar que su cerebro pinte imágenes que no son, que se aferre a lo que tiene enfrente y no se haga ideas, pues sabe bien cuánto duele ver un sueño evaporarse. Ya había dado numerosas entrevistas para mantener la historia vigente. Desnudó sus recuerdos, sus añoranzas, sus deseos. Nunca fue abierto ni sincero, pero haría lo que pudiera ser útil. Su omnipresencia en el imaginario de la gente disfrazó la futilidad de sus esfuerzos, pues llegaban llamadas y pistas aparentes que nunca llevaron a ningún lado.

-¿Esteban? — Es Sifuentes.

-Soy yo.

-¡Oh, querido amigo! Te tengo buenas noticias. Qué digo buenas, ¡maravillosas! Te pudo haber llamado el operador de teléfonos, pero esto tenía que hacerlo yo mismo. No sabes lo bonito que es ver un círculo cerrarse.

-Explícate, por favor.

-Ha llegado una señorita a la estación. Es idéntica al retrato, tiene la edad justa, el nombre coincide. ¡La hemos encontrado! ¡Ven ya mismo!

***

Se veía como Dalila. Sus papeles leían el nombre correcto. Le contaba sobre Lucy con perfecta precisión y lujo de detalle. Le dio explicaciones: nunca llegaron a Colombia. Habían estado en Costa Rica todo el tiempo. El avión que debía llevarlas a Bogotá comenzó a fallar a mitad del vuelo, así que aterrizaron de emergencia allí. La aerolínea les reembolsó el boleto y puso a todos los pasajeros en el siguiente vuelo a su destino original. Por alguna razón que no se molestó en contarle, perdieron el vuelo. Antes que Lucía juntara suficiente dinero para pagar por otro, decidió que prefería la pura vida. Además, las cosas estaban poniéndose peligrosas en Colombia gracias a cierta persona que pasaría a ser celebridad del terrorismo.

Cuando preguntaba por su mamá, le contestaba con la verdad. Cuando preguntaba por su papá, le decía que estaba con mamá. Años de repetir una mentira la convirtieron en verdad. Era demasiado pequeña como para recordar lo cierto. Al llegar la historia de Esteban a San José, se destapó todo. La confrontó y huyó. Estaba convencida de ser la niña perdida detrás de la canción más melancólica del año. Era idéntica al retrato que pasaban por el noticiero, después de todo.

Maldice a su cuñada. Sin embargo, la amargura se le pasa rápido ante el prospecto de reconstruir una vida junto a su hija. Se la pasan de maravilla juntos. Él le recuerda todo lo que vivió siendo más pequeña. Ella le relata los pacíficos años que pasó en medio de la farsa. La instala en su departamento. Duerme en el sillón más incómodo del mundo, pero no se queja. Era excelente, más de lo jamás pudo pedir. Su esposa le dijo una vez: Cuando algo suena demasiado bueno para ser cierto, grita engaño. Recuperar a su princesa sonaba justo así. Como siempre, incluso siendo una memoria pálida, su mujer tuvo la razón.

Una noche, rebuscando entre el correo, encuentra un trozo de papel que lee: Te hemos encontrado, Marta. Planea mejor tu escondite la próxima vez. Creyendo que se trata de una broma de mal gusto, se dispone a tirarlo a la basura. Ella se lo impide. Le pide le diga qué es.

A la mañana siguiente, ya no está. No deja más que una nota.

Esteban,

No me busques, pero no dejes de buscarla.

No tengo idea de qué le pasó a Lucía, o a Dalila. La de la farsa soy yo. Pero como leíste, tenía que esconderme. Se me acababan las opciones y de repente veo que buscan a alguien idéntico a mí a miles de kilómetros de distancia. No tomes por verdad nada de lo que yo te he dicho, que lo he inventado todo. Seguí tu historia, tus recuerdos, y con ellos construí otra realidad. Pude haber sido buena para soñar y crear como tú, pero supongo que todos cometemos errores.

Tendré que seguir buscando un escondite, un rincón en el mundo que pueda disfrazarme entre la multitud. Si me encuentran, se termina todo para mí. Solamente te diré que he cometido muchos errores y se espera que pague por ellos.

Suerte buscando a tu nena. Eres un hombre bueno. Mereces encontrarla. Lamento mucho todo esto. Por cierto, quema la nota en cuanto la termines de leer.

Atentamente,

Marta.

Nadie toca las estrellas sin salir ileso. El golpe le duele más que la caricia del vidrio roto del autobús a su cuerpo, o sus huesos crujiendo como las virutas de chocolate que a Dalila le gustaba partir antes de llevárselas a la boca.

Siente que agoniza aún más que en el quirófano, pero se aferra a esta vida llena de perfidia. Se rehúsa a olvidar, a dejarla ir. Se deja arrastrar por la corriente unos momentos. Flota con los ojos hechos cascada, mientras en su cabeza repite:

Si pudieras tú ver

Que no he dejado de buscar

Que yo no puedo olvidar

Cuán lejos estás de mí

Hasta sabe el firmamento que yo no

Te puedo dejar…

Hasta sabe la briza que yo no

Te dejo de llorar….

Y sé

Que cuando te logre encontrar

Sea por el cielo o por el mar

La vida me sonreirá.

Y sé

Que de mi te acordarás,

Me abrazarás,

Y no te soltarás de mí.

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Fernanda Iriarte
Taller Verano Creación Literaria

Escribo cuando la vida no me da otra opción . Siento mucho, y no termino de aprender a escribir ficción.