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Tic tac

Carlos d'BufFo
Taller Verano Creación Literaria
6 min readJun 25, 2020

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El capitán del barco pirata avanzaba a través de la jungla y sus hombres lo seguían sin decir palabra. Dudaba del indio que los guiaba pues era un territorio más grande de lo que parecía desde el barco y él no encontraba ninguna diferencia entre lo que veía ahora y lo que había visto dos días antes, cuando habían dejado atrás la costa: todo era verde y marrón entre sol y sombra, húmedos árboles y hojas de todos los tonos, pero sin ningún cambio salvo por la silueta de las montañas recortadas en el horizonte.

Caminaba impasible, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura colgaba un odre de cuero casi vacío de agua, por primera vez en años porque siempre había estado lleno de ron. Del otro lado pendía su arma, cuyo peso se adaptaba a su cuerpo como si hubiese nacido con ella, en una funda tan bien aceitada que la espada sarracena entraba y salía como si cortara el aire. Así también cortaba los cuerpos, desde la primera vez que había derramado sangre. Su ropa ya era incolora, como la lluvia o el polvo y estaba empapada entre el calor y la humedad. Llevaba una camisa de cuello abierto, con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano y un pantalón de tela basta y con costuras desgastadas.

Cuando el calor sofocante dio paso al sol sesgado del atardecer, el indio se detuvo. Así lo había hecho el día anterior porque era hora de armar el campamento, antes de que la oscuridad los dejara a merced de los animales. Como piratas, estaban acostumbrados a dormir en hamacas, pero el hacerlo entre las ramas superiores de los árboles no dejaba de incomodarlos. Por eso les tomaba tanto tiempo colgarlas y necesitaban luz de día para hacerlo. Mientras algunos de sus hombres instalaban garfios y otros cazaban animales para comer, el capitán discutió el mapa con el indio que los guiaba. No era fácil entenderse prácticamente a señas pero, aparentemente, lo hacían y el indio sabía hacia dónde dirigirse. De acuerdo con lo que señalaba en el mapa, a esas horas del siguiente día, estarían en el lugar marcado por la equis. En este punto, la conversación fue interrumpida por los hombres que habían vuelto con la caza y ya estaban haciendo fuego para cocinar. El capitán decidió dejar el itinerario del día siguiente para más tarde y se unió a sus hombres para comer, beber y fumar un poco, en la isla abundaba la hierba del diablo, la que producía dulces sueños, pesadillas y… muerte, decía el indio; pero la noche ameritaba una celebración. Estaban muy cerca del gran tesoro.

Después de lo que parecieron sólo un par de horas, el capitán se dirigió hacia el noroeste, tenía la garganta seca y el indio lo encaminó hacia el río, señalándole que siguiera el sonido de los tambores que provenía del otro lado de la isla. Entre las copas de los árboles, que ocultaban por completo el cielo sobre su cabeza, volaban diminutas hadas luminosas que hacían parte del follaje menos negro que el resto y el pirata avanzó siguiéndolas mientras sentía el barro y las hojas bajo sus botas, con la brújula en la mano, aunque sin mirarla hasta que llegó a una pequeña cala en donde, gracias a la luna ahora libre de ramas y vegetación, se dio cuenta de que lo que llevaba en la mano no era la brújula sino el reloj: tic, tac, tic, tac.

El pirata sonrió, cavilando sobre el tiempo y la oscuridad, cuando notó un movimiento en el agua. A una decena de metros de él algo emergió. Primero se elevó una onda, luego una gran burbuja y en seguida, rompiendo la fría superficie, salió una cabeza, con largos cabellos y ojos inmensos, seguida por un cuello femenino y un cuerpo delgado y hermoso y luego… no hubo piernas, una cola se sacudió sobre las aguas, no la cola de un pez sino la de un… cocodrilo. Una “sirena” de otra raza, que se movía, lentamente, con una oscura majestad entre las aguas que borraban por instantes su forma real y daban la impresión de que la más bella de las mujeres avanzaba, medio sumergida, en su dirección. Hasta que se detuvo, con sus grandes ojos brillantes mirando fijamente al capitán. Abrió la boca y de ella brotó un sonido que tenía un alucinante parecido con la voz humana: “¿tapa lara? ¿Cala bara? ¿Debe lek?” era como si hiciera claras y casi desesperadas preguntas en una lengua extraña. El capitán observaba a la criatura, que no parecía temerle. Algo tronó en las rocas cercanas y la criatura volteó. El pirata supo que tenía oídos. Después de un momento volvió a clavar su mirada en él y el capitán pudo ver la luna menguante, que iluminaba el cielo, reflejada en sus ojos.

“¿Leve lek?” sonó mucho más cerca. El agua invadió sus botas y subió por sus piernas hasta que la sintió en la entrepierna. Y en ese momento se dio cuenta de que se había metido sin notarlo, probablemente atraído por la sirena, que ahora era un cocodrilo en toda forma y estaba apenas a medio metro de distancia, con las fauces abiertas y llenas de colmillos entremezclados con pedazos de concha y… ¿huesos?*. El pirata estiró el brazo instintivamente y la criatura se lanzó a una velocidad que contradecía sus anteriores movimientos. El capitán sintió una llama de dolor en la mano izquierda pero no se dio tiempo para pensar en ello. Tomó impulso con los tacones de sus pesadas botas y consiguió alejarse un poco. “¿ola dola?” preguntó la monstruosidad mientras el pirata encogía el brazo y veía desaparecer su mano izquierda, con todo y su reloj, dentro de la monstruosa boca. “¿Duka lina? ¿Cufe Ka?” El pirata logró salir del agua y el cocodrilo fue tras él. Desenvainó la espada presionando el antebrazo para detener la funda mientras la mano derecha tomaba la empuñadura de madera y hierro, cubierta de sangre por el muñón que tenía ahora en lugar de mano y que le dolía como fuego ardiente. Asestó el golpe intentando atravesar la piel del cocodrilo pero fue como pretender cortar piedra. “¿Laka laka?” preguntó la bestia mientras el pirata retrocedía pensando que se trataba de un monstruo inteligente, que lo había atraído y seguramente lo habría devorado de no haberse librado de la ensoñación. El tacón de una de sus botas dio con una piedra que sobresalía entre la arena y tropezó, a punto de caer. El cocodrilo se detuvo una vez más, como cuando aún parecía sirena y algo había tronado en las rocas. “¿Alga chok?” El pirata clavó la espada bajo la piedra con la que había tropezado. Estaba medio enterrada, pero haciendo palanca consiguió liberarla y levantarla rechinando los dientes, ignorando el dolor que sentía en el muñón izquierdo al clavarse los bordes afilados en la carne abierta. “¿Laka…?”, empezó a preguntar la monstruosidad, momento que aprovechó el pirata para tirarle la piedra con toda su fuerza. Sonó como si se quebraran un montón de ramitas al romperse algún hueso de la cola del cocodrilo que se agitó salvajemente convirtiendo sus preguntas en zumbidos de dolor, abriendo y cerrando las mandíbulas en el vacío, tragando guijarros y montones de arena.

El pirata levantó su espada y empezó a andar hacia atrás, asegurándose de que el cocodrilo no se liberara, cuando se convirtió en una mancha lejana, desvió la mirada y vomitó. Entonces se sentó. Cubrió el muñón con hierba del diablo y, a pesar del agudo dolor, lo quemó para que dejara de sangrar. Se quedó ahí sentado, simplemente, temblando, preguntándose si no tendría una infección, cómo se las arreglaría en el mundo sin su mano izquierda o si la bestia fantástica no le habría inoculado algún veneno que ya estaría moviéndose dentro de él.

Miró al cielo. Decidió que, si lograba sobrevivir hasta el amanecer, se despediría de su vida hasta no cobrar venganza. No se iría de la isla hasta cazar y matar al cocodrilo. No dejaría Nunca Jamás hasta haberlo abierto en canal y haber recuperado su reloj.

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