Amarga Dulzura

Miguel Ángel
Taller Verano Creación Literaria
57 min readJul 30, 2020

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Photo by Agustin Mariano Quezada on Unsplash

Una joven fresca y linda para los pocos que la conocieron. Era una chica de rasgos finos, con una mirada dulce y un porte y personalidad que hubieran enamorado a cualquiera. Tenía una complexión delgada pero fornida, cabello negro y corto del que se distinguían rizos rebeldes, y tenía una tez morena y suave, como el caramelo de las manzanas que comía en las ferias de verano y que la llevaron al que sería su destino.

El hombre que trabajaba en el puesto de manzanas pedía siempre y de rodillas el turno de la tarde a su jefe, para tener la oportunidad de ver a la joven comer las manzanas que tenían el color de su piel. Era un tipo que no era muy atractivo, ni muy fornido, pero admiraba a aquella chica que iba al puesto de su padre casi desde que eran niños.

El día que finalmente se atrevió a invitarla a salir, después de casi diez veranos, ella aceptó e inició un romance que ambos gozaron al límite. Finalmente, llegó el día trágico de primavera en que la chica llegó más temprano a su casa, que ahora compartían, tras haber sido víctima de uno de tantos recortes de personal que tenían como intención “hacer un cambio en el sistema burocrático” (llevando consigo la pérdida del empleo de la chica y otras miles de personas). Los vecinos fueron testigos de gritos, insultos y uno que otro cristal roto, cuando finalmente salió el sujeto con una maleta de tamaño mediano y una chica con el aspecto de una prostituta, de piel blanca y cenicienta, con el cabello rizado café y enmarañado tomando su brazo. Parecía una pareja de casados saliendo de la iglesia mientras la gente lanzaba sobre ellos el arroz, aunque en este caso no era arroz, sino ropa, jarrones de cristal que al caer se rompían en mil pedazos e insultos, todas cayendo desde la ventana de planta alta. La dulce chica de tez morena no acudió ese año a comer la manzana de verano que tanto amaba, ni salió por dos semanas de su propiedad presa de la fatiga que trae la tristeza cuando se termina un ciclo con alguien a quien consideramos importante en nuestras vidas. Y los primeros días se reprochó el haber puesto fin a su relación, creyendo que en realidad lo necesitaba. Pero, tras noches de profunda meditación, se dio cuenta de cuánto daño emocional le había hecho el tipo

Se decidió que dicho episodio no la haría desmoronarse, así que salió adelante; consiguió empleo y encontró la paz. Una paz temporal, claro.

Pasados los meses, una cruda noche de invierno, llegó exhausta a su casa. Tomó la llave, abrió la puerta y estuvo a punto de prender la luz como de costumbre, cuando se percató de que alguien le había ayudado ya con eso. Entró con prisa dentro del apartamento, hurgando en sus propios cajones para asegurarse de que no le hubieran robado las pocas joyas que no había empeñado. Las contó minuciosamente mientras reflexionaba la extraña razón de que ninguno de los vecinos, ni la molesta anciana entrometida de la esquina, haya notificado algún movimiento anormal en su casa. Aún más extrañada de que la puerta estuviera cerrada con seguro comenzó a buscar, aún en planta baja, alguna ventana rota o que hubiera dejado abierta por accidente antes de ir a trabajar. Un reflejo de luz llamó su atención sobre el brazo del sillón más cercano a la puerta de entrada. Mientras reconocía a distancia el origen del brillo, con miedo de tocarlo en caso de verse obligada a denunciar con la policía y borrar algún rastro de huellas dactilares, un sonido seco y discreto sonó en la planta alta.

Con el corazón en la garganta, se quitó los tacones y subió de puntillas; temía asustar a quién fuera que se encontrara en su casa. Sacó el teléfono del bolsillo de su abrigo y no hizo el más mínimo intento por prenderlo cuando recordó claramente el dichoso mensaje de batería baja en la pantalla; se odió por no llevar consigo un cargador al trabajo.

“Algo se me ha de ocurrir, gritaré tan fuerte que la entrometida de la esquina vendrá aunque esté en el tercer sueño. No, mejor saltaré por la ventana; antes rota que muerta”.

Con la algo tonta idea en mente, sus latidos se estabilizaron un poco. El discreto sonido de sus pies descalzos y el crujir de sus tobillos se vio interrumpido por un nuevo sonido, esta vez más reconocible; alguien se había sentado en la cama. Llegó un escalofrío seguido de latidos que sintió como golpes en el pecho. Subió con la misma precaución y divisó una silueta sobre la cama. La puerta de su habitación estaba abierta; la luz de la luna entraba distorsionada por la cortina traslúcida a través de la extensa ventana que conectaba su habitación con la calle. Ahora a gatas, recordando los tiempos de universidad cuando volvía a casa a altas horas de la noche, siguió su camino y se sentó en el último escalón.

— Linda, ¿eres tú?

La voz era conocida para ella, la odiaba y de eso estaba segura. Su corazón no cesó de latir como un martillo. Recordó entonces todas aquellas noches que pasó en vela pensando que lo necesitaba y recordó que ella ya no lo necesitaba más a él. Recordó el profundo daño que causó porque era alguien posesivo y celoso que no la dejaba vivir en verdad. Recordó el chantaje y las cadenas que la ataban a quedarse a su lado antes de pensar siquiera en asistir a una reunión con sus viejas amigas de la facultad. Lloró amargamente y rió al mismo tiempo por haberse sentido débil en su propia casa, por haber sentido pena.

El vendedor de manzanas encendió la luz acercándose con cuidado a la chica que lloraba al igual que él.

— ¿Qué haces aquí? — dijo con voz temblorosa, débil y llena de una clara ira — ¿Qué demonios haces aquí? Te dejé muy claro que ya no te quería volver a ver…

Su propio llanto la interrumpió. Levantó la mirada y vio los ojos del chico cargados de lágrimas y tristeza. Vio sus ojos y sintió una profunda pena por él. Pero fue él quien la había dañado con sus infidelidades y humillaciones.

— Por favor, escúchame. Tengo que hablar contigo — sollozó y siguió en un hilillo de voz — . Sé que han pasado meses, pero aún te amo. La chica no era nadie, lo juro, no significaba nada para mí, pero tú eres especial. No he dejado de pensar en ti, por eso vengo aquí, a rogarte que volvamos a ser felices juntos.

— ¡Cállate! Me humillaste y engañaste cuando estuvimos juntos. No sabes cuánto te he odiado — siguió llorando con fuerza.

— Ya te dije que lo siento — una sonrisa se formó en su rostro y rió compulsivamente — . No podemos dejar esto aquí, quiero volver contigo. Entiende cómo me siento…

— Y, ¿tú entiendes cómo me sentí cada vez que me humillaste?, ¡o cuando me fuiste infiel!

Ambos lloraban, el hombre ahora con menos intensidad. Extendió su mano hacia la mejilla de la chica y la empezó a acariciar con suavidad. La chica retiró su rostro de la tosca mano que lo tocaba. La mano insistió y se deslizó hacia el cuello de la joven.

— Para, por favor.

El joven no atendió la orden y siguió moviéndose entre la mejilla y el cuello de la chica. Ella tomó su mano con delicadeza y la lanzó al aire. La mano insistió y ella la volvió a quitar, esta vez con más fuerza. Los movimientos de la mano se tornaron más toscos que antes y ella seguía retirándola con fuerza. Ella se paró de donde se encontraba en un movimiento rápido.

— Te dije que pares. Yo no te amo, debes entender esa parte. No te amo, jamás volveré a amarte ni a tenerte la misma confianza que te tenía.

Se desmoronó y cayó en sus brazos. Él la recibió en un abrazo y ella soltó leves golpecitos sobre su pecho, retirándose de él.

— Te amo, ya te lo dije. Te ruego que volvamos a ser felices…

— ¿Felices? ¿Quién te dijo que era feliz a tu lado?, y si lo demostré ¿crees que lo sería nuevamente? Te odio, o-de-i-o ya no te voy a amar nunca más. Defraudaste mi confianza una vez, no voy a arriesgarme una vez más. Ya no puedo ni quiero amarte. No te amo, no te amo, no…

En un movimiento rápido, el hombre la tenía contra la pared con un cuchillo de cocina amenazando su cuello.

— Siempre fuiste una maldita interesada. ¿Recuerdas la noche en que te pregunté por nuestra boda? Respondiste que querías un hermoso anillo de oro de mil kilates con un diamante tan puro como el agua de Magallanes — con una risa siniestra y en un tono irónico agregó — . Llegaste directo al cajón de las joyas pero no te percataste que el de los cubiertos estaba tan abierto como iglesia en domingo.

— Te lo ruego, no me mates, por favor te lo pido. Seré tu novia, amante, lo que sea, pero no me cortes el cuello. Por favor te lo pido — dijo entre lágrimas de desesperación, para luego agregar en un tono dulce — . Es más, cariño, dormirás aquí esta noche y mañana por la mañana te acompañaré a tu casa para que traigas tus cosas.

Siguió llorando mientras apartaba la mano que la amenazaba con el cuchillo. Ésta cedió al inicio mientras el vendedor de manzanas parecía meditar con cuidado lo que estaba pasando. Su maníaca sonrisa se había desvanecido y ahora mantenía el rostro serio. La mano se volvió a tensar y amenazó nuevamente el cuello de la joven.

— Tú no irás a ningún lado. Te quedarás aquí, desconectaré toda señal que te conecte al mundo de afuera, sellaré las ventanas en la mañana y te quedarás aquí haciendo, ya sabes, cosas de una verdadera mujer.

— Pero, ¿qué pasará con mi trabajo?, debo entregar mi carta de renuncia y…

— ¡A callar, mujer! La redactarás y firmarás tú, yo la llevaré a tu trabajo y diré que estás enferma o algo se me ha de ocurrir. Todo lo debemos hacer a más tardar mañana por la mañana. Y entonces — agregó con una sonrisa que recordaba la del gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas — , volveremos a ser felices como antes.

— Sí, mi amor, volveremos a ser felices como lo éramos antes del incidente que cometí.

La chica tomó al tipo de la mejilla y la acarició con un rayo de esperanza en sus ojos que su verdugo confundió con cariño. El joven tiró el cuchillo al suelo y la abrazó con fuerza. La besó y ella lo intentó besar. El aliento que él exhalaba con fuerza en su cuello era desagradable y desprendía un repugnante aroma. La cargó en sus brazos y la llevó a la habitación, no sin antes poner el seguro a la puerta y poner enfrente una silla en la que la chica acostumbraba poner su ropa antes de irse a dormir; esa noche no lo hizo.

Volteando a ver la luz de la luna, buscando en ella un consuelo a su desgracia, le pedía la libertad que le había quitado aquel hombre. La contemplaba en medio de aquel cielo estrellado mientras sentía que la mano le empezaba a escocer por las esposas que la ataban a la cama. El lazo que cubría su boca era el que acostumbraba llevar con frecuencia a la feria de verano.

Amaneció, algo que la joven empezaba a lamentar; hubiera preferido morir mientras dormía. El hombre se despertó apenas los primeros rayos de sol brillaron en el horizonte. Despertó con un baboso beso a la joven, que apenas había encontrado algo de paz en el sueño pese a que las manos le lastimaban y se había despertado sintiendo la asfixia de la venda que cubría sus labios. Ella despertó con una mueca de asco en el rostro y lo vio. El vendedor de manzanas — que fuera del verano trabajaba como psicólogo escolar que llevaba desempleado meses porque los docentes y alumnos lo consideraban algo tétrico y creían que antes debía buscar terapia él que darla — ya se había vestido y estaba listo para comenzar a clavar tablas de madera en las ventanas.

— Buenos días, preciosa. Yo que tú, comenzaba a redactar la carta de renuncia, que en un santiamén va a estar remodelada nuestra casa, cariño — le dio otro beso pegajoso a la joven, en el cuello, mientras le quitaba la venda de la boca.

— Sí, cielo, como digas.

— Ah, por cierto, quiero que me hagas el desayuno antes porque muero de hambre.

Y, tal como prometió, el tipo terminó de poner las tablas en las ventanas, desconectó las líneas de teléfono y desactivó la electricidad de toda la casa en tan poco tiempo que parecía que se dedicara a hacer eso con frecuencia. La bella joven hizo huevos revueltos para el desayuno con algo de pan. Sonó el timbre, un sonido que antes era sinónimo de esconderse sin hacer el sonido más mínimo para no abrir, pero ahora la chica se esforzó por fingir que era habitual abrir la puerta a cualquiera que la tocara. Caminó en dirección a la puerta con paso apurado. El hombre salió del baño de planta baja con los pantalones sin abotonar aún, notablemente nervioso tras escuchar los pasos de la chica acercándose a la puerta dispuesta a abrirla.

— Yo abriré, ni te molestes en acercarte a la puerta — dijo casi susurrando. Después agregó en voz notablemente más alta, como si quisiera decirlo al exterior y no a ella — . Vuelve a la cocina, cielo, parece que algo se está quemando.

Ella obedeció, pese a que el olor que había en la cocina era el del delicioso desayuno que acababa de preparar y era consciente de que nada se quemaba. Él abrió la puerta lentamente; primero sólo un poco para asomar su ojo a través del pequeño orificio y, después de dudar un segundo, la abrió por completo.

— Buenos días, por lo que veo ya se llevan bien de nuevo — dijo en un tono que combinaba la ironía y la soberbia típica de su voz la vecina entrometida de la esquina, una anciana muy corpulenta de cabello corto y gris que vestía un vestido con estampado de leopardo y colores dorados, llevaba consigo un bastón del mismo diseño y lentes rectangulares de gota — . Digo, porque cuando salió de esta casa la última vez con la mona esa, su novia le gritó que…

— Ya sé qué gritó mi novia, señora. ¿Qué se le ofrece?

— Venía a preguntar si no tendrían una tacita de azúcar que me regale. Aquí tengo la tacita que no le devolví a la señora la vez pasada que me dio, sirve que sabe que sus cosas están en buenas manos — dijo mientras sacaba de su bolso de mano una taza navideña y soltó una risita tímida. Comenzó a abrir el pasador de la reja de la propiedad con la mano libre sin siquiera preguntar.

— No se moleste — dijo el tipo apurado, mientras se abotonaba el pantalón — , yo iré por la taza.

El tipo recibió la taza por entre las rejas sin siquiera abrirla. Extrañada, la mujer intentó ver a través de la puerta emparejada. El tipo entró en la casa y cerró la puerta detrás de sí. La señora sacó un abanico y se refrescó pese a que era una mañana helada.

La chica se encontraba dentro; se sobresaltó cuando oyó los pasos amenazantes de su raptor y cerró con agilidad nerviosa el cajón cercano. Frente a ella había un plato verde y uno blanco, ambos con comida, que colocó sobre el desayunador circular; en el centro de ésta había una canasta con pan dentro. El hombre entró con violencia abriendo la pesada puerta toscamente.

— ¿Acaso la vieja pide azúcar a diario? Qué molestia — deslizó la taza sobre la barra pero la chica no la alcanzó y cayó al suelo. Comenzó a levantar los restos aturdida — . ¡El azúcar primero!, lo que quiero es que se vaya cuanto antes.

La mujer, con la vista baja, comenzó a buscar compulsivamente entre los cajones de medicamentos, de cubiertos, como si desconociera su casa, hasta que finalmente encontró la alacena y una taza nueva en dónde poner el azúcar. Se la dio en la mano mientras él aguardaba pensativo, recargado sobre la barra. Sin decir una palabra, dejó nuevamente a la chica sola en la cocina.

— ¿Todo bien ahí adentro? me pareció escuchar algo romperse — dijo la anciana cuando el hombre le entregó la taza tras haberse acercado con paso de elefante hacia ella. Se asomó nuevamente a través de la puerta emparejada.

— Todo bien, ¿algo más que se le ofrezca?

— Nada, gracias. Vendré mañana nuevamente a revisar que todo esté bien.

La vieja volvió a su casa con paso cojo y el hombre, sin decir más, regresó al interior de la casa, cerró la puerta y entró a la cocina con la chica, que lo aguardaba con el desayuno servido. Se sentó a la mesa, frente a él estaba un plato verde oscuro con un apetitoso huevo revuelto servido en salsa. La joven sonrió discreta.

El novio contempló unos segundos su plato, después dirigió la mirada al plato blanco con huevo en salsa que tenía la fémina para regresarla nuevamente al suyo. Tomó ambos platos al mismo tiempo y los cambió haciendo malabares para no derramar su contenido. La chica apenas tocó su desayuno.

— ¿Por qué no tragas? Está envenenado, ¿cierto? — dijo amenazante el tipo.

— No, sólo no tengo mucha hambre hoy, querido — contestó ella.

— ¡Cómelo! — gritó con rabia. Lanzó su tenedor lleno de salsa a la mesa, que rebotó quedando al borde de ésta, y se disponía a tomar el cuchillo del pan.

La chica no pensó dos veces y comió casi todo el huevo en una sola cucharada, con lágrimas en las mejillas. El tipo se limitó a colocar el cuchillo cerca de sí y volvió a lo suyo. Ella lo miró con miedo. Al terminar él, sorbiendo como cerdo la salsa que quedó en el plato, le pidió a punta de cuchillo que ella hiciera lo mismo.

Terminada y firmada la carta de renuncia, el hombre salió con el sobre en la mano y una maleta rosa. Explicó al entregar la carta que su novia se encontraba terriblemente indispuesta, que no se podía parar de cama y tenía vómito; cosa que no era mentira del todo, pues tras intentar vomitar lo más que pudo, cedió ante el cansancio y cayó rendida tras sentir como un gran logro el haber recogido la cocina y haber hecho una sopa de pasta. Tras una profunda oscuridad, abrió los ojos creyendo que se había quedado ciega. Se desmintió cuando dos luces la cegaron.

— Buenas noches, vecino, disculpe que lo moleste otra vez — la anciana se acercó a la ventana del auto después de que el individuo lo haya aparcado frente a la casa. La vieja no desaprovechó la oportunidad de asomar la cabeza al interior del vehículo, poniendo especial atención en un jarrón con flores y prosiguió — . Qué bonito que vuelvan a vivir juntos, y qué bonito detalle las flores. Sólo quería decirle que su esposa no me ha abierto y ya llevo un buen rato aquí afuera tocando. Venía a pedir más azuquitar, que se me tiró toda hace rato, pero ya me preocupé.

— Despreocúpese, está indispuesta hoy; seguro está tomando una siesta — tras una pausa preguntó — . Y, ¿cómo está su hijo?

— Ya lleva un buen rato que no me visita, tristemente. Me retiro, ya mañana vuelvo por lo del azúcar. A ver si me invitan un cafecito y yo llevo galletas. Adiós.

El hombre sólo asintió en señal de despedida y esperó a que la corpulenta mujer entrara a su morada para él entrar a la que había declarado como suya. Cargó a la joven que, atontada, seguía en el piso sin saber porqué. Puso su duplicado de llaves en el brazo del sillón y la llevó a la cama.

— Buenas noches, mi vida, a mí no me vas a hacer tonto nunca, ya lo viste.

Tras comprobar que la chica en serio estuviera dormida, metió a la casa su equipaje, jarrones corrientes de cristal y metió en uno las flores, poniendo a un lado la etiqueta que decía; “Por una vida juntos, y que ni la muerte nos separe. Te amo, S…”. Comprobó una vez más que ella estuviera dormida y tomó un baño y se afeitó. Al salir del baño, tomó una de las blusas de lentejuela rosada y un mallón del mismo color que encontró en el armario, así como un par de guantes de tul elegantes y un tocado para el cabello que estaban guardados en el buró; un conjunto que su novia acostumbraba llevar a su puesto de manzanas. Se roció en los perfumes de ella y se vistió con el conjunto. La chica, aún drogada, escuchó el lejano sonido de un cajón de la cocina abrirse y cerrarse, y después el sonido de la puerta abrirse y cerrarse, y luego el de la reja abrirse y cerrarse; rió como recordando un mal chiste “llegaste directo al cajón de las joyas pero no te percataste que el de los cubiertos estaba tan abierto como…” recordó, y durmió de nuevo.

A la mañana siguiente, el tipo seguía dormido. Un conjunto de ropa de adornos llamativos que le traía malos recuerdos reposaba sobre la silla que ya no detenía la puerta. El hombre a su lado olía a jabón neutro y un muy leve olor a cloro, un olor agradable y que sus ronquidos olorosos convertían en lo contrario. Se paró de la cama y de puntillas se dirigió a la cocina, extrañada de haber despertado sin esposas aquella mañana.

“¿Qué habrá hecho anoche que volvió tan cansado para ponerme siquiera la venda? Seguramente ya lo sé, pero no lo quiero aceptar”.

Abrió la puerta — orgullosa de mantener sus puertas y ventanas aceitadas — y bajó las escaleras con la posición de un flamenco. Sus articulaciones se quejaban con cada paso que daba y sentía las piernas cansadas al extremo, como si no hubieran despertado del todo. Entró en la cocina y la vio impecable, muy distinta a como la había dejado ella la tarde anterior. El olor a cloro era aún más fuerte aquí que en la cama. Esta vez abrió el cajón de los cuchillos antes que cualquier otro. Los contó como a las joyas y se aseguró de que fueran todos. A un costado de la tarja se encontraba boca abajo la última taza que prestó a su vecina para darle el azúcar. Admiró los cuchillos, que aún no había guardado, y metió todos menos uno; aquel cuyo olor al líquido desinfectante era mayor. Lo llevó con cuidado entre sus manos y volvió al cuarto asegurándose de cerrar la puerta, sintiéndose insegura de haber cerrado en verdad el cajón de la cocina. Lo envolvió en un listón, no sin antes abrir un agujero discreto en el colchón donde lo guardó cuidando que no destacara su silueta. El hombre se despertó sobresaltado y ella, con un escalofrío de adrenalina y su corazón queriendo salir de su pecho, fingió haber estado dormida todo ese tiempo. Se levantó como si en verdad le importara el individuo que dormía a su lado, y lo consoló con un cálido abrazo diciéndole que todo estaba bien, que sólo fue un mal sueño, que ahí estaba ella y nunca le iba a faltar. Él la besó con pasión y se incorporó de un salto.

— Muero de hambre, ¿qué me preparaste?

— No he preparado nada de comer aún, cielo, espera y te haré algo delicioso.

— Creí escucharte bajar a la cocina, por eso supuse que habías cocinado.

La chica le dio otro beso y se dirigió a la cocina una vez más. Encontró una olla de sopa en el refrigerador que tenía más de lo que había dejado el día anterior, previo a su desmayo. Preparó lo primero que se le vino en mente mientras el joven la observaba desde el marco de la puerta, viendo cada simple movimiento que ella hacía. Sirvió los desayunos y ambos comieron.

— Veo que limpiaste, no sabía que limpiaras tan bien.

— Como no lo hiciste tú, decidí hacerlo yo. Es la última vez que lo hago.

— Gracias, no te hubieras molestado — volteó a ver la taza en la tarja — , ¿la vecina se acabó el azúcar ayer? Con razón está obesa. ¿Vendrá por más?

— Ya no.

Terminaron de desayunar en silencio. Cuando ella levantó la mesa, el tipo comenzó a buscar en el cajón de los cuchillos algo, y ella sabía qué. Lavando los trastos, sintió el frío filo del cuchillo en su cuello. Permaneció inmóvil, mientras el agua helada seguía cayendo.

— ¿Dónde está? — susurró en su oído con ese olor desagradable de su boca que se combinaba con el del jabón.

— Yo…

— No me digas que no sabes, querida, te morirás ahora mismo si no me dices dónde está el cuchillo con mango de plástico.

— ¿Por qué te interesa ese cuchillo?, hay más, amor.

— Ese cuchillo va a matarte si descubro que lo has tomado tú, ¿oíste? — sin esperar respuesta alguna, deslizó el filo del cuchillo en el cuello de la joven y agregó ahora hablando con claridad — . Hoy quiero que uses ese mallón que llevabas al puesto de manzanas cuando nos conocimos, te hice el favor de sacar el conjunto del armario mientras guardaba mis cosas. Te hace ver muy bien, bonita.

Salió después de haberse vestido y comido un plato de la sopa del refrigerador, dejando atada con una soga a la joven, a quien obligó a comer un plato de la sopa que, antes con pasta solamente, ahora tenía albóndigas algo crudas. Ella no se podía rehusar viendo en su cuello el filoso cuchillo de pan que, aunque resultaba menos imponente que el que ella tenía escondido, le causaba un profundo miedo. Así pues, el tipo salió con todos los cuchillos que había en el cajón en una mochila que llevó consigo. Antes de salir, recordó un detalle y le quitó los guantes, encerrándola con llave. La joven no podía gritar, ni desatarse; era inútil seguir intentándolo. Vio el suelo, las paredes, las ventanas selladas, lloró amargamente, se sintió miserable, atada en aquella silla en la planta baja. Vino a ella como un relámpago el recuerdo del cuchillo en el colchón y el aún inexistente momento de su muerte a manos de un psicópata a quien alguna vez creyó lindo, con quien tuvo un romance de verdad y con quien ahora tenía un romance cuyo lazo era su vida. Pero ella no quería ser recordada como la víctima que murió en manos de su novio. Sus pensamientos volaban en su cabeza, pensando cómo salir de una situación como aquella. Vio las flores frescas en el jarrón y habló en su mente, como si no tuviera los labios cubiertos con una venda, como si ellas la escucharan telepáticamente; y les contó cuánto odiaba al tipo, les pidió ayuda, que le contestaran con un sólo movimiento de sus hojas. Las rosas tan rojas como la sangre y con espinas tan afiladas como un cuchillo dejaron caer un pétalo. Habló con ellas hasta que se quedó dormida. Despertó diez minutos después, cuando creía que estaba muerta ya, que su opresor había encontrado el cuchillo en su lado de la cama y que la mató en sueños. Un golpe en la mejilla la tiró al suelo junto con la silla que la ataba; no tuvo manos con qué detenerse. Aturdida y adolorida en el suelo se vio obligada a despertarse, mientras los gritos retumbaban como campanadas en su cabeza, sintiendo cada palabra como martillos golpeándola.

— ¿Dónde demonios está el maldito cuchillo, mujer? — el vendedor de manzanas caminaba desesperado alrededor de la silla tirada. Parecía que quería arrancarse el cabello — Te dije que si lo encuentro en la casa, te mato; a menos que me digas dónde lo pusiste — con paso apurado se dirigió a la cocina.

Cayó el cajón con los cubiertos, seguido del de los medicamentos y el de los manteles. Luego frascos de vidrio, de plástico y bolsas con alimentos. Después platos, vasos, tazas. Terminado el estruendo en la cocina volvió al lado de su pareja y se hincó para desatarla. La tomó del cabello y la obligó a pararse. Él corrió hacia los otros cajones de la planta baja y los abrió con la misma premura, tirando las joyas, los manteles, los jarrones de vidrio cortado. La pobre chica se alejaba con miedo de donde se encontraba su raptor, tropezando con la silla, con uno que otro mueble hasta topar con el trinchador sobre el que permanecían inmóviles las flores frescas, en el jarrón corriente. Caían las veladoras, velas, el ajedrez heredado. La chica se quedó inmóvil, apoyada en el trinchador, sintiéndolo como un espacio seguro, junto a las flores con las que había compartido sus sentimientos y que le habían contestado dejando caer el pétalo más rojo que cargaba su tallo. Tomó el jarrón y sacó las flores. El individuo seguía buscando inútilmente entre los cajones, se dirigió hacia el trinchador con pasos toscos y rápidos. Ella colocó con delicadeza las flores sobre el mueble y lanzó el jarrón asustada, dando un grito. Éste cayó justo en frente del camino, haciendo tropezar al amenazante hombre y aumentar a su vez su rabia. Volvió a jalar su cabello y la lanzó a un lado. Abrió los cajones del trinchador sin encontrar lo que buscaba, tirando los vinos, el estéreo, las copas.

— ¿A dónde vas, maldita?, vuelve aquí — dijo cuando la mujer subió corriendo los escalones en dirección a la habitación. Caminó detrás de ella gritando maldiciones.

Descolgó del perchero su mochila, que había puesto ahí antes de despertar a la chica con una bofetada, y sacó de ella un par de cuchillos, que sostenía colocando sus pulgares detrás del mango de cada uno; siguiendo las reglas del libro de asesinos: “si no quieres herirte al asesinar a alguien con un cuchillo, pon el pulgar detrás del mango”. Siguió su camino, exhalando como toro a cada paso que daba. Entró en la habitación y volvió a golpear a la chica en el rostro, cuidando que el cuchillo que tenía en la mano no la cortara aún.

— ¿Dónde está?, yo sé que lo tienes tú, lo escondiste porque eres una cobarde — la tiró al suelo, donde lo veía con terror mientras lloraba. No se movía, sintiéndose presa del gran terror que le causaba aquel hombre. Él la vio a los ojos y soltó los cuchillos, como si lo hubiera hipnotizado con su mirada tan dulce como las manzanas con caramelo que los trajo hasta aquí.

Se hincó con cuidado, intentando no asustarla, pero ella se deslizó por el suelo, adolorida, alejándose del horrible hombre que la tenía aprisionada. Él no dejaba de acercarse, dirigiendo sus enormes manos hacia las mejillas de su víctima.

— Perdóname, mi vida, no sé qué pensaba. Ningún cuchillo tiene tanta importancia como tú para mí — comenzó a llorar, se puso de cuclillas y la intentó abrazar — . Fui el peor, no sabes cómo lo lamento, perdóname, por favor, yo te amo en serio, mi vida — en contra de su voluntad y porque no era capaz de moverse, la tomó entre sus brazos, la cargó y la besó mientras ella se apartaba. La besó con ese horrible aliento que tenía, y tan asqueroso era el beso que parecía lamerla en realidad.

Ella tenía la vista perdida, confundida, preguntándose si la culpa había sido suya por esconder el cuchillo sin su permiso, o por haberse despertado antes que él, o por no haberle preparado el desayuno; simplemente no sabía porqué él la trataba así ni si era su culpa lo que estaba pasando, si en realidad merecía que la azotara cuantas veces fuera necesario.

— ¿Me puedes decir ahora por qué lo buscas con tanto fervor? — dijo ella con una voz que parecía venir de ultratumba. Él la vio con los ojos llenos de lágrimas y la colocó con cuidado sobre la cama. Se sentó a su lado.

— No puedo decirte — le contestó indiferente. Sin decir más, tomó la mano de su amada y la aprisionó en las esposas que la ataban, esta vez, a la pata de la cama del extremo opuesto a aquel en que acostumbraba dormir la chica. Finalmente tomó el listón y cubrió sus labios. Ella no se opuso, esta vez sin la necesidad de que un filo amenazara su cuello.

El hombre dormía con esos olorosos ronquidos que no la dejaban dormir a ella. Pero lo que más sueño le quitaba era pensar en las últimas palabras que le dijo antes de atarla. No podía decir qué había hecho, pero ella estaba segura de que había sido un crimen, algo horrible que probablemente haría con ella si no escapaba cuanto antes. El gran problema que había, era que ella no tenía cómo escapar, no iba a lograrlo nunca mientras siguiera siendo la presa de ese lunático que la dejaba atada mientras él no estaba en casa. Acudió a su mente el recuerdo del pétalo de la rosa cayendo; el pétalo más rojo. Pero el cuchillo que había escondido estaba del otro extremo de la cama. Miró en dirección de la puerta cerrada con seguro con la silla frente a ella, y vio a los pies de ésta el cuchillo serrado que dejó caer cuando ambos chocaron sus miradas. Forcejeando y lastimando la mano que tenía esposada, intentó alcanzarlo con la que tenía libre. Mientras más cerca se encontraba, forcejeando y apoyándose en la mano aprisionada, más estrecho se hacía el aro de las esposas que la ataban. Pese a intentar no mover mucho la cama, ésta emitía los chirridos de los resortes que, entre el silencio de la noche interrumpido tan sólo por los ronquidos, sonaban tan fuertes y claros, y la cama movía consigo la cabecera que se golpeaba contra la pared y emitía el ruido seco de la madera chocando. La bestia se volteó de lado, sus rugidos cesaron un momento y, en aquella oscuridad, parecía haberse volteado para ver a su presa fijamente. La chica quedó paralizada, no movió ni un músculo pese a que sentía acalambrado el brazo y las esposas se encajaron en su muñeca. Esperó. Los ronquidos continuaron. La chica finalmente tomó el cuchillo y lo contempló mientras éste reflejaba la poca luz de luna que se hacía espacio entre las tablas de la ventana. Volvió a su posición, acostada con el brazo torcido, y dirigió el filo a su muñeca, que estaba ya muy herida. Reflexionó un momento y comenzó a llorar. Volvió a ver en el filo el reflejo de la luz y vio como si se tratara de un espejo, al tipo durmiendo con tranquilidad, sin esposas lastimando sus muñecas, sin el temor de que alguien más fuerte que él lo pueda matar. Lo vio y sintió rabia. Entonces, después de un grito que se ahogaba, maldiciendo entre pesadas gárgaras que causaban que las palabras se volvieran ininteligibles, los ronquidos cesaron. La luna fue testigo de que la preocupación del sujeto por morir en manos de alguien más fuerte que él, seguiría siendo motivo del cuál no ocuparse.

Lloró de alegría; sintió libertad. Con nula experiencia en lo que acababa de hacer, lo primero que hizo fue despojarse de las esposas físicas que la ataban a su cama. Buscó la llave entre la ropa ensangrentada y la encontró en el calcetín del cadáver. Burlándose de su condición, le rascó la planta del pie esperando que se riera. Fue hasta entonces que pareció percatarse de que estaba muerto. Se quitó las esposas y se sentó en la cama, al lado del cuerpo, pensando en qué haría ahora. Se limitó a tomar una ducha y bajar a la planta baja para dormir en la sala. Durmió como no había dormido en mucho tiempo.

Al amanecer desconoció en dónde se encontraba; jamás había dormido en el sillón de la sala de su casa, mucho menos con las ventanas selladas. Después de desayunar algo, comenzó a pensar en qué hacer con el cadáver que había sobre su cama; simplemente lo tomó con dificultad, lo arrastró desde la cama a la enorme maleta que colocó sobre el suelo y que aún así no creía usar nunca. Puso muy bien dobladas las cobijas, las sábanas y la colcha junto con el cuerpo. Cuando intentó cerrar el cierre, éste no cedió por más que ella intentó aplastarlo y acomodarlo de otras maneras, pero no cedía. Tomó dos bolsas de plástico y el cuchillo que la había librado, envolvió éste último en una de las sábanas como ella hizo consigo en una de las bolsas para no mancharse y, después de forcejeos, arcadas, náuseas y alguna que otra maldición, lo hizo caber en la maleta, finalizando con una sola exhalación de alivio. Bajó la maleta golpeándola de lado a lado, escuchando el horripilante sonido que hacían las bolsas cuando hacían chocar entre ellas las vísceras y los otros órganos, un sonido viscoso y desagradable. La puso en la entrada, frente a la puerta, y se dio una ducha. Tras vestirse con un bello vestido color amarillo con verde, puso nuevas sábanas en la cama, leyó algo, comió lo que quedaba de la sopa del refrigerador, dormitó un poco; no iba a esconder un cuerpo en plena luz del día, pero tampoco sentía las ganas o energía para limpiar el desastre. Llegada la noche, se puso un abrigo y se disponía a salir, pero no encontró su llave en ningún lado y la puerta tenía el seguro puesto. Sobre el brazo del sillón en que había dormido, sin haber sido perturbadas, el duplicado de la llave del hombre seguía ahí. Ella las vio y sin pensarlo las tomó y tomó las llaves de su auto. Sin saber cómo lo logró, subió en el maletero la enorme maleta que pesaba más que cualquier otra cosa que hubiera cargado en su vida entera. También puso algo de su ropa y dinero en otra mochila por si había necesidad de dormir unas noches, o su vida entera, en algún motel barato.

Echó a andar el carro sin encender el motor — por suerte la calle era una colina de bajada — y sin encender las luces, pues creyó que la vieja entrometida de la esquina pensaría que se dedicaba al oficio de la calle a espaldas de su novio y ahora iría con la excusa de ir por azúcar para regañarla y tacharla de infiel. Cuando llegó el momento de doblar por la calle hacia la derecha, Prendió el motor y las luces para continuar su camino. Se dirigía a un viejo lago que quedaba en el medio de la nada de una carretera poco transitada, en que los pocos carros que se habían atrevido a viajar ahí encontraban algo de compañía en los camiones de cerveza o leche que utilizaban el camino como excusa para cobrar más a sus jefes so pretexto de que se vieron obligados a cargar gasolina con el dinero de su bolsillo; y sí, era ilegal. El viejo lago había estado allí desde que era una niña, y cuando iba con sus padres, según recordaba, sólo había a lo mucho un anciano que en ese momento seguro se encontraba ya muerto.

Iba en la carretera, a altas velocidades entre las curvas pronunciadas por temor a que alguien sospechara algo, sin ser consciente de que eso atrajo la atención del coche patrulla que ahora la seguía. Iba a ceder ante el policía, buscando con la mano en la mochila que había atrás su carnet de conducir. Cuando lo encontró, desvió la mirada un segundo para asegurarse de que en efecto se trataba del carnet de conducir. Volvió la mirada nuevamente hacia el camino, cuando, como si se tratara de una alucinación, salió de la nada entre la oscuridad un lobo negro que la vio fijamente, con una aparente sonrisa en el hocico. Desvió el carro moviendo hacia la derecha el volante con un movimiento súbito y brusco.

Entre la hierba y hacia el precipicio rodó el automóvil. El techo del carro la aplastó, los vidrios del parabrisas y la ventana se enterraron en su cuerpo, sus huesos cedieron ante la presión del auto que los aplastó con sus componentes, un filo que venía desde adentro del mismo se enterró en su cuerpo y, al final, inhaló en un único respiro corto con que olió las flores del valle que rodeaba el lago y exhaló en un pequeño suspiro débil.

— Quisiste verme sufrir con tu adiós una vez, ¿acaso quisiste verme así? ¿débil una vez más? — tosió débil escupiendo algo de sangre — , pero no lo haré. Quiero sobrevivir y voy a sobrevivir — dijo antes de dejar de respirar para siempre.

La policía trajo refuerzos para sacar de ahí el automóvil. Sacaron el cadáver que iba al volante y luego inspeccionaron el automóvil. Vieron las llaves de la casa, el carnet de conducir, la mochila atrás del asiento del copiloto y, después de un gran esfuerzo para abrir el maletero, vieron ante sí la enorme maleta. La abrieron con sumo cuidado y se dieron cuenta de que no realizarían una, sino dos autopsias.

Identificaron los dos cadáveres antes de hacer cualquier otra cosa.Verificaron que la credencial de la bella mujer que se hubiera visto hermosa en vida, en verdad fuera suyo. Después de eso se encontró en ambos estómagos restos de sopa y carne humana. La chica tenía en su muñeca indicios de que al parecer se había intentado suicidar, tal vez después de haber asesinado al sujeto que llevaba en una maleta en el maletero, pues sus huellas dactilares en el cuchillo y el cuerpo indicaban que ella había sido la asesina. Las esposas que iban en la maleta probablemente eran con las que lo había sometido antes de matarlo. Iba a esconder el cadáver en el lago al que pocos acudían

Viajaron hasta su morada, donde encontraron todo hecho un desastre; jarrones de vidrio en el suelo, los muebles rayados, cuchillos en una mochila que no tenían huellas dactilares por alguna extraña razón; tal vez había usado guantes cuando cometió su horripilante acto. Tal vez habían peleado en un arranque de celos de uno de los dos. Sobre el trinchador había bellas flores que tenían el nombre de la joven; un acto de caballerosidad de su presunto novio. En la cocina el frasco de jarabe para el insomnio tenía las huellas de la mujer, tal vez había intentado envenenar al tipo. Subieron a la habitación y notaron que las sábanas de la maleta eran de la medida de la cama y en una de las almohadas había un cabello que concordaba con el adn del tipo. Al inspeccionar la cama, encontraron en el colchón un cuchillo envuelto en una venda, rociado con cloro; podía haber más víctimas. El único duplicado que encontraron era el que ella traía consigo antes del accidente. La

Una joven fresca y linda para los pocos que la conocieron. Era una chica de rasgos finos, con una mirada dulce y un porte y personalidad que hubieran enamorado a cualquiera. Tenía una complexión delgada pero fornida, cabello negro y corto del que se distinguían rizos rebeldes, y tenía una tez morena y suave, como el caramelo de las manzanas que comía en las ferias de verano y que la llevaron al que sería su destino.

El hombre que trabajaba en el puesto de manzanas pedía siempre y de rodillas el turno de la tarde a su jefe, para tener la oportunidad de ver a la joven comer las manzanas que tenían el color de su piel. Era un tipo que no era muy atractivo, ni muy fornido, pero admiraba a aquella chica que iba al puesto de su padre casi desde que eran niños.

El día que finalmente se atrevió a invitarla a salir, después de casi diez veranos, ella aceptó e inició un romance que ambos gozaron al límite. Finalmente, llegó el día trágico de primavera en que la chica llegó más temprano a su casa, que ahora compartían, tras haber sido víctima de uno de tantos recortes de personal que tenían como intención “hacer un cambio en el sistema burocrático” (llevando consigo la pérdida del empleo de la chica y otras miles de personas). Los vecinos fueron testigos de gritos, insultos y uno que otro cristal roto, cuando finalmente salió el sujeto con una maleta de tamaño mediano y una chica con el aspecto de una prostituta, de piel blanca y cenicienta, con el cabello rizado café y enmarañado tomando su brazo. Parecía una pareja de casados saliendo de la iglesia mientras la gente lanzaba sobre ellos el arroz, aunque en este caso no era arroz, sino ropa, jarrones de cristal que al caer se rompían en mil pedazos e insultos, todas cayendo desde la ventana de planta alta. La dulce chica de tez morena no acudió ese año a comer la manzana de verano que tanto amaba, ni salió por dos semanas de su propiedad presa de la fatiga que trae la tristeza cuando se termina un ciclo con alguien a quien consideramos importante en nuestras vidas. Y los primeros días se reprochó el haber puesto fin a su relación, creyendo que en realidad lo necesitaba. Pero, tras noches de profunda meditación, se dio cuenta de cuánto daño emocional le había hecho el tipo

Se decidió que dicho episodio no la haría desmoronarse, así que salió adelante; consiguió empleo y encontró la paz. Una paz temporal, claro.

Pasados los meses, una cruda noche de invierno, llegó exhausta a su casa. Tomó la llave, abrió la puerta y estuvo a punto de prender la luz como de costumbre, cuando se percató de que alguien le había ayudado ya con eso. Entró con prisa dentro del apartamento, hurgando en sus propios cajones para asegurarse de que no le hubieran robado las pocas joyas que no había empeñado. Las contó minuciosamente mientras reflexionaba la extraña razón de que ninguno de los vecinos, ni la molesta anciana entrometida de la esquina, haya notificado algún movimiento anormal en su casa. Aún más extrañada de que la puerta estuviera cerrada con seguro comenzó a buscar, aún en planta baja, alguna ventana rota o que hubiera dejado abierta por accidente antes de ir a trabajar. Un reflejo de luz llamó su atención sobre el brazo del sillón más cercano a la puerta de entrada. Mientras reconocía a distancia el origen del brillo, con miedo de tocarlo en caso de verse obligada a denunciar con la policía y borrar algún rastro de huellas dactilares, un sonido seco y discreto sonó en la planta alta.

Con el corazón en la garganta, se quitó los tacones y subió de puntillas; temía asustar a quién fuera que se encontrara en su casa. Sacó el teléfono del bolsillo de su abrigo y no hizo el más mínimo intento por prenderlo cuando recordó claramente el dichoso mensaje de batería baja en la pantalla; se odió por no llevar consigo un cargador al trabajo.

“Algo se me ha de ocurrir, gritaré tan fuerte que la entrometida de la esquina vendrá aunque esté en el tercer sueño. No, mejor saltaré por la ventana; antes rota que muerta”.

Con la algo tonta idea en mente, sus latidos se estabilizaron un poco. El discreto sonido de sus pies descalzos y el crujir de sus tobillos se vio interrumpido por un nuevo sonido, esta vez más reconocible; alguien se había sentado en la cama. Llegó un escalofrío seguido de latidos que sintió como golpes en el pecho. Subió con la misma precaución y divisó una silueta sobre la cama. La puerta de su habitación estaba abierta; la luz de la luna entraba distorsionada por la cortina traslúcida a través de la extensa ventana que conectaba su habitación con la calle. Ahora a gatas, recordando los tiempos de universidad cuando volvía a casa a altas horas de la noche, siguió su camino y se sentó en el último escalón.

— Linda, ¿eres tú?

La voz era conocida para ella, la odiaba y de eso estaba segura. Su corazón no cesó de latir como un martillo. Recordó entonces todas aquellas noches que pasó en vela pensando que lo necesitaba y recordó que ella ya no lo necesitaba más a él. Recordó el profundo daño que causó porque era alguien posesivo y celoso que no la dejaba vivir en verdad. Recordó el chantaje y las cadenas que la ataban a quedarse a su lado antes de pensar siquiera en asistir a una reunión con sus viejas amigas de la facultad. Lloró amargamente y rió al mismo tiempo por haberse sentido débil en su propia casa, por haber sentido pena.

El vendedor de manzanas encendió la luz acercándose con cuidado a la chica que lloraba al igual que él.

— ¿Qué haces aquí? — dijo con voz temblorosa, débil y llena de una clara ira — ¿Qué demonios haces aquí? Te dejé muy claro que ya no te quería volver a ver…

Su propio llanto la interrumpió. Levantó la mirada y vio los ojos del chico cargados de lágrimas y tristeza. Vio sus ojos y sintió una profunda pena por él. Pero fue él quien la había dañado con sus infidelidades y humillaciones.

— Por favor, escúchame. Tengo que hablar contigo — sollozó y siguió en un hilillo de voz — . Sé que han pasado meses, pero aún te amo. La chica no era nadie, lo juro, no significaba nada para mí, pero tú eres especial. No he dejado de pensar en ti, por eso vengo aquí, a rogarte que volvamos a ser felices juntos.

— ¡Cállate! Me humillaste y engañaste cuando estuvimos juntos. No sabes cuánto te he odiado — siguió llorando con fuerza.

— Ya te dije que lo siento — una sonrisa se formó en su rostro y rió compulsivamente — . No podemos dejar esto aquí, quiero volver contigo. Entiende cómo me siento…

— Y, ¿tú entiendes cómo me sentí cada vez que me humillaste?, ¡o cuando me fuiste infiel!

Ambos lloraban, el hombre ahora con menos intensidad. Extendió su mano hacia la mejilla de la chica y la empezó a acariciar con suavidad. La chica retiró su rostro de la tosca mano que lo tocaba. La mano insistió y se deslizó hacia el cuello de la joven.

— Para, por favor.

El joven no atendió la orden y siguió moviéndose entre la mejilla y el cuello de la chica. Ella tomó su mano con delicadeza y la lanzó al aire. La mano insistió y ella la volvió a quitar, esta vez con más fuerza. Los movimientos de la mano se tornaron más toscos que antes y ella seguía retirándola con fuerza. Ella se paró de donde se encontraba en un movimiento rápido.

— Te dije que pares. Yo no te amo, debes entender esa parte. No te amo, jamás volveré a amarte ni a tenerte la misma confianza que te tenía.

Se desmoronó y cayó en sus brazos. Él la recibió en un abrazo y ella soltó leves golpecitos sobre su pecho, retirándose de él.

— Te amo, ya te lo dije. Te ruego que volvamos a ser felices…

— ¿Felices? ¿Quién te dijo que era feliz a tu lado?, y si lo demostré ¿crees que lo sería nuevamente? Te odio, o-de-i-o ya no te voy a amar nunca más. Defraudaste mi confianza una vez, no voy a arriesgarme una vez más. Ya no puedo ni quiero amarte. No te amo, no te amo, no…

En un movimiento rápido, el hombre la tenía contra la pared con un cuchillo de cocina amenazando su cuello.

— Siempre fuiste una maldita interesada. ¿Recuerdas la noche en que te pregunté por nuestra boda? Respondiste que querías un hermoso anillo de oro de mil kilates con un diamante tan puro como el agua de Magallanes — con una risa siniestra y en un tono irónico agregó — . Llegaste directo al cajón de las joyas pero no te percataste que el de los cubiertos estaba tan abierto como iglesia en domingo.

— Te lo ruego, no me mates, por favor te lo pido. Seré tu novia, amante, lo que sea, pero no me cortes el cuello. Por favor te lo pido — dijo entre lágrimas de desesperación, para luego agregar en un tono dulce — . Es más, cariño, dormirás aquí esta noche y mañana por la mañana te acompañaré a tu casa para que traigas tus cosas.

Siguió llorando mientras apartaba la mano que la amenazaba con el cuchillo. Ésta cedió al inicio mientras el vendedor de manzanas parecía meditar con cuidado lo que estaba pasando. Su maníaca sonrisa se había desvanecido y ahora mantenía el rostro serio. La mano se volvió a tensar y amenazó nuevamente el cuello de la joven.

— Tú no irás a ningún lado. Te quedarás aquí, desconectaré toda señal que te conecte al mundo de afuera, sellaré las ventanas en la mañana y te quedarás aquí haciendo, ya sabes, cosas de una verdadera mujer.

— Pero, ¿qué pasará con mi trabajo?, debo entregar mi carta de renuncia y…

— ¡A callar, mujer! La redactarás y firmarás tú, yo la llevaré a tu trabajo y diré que estás enferma o algo se me ha de ocurrir. Todo lo debemos hacer a más tardar mañana por la mañana. Y entonces — agregó con una sonrisa que recordaba la del gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas — , volveremos a ser felices como antes.

— Sí, mi amor, volveremos a ser felices como lo éramos antes del incidente que cometí.

La chica tomó al tipo de la mejilla y la acarició con un rayo de esperanza en sus ojos que su verdugo confundió con cariño. El joven tiró el cuchillo al suelo y la abrazó con fuerza. La besó y ella lo intentó besar. El aliento que él exhalaba con fuerza en su cuello era desagradable y desprendía un repugnante aroma. La cargó en sus brazos y la llevó a la habitación, no sin antes poner el seguro a la puerta y poner enfrente una silla en la que la chica acostumbraba poner su ropa antes de irse a dormir; esa noche no lo hizo.

Volteando a ver la luz de la luna, buscando en ella un consuelo a su desgracia, le pedía la libertad que le había quitado aquel hombre. La contemplaba en medio de aquel cielo estrellado mientras sentía que la mano le empezaba a escocer por las esposas que la ataban a la cama. El lazo que cubría su boca era el que acostumbraba llevar con frecuencia a la feria de verano.

Amaneció, algo que la joven empezaba a lamentar; hubiera preferido morir mientras dormía. El hombre se despertó apenas los primeros rayos de sol brillaron en el horizonte. Despertó con un baboso beso a la joven, que apenas había encontrado algo de paz en el sueño pese a que las manos le lastimaban y se había despertado sintiendo la asfixia de la venda que cubría sus labios. Ella despertó con una mueca de asco en el rostro y lo vio. El vendedor de manzanas — que fuera del verano trabajaba como psicólogo escolar que llevaba desempleado meses porque los docentes y alumnos lo consideraban algo tétrico y creían que antes debía buscar terapia él que darla — ya se había vestido y estaba listo para comenzar a clavar tablas de madera en las ventanas.

— Buenos días, preciosa. Yo que tú, comenzaba a redactar la carta de renuncia, que en un santiamén va a estar remodelada nuestra casa, cariño — le dio otro beso pegajoso a la joven, en el cuello, mientras le quitaba la venda de la boca.

— Sí, cielo, como digas.

— Ah, por cierto, quiero que me hagas el desayuno antes porque muero de hambre.

Y, tal como prometió, el tipo terminó de poner las tablas en las ventanas, desconectó las líneas de teléfono y desactivó la electricidad de toda la casa en tan poco tiempo que parecía que se dedicara a hacer eso con frecuencia. La bella joven hizo huevos revueltos para el desayuno con algo de pan. Sonó el timbre, un sonido que antes era sinónimo de esconderse sin hacer el sonido más mínimo para no abrir, pero ahora la chica se esforzó por fingir que era habitual abrir la puerta a cualquiera que la tocara. Caminó en dirección a la puerta con paso apurado. El hombre salió del baño de planta baja con los pantalones sin abotonar aún, notablemente nervioso tras escuchar los pasos de la chica acercándose a la puerta dispuesta a abrirla.

— Yo abriré, ni te molestes en acercarte a la puerta — dijo casi susurrando. Después agregó en voz notablemente más alta, como si quisiera decirlo al exterior y no a ella — . Vuelve a la cocina, cielo, parece que algo se está quemando.

Ella obedeció, pese a que el olor que había en la cocina era el del delicioso desayuno que acababa de preparar y era consciente de que nada se quemaba. Él abrió la puerta lentamente; primero sólo un poco para asomar su ojo a través del pequeño orificio y, después de dudar un segundo, la abrió por completo.

— Buenos días, por lo que veo ya se llevan bien de nuevo — dijo en un tono que combinaba la ironía y la soberbia típica de su voz la vecina entrometida de la esquina, una anciana muy corpulenta de cabello corto y gris que vestía un vestido con estampado de leopardo y colores dorados, llevaba consigo un bastón del mismo diseño y lentes rectangulares de gota — . Digo, porque cuando salió de esta casa la última vez con la mona esa, su novia le gritó que…

— Ya sé qué gritó mi novia, señora. ¿Qué se le ofrece?

— Venía a preguntar si no tendrían una tacita de azúcar que me regale. Aquí tengo la tacita que no le devolví a la señora la vez pasada que me dio, sirve que sabe que sus cosas están en buenas manos — dijo mientras sacaba de su bolso de mano una taza navideña y soltó una risita tímida. Comenzó a abrir el pasador de la reja de la propiedad con la mano libre sin siquiera preguntar.

— No se moleste — dijo el tipo apurado, mientras se abotonaba el pantalón — , yo iré por la taza.

El tipo recibió la taza por entre las rejas sin siquiera abrirla. Extrañada, la mujer intentó ver a través de la puerta emparejada. El tipo entró en la casa y cerró la puerta detrás de sí. La señora sacó un abanico y se refrescó pese a que era una mañana helada.

La chica se encontraba dentro; se sobresaltó cuando oyó los pasos amenazantes de su raptor y cerró con agilidad nerviosa el cajón cercano. Frente a ella había un plato verde y uno blanco, ambos con comida, que colocó sobre el desayunador circular; en el centro de ésta había una canasta con pan dentro. El hombre entró con violencia abriendo la pesada puerta toscamente.

— ¿Acaso la vieja pide azúcar a diario? Qué molestia — deslizó la taza sobre la barra pero la chica no la alcanzó y cayó al suelo. Comenzó a levantar los restos aturdida — . ¡El azúcar primero!, lo que quiero es que se vaya cuanto antes.

La mujer, con la vista baja, comenzó a buscar compulsivamente entre los cajones de medicamentos, de cubiertos, como si desconociera su casa, hasta que finalmente encontró la alacena y una taza nueva en dónde poner el azúcar. Se la dio en la mano mientras él aguardaba pensativo, recargado sobre la barra. Sin decir una palabra, dejó nuevamente a la chica sola en la cocina.

— ¿Todo bien ahí adentro? me pareció escuchar algo romperse — dijo la anciana cuando el hombre le entregó la taza tras haberse acercado con paso de elefante hacia ella. Se asomó nuevamente a través de la puerta emparejada.

— Todo bien, ¿algo más que se le ofrezca?

— Nada, gracias. Vendré mañana nuevamente a revisar que todo esté bien.

La vieja volvió a su casa con paso cojo y el hombre, sin decir más, regresó al interior de la casa, cerró la puerta y entró a la cocina con la chica, que lo aguardaba con el desayuno servido. Se sentó a la mesa, frente a él estaba un plato verde oscuro con un apetitoso huevo revuelto servido en salsa. La joven sonrió discreta.

El novio contempló unos segundos su plato, después dirigió la mirada al plato blanco con huevo en salsa que tenía la fémina para regresarla nuevamente al suyo. Tomó ambos platos al mismo tiempo y los cambió haciendo malabares para no derramar su contenido. La chica apenas tocó su desayuno.

— ¿Por qué no tragas? Está envenenado, ¿cierto? — dijo amenazante el tipo.

— No, sólo no tengo mucha hambre hoy, querido — contestó ella.

— ¡Cómelo! — gritó con rabia. Lanzó su tenedor lleno de salsa a la mesa, que rebotó quedando al borde de ésta, y se disponía a tomar el cuchillo del pan.

La chica no pensó dos veces y comió casi todo el huevo en una sola cucharada, con lágrimas en las mejillas. El tipo se limitó a colocar el cuchillo cerca de sí y volvió a lo suyo. Ella lo miró con miedo. Al terminar él, sorbiendo como cerdo la salsa que quedó en el plato, le pidió a punta de cuchillo que ella hiciera lo mismo.

Terminada y firmada la carta de renuncia, el hombre salió con el sobre en la mano y una maleta rosa. Explicó al entregar la carta que su novia se encontraba terriblemente indispuesta, que no se podía parar de cama y tenía vómito; cosa que no era mentira del todo, pues tras intentar vomitar lo más que pudo, cedió ante el cansancio y cayó rendida tras sentir como un gran logro el haber recogido la cocina y haber hecho una sopa de pasta. Tras una profunda oscuridad, abrió los ojos creyendo que se había quedado ciega. Se desmintió cuando dos luces la cegaron.

— Buenas noches, vecino, disculpe que lo moleste otra vez — la anciana se acercó a la ventana del auto después de que el individuo lo haya aparcado frente a la casa. La vieja no desaprovechó la oportunidad de asomar la cabeza al interior del vehículo, poniendo especial atención en un jarrón con flores y prosiguió — . Qué bonito que vuelvan a vivir juntos, y qué bonito detalle las flores. Sólo quería decirle que su esposa no me ha abierto y ya llevo un buen rato aquí afuera tocando. Venía a pedir más azuquitar, que se me tiró toda hace rato, pero ya me preocupé.

— Despreocúpese, está indispuesta hoy; seguro está tomando una siesta — tras una pausa preguntó — . Y, ¿cómo está su hijo?

— Ya lleva un buen rato que no me visita, tristemente. Me retiro, ya mañana vuelvo por lo del azúcar. A ver si me invitan un cafecito y yo llevo galletas. Adiós.

El hombre sólo asintió en señal de despedida y esperó a que la corpulenta mujer entrara a su morada para él entrar a la que había declarado como suya. Cargó a la joven que, atontada, seguía en el piso sin saber porqué. Puso su duplicado de llaves en el brazo del sillón y la llevó a la cama.

— Buenas noches, mi vida, a mí no me vas a hacer tonto nunca, ya lo viste.

Tras comprobar que la chica en serio estuviera dormida, metió a la casa su equipaje, jarrones corrientes de cristal y metió en uno las flores, poniendo a un lado la etiqueta que decía; “Por una vida juntos, y que ni la muerte nos separe. Te amo, S…”. Comprobó una vez más que ella estuviera dormida y tomó un baño y se afeitó. Al salir del baño, tomó una de las blusas de lentejuela rosada y un mallón del mismo color que encontró en el armario, así como un par de guantes de tul elegantes y un tocado para el cabello que estaban guardados en el buró; un conjunto que su novia acostumbraba llevar a su puesto de manzanas. Se roció en los perfumes de ella y se vistió con el conjunto. La chica, aún drogada, escuchó el lejano sonido de un cajón de la cocina abrirse y cerrarse, y después el sonido de la puerta abrirse y cerrarse, y luego el de la reja abrirse y cerrarse; rió como recordando un mal chiste “llegaste directo al cajón de las joyas pero no te percataste que el de los cubiertos estaba tan abierto como…” recordó, y durmió de nuevo.

A la mañana siguiente, el tipo seguía dormido. Un conjunto de ropa de adornos llamativos que le traía malos recuerdos reposaba sobre la silla que ya no detenía la puerta. El hombre a su lado olía a jabón neutro y un muy leve olor a cloro, un olor agradable y que sus ronquidos olorosos convertían en lo contrario. Se paró de la cama y de puntillas se dirigió a la cocina, extrañada de haber despertado sin esposas aquella mañana.

“¿Qué habrá hecho anoche que volvió tan cansado para ponerme siquiera la venda? Seguramente ya lo sé, pero no lo quiero aceptar”.

Abrió la puerta — orgullosa de mantener sus puertas y ventanas aceitadas — y bajó las escaleras con la posición de un flamenco. Sus articulaciones se quejaban con cada paso que daba y sentía las piernas cansadas al extremo, como si no hubieran despertado del todo. Entró en la cocina y la vio impecable, muy distinta a como la había dejado ella la tarde anterior. El olor a cloro era aún más fuerte aquí que en la cama. Esta vez abrió el cajón de los cuchillos antes que cualquier otro. Los contó como a las joyas y se aseguró de que fueran todos. A un costado de la tarja se encontraba boca abajo la última taza que prestó a su vecina para darle el azúcar. Admiró los cuchillos, que aún no había guardado, y metió todos menos uno; aquel cuyo olor al líquido desinfectante era mayor. Lo llevó con cuidado entre sus manos y volvió al cuarto asegurándose de cerrar la puerta, sintiéndose insegura de haber cerrado en verdad el cajón de la cocina. Lo envolvió en un listón, no sin antes abrir un agujero discreto en el colchón donde lo guardó cuidando que no destacara su silueta. El hombre se despertó sobresaltado y ella, con un escalofrío de adrenalina y su corazón queriendo salir de su pecho, fingió haber estado dormida todo ese tiempo. Se levantó como si en verdad le importara el individuo que dormía a su lado, y lo consoló con un cálido abrazo diciéndole que todo estaba bien, que sólo fue un mal sueño, que ahí estaba ella y nunca le iba a faltar. Él la besó con pasión y se incorporó de un salto.

— Muero de hambre, ¿qué me preparaste?

— No he preparado nada de comer aún, cielo, espera y te haré algo delicioso.

— Creí escucharte bajar a la cocina, por eso supuse que habías cocinado.

La chica le dio otro beso y se dirigió a la cocina una vez más. Encontró una olla de sopa en el refrigerador que tenía más de lo que había dejado el día anterior, previo a su desmayo. Preparó lo primero que se le vino en mente mientras el joven la observaba desde el marco de la puerta, viendo cada simple movimiento que ella hacía. Sirvió los desayunos y ambos comieron.

— Veo que limpiaste, no sabía que limpiaras tan bien.

— Como no lo hiciste tú, decidí hacerlo yo. Es la última vez que lo hago.

— Gracias, no te hubieras molestado — volteó a ver la taza en la tarja — , ¿la vecina se acabó el azúcar ayer? Con razón está obesa. ¿Vendrá por más?

— Ya no.

Terminaron de desayunar en silencio. Cuando ella levantó la mesa, el tipo comenzó a buscar en el cajón de los cuchillos algo, y ella sabía qué. Lavando los trastos, sintió el frío filo del cuchillo en su cuello. Permaneció inmóvil, mientras el agua helada seguía cayendo.

— ¿Dónde está? — susurró en su oído con ese olor desagradable de su boca que se combinaba con el del jabón.

— Yo…

— No me digas que no sabes, querida, te morirás ahora mismo si no me dices dónde está el cuchillo con mango de plástico.

— ¿Por qué te interesa ese cuchillo?, hay más, amor.

— Ese cuchillo va a matarte si descubro que lo has tomado tú, ¿oíste? — sin esperar respuesta alguna, deslizó el filo del cuchillo en el cuello de la joven y agregó ahora hablando con claridad — . Hoy quiero que uses ese mallón que llevabas al puesto de manzanas cuando nos conocimos, te hice el favor de sacar el conjunto del armario mientras guardaba mis cosas. Te hace ver muy bien, bonita.

Salió después de haberse vestido y comido un plato de la sopa del refrigerador, dejando atada con una soga a la joven, a quien obligó a comer un plato de la sopa que, antes con pasta solamente, ahora tenía albóndigas algo crudas. Ella no se podía rehusar viendo en su cuello el filoso cuchillo de pan que, aunque resultaba menos imponente que el que ella tenía escondido, le causaba un profundo miedo. Así pues, el tipo salió con todos los cuchillos que había en el cajón en una mochila que llevó consigo. Antes de salir, recordó un detalle y le quitó los guantes, encerrándola con llave. La joven no podía gritar, ni desatarse; era inútil seguir intentándolo. Vio el suelo, las paredes, las ventanas selladas, lloró amargamente, se sintió miserable, atada en aquella silla en la planta baja. Vino a ella como un relámpago el recuerdo del cuchillo en el colchón y el aún inexistente momento de su muerte a manos de un psicópata a quien alguna vez creyó lindo, con quien tuvo un romance de verdad y con quien ahora tenía un romance cuyo lazo era su vida. Pero ella no quería ser recordada como la víctima que murió en manos de su novio. Sus pensamientos volaban en su cabeza, pensando cómo salir de una situación como aquella. Vio las flores frescas en el jarrón y habló en su mente, como si no tuviera los labios cubiertos con una venda, como si ellas la escucharan telepáticamente; y les contó cuánto odiaba al tipo, les pidió ayuda, que le contestaran con un sólo movimiento de sus hojas. Las rosas tan rojas como la sangre y con espinas tan afiladas como un cuchillo dejaron caer un pétalo. Habló con ellas hasta que se quedó dormida. Despertó diez minutos después, cuando creía que estaba muerta ya, que su opresor había encontrado el cuchillo en su lado de la cama y que la mató en sueños. Un golpe en la mejilla la tiró al suelo junto con la silla que la ataba; no tuvo manos con qué detenerse. Aturdida y adolorida en el suelo se vio obligada a despertarse, mientras los gritos retumbaban como campanadas en su cabeza, sintiendo cada palabra como martillos golpeándola.

— ¿Dónde demonios está el maldito cuchillo, mujer? — el vendedor de manzanas caminaba desesperado alrededor de la silla tirada. Parecía que quería arrancarse el cabello — Te dije que si lo encuentro en la casa, te mato; a menos que me digas dónde lo pusiste — con paso apurado se dirigió a la cocina.

Cayó el cajón con los cubiertos, seguido del de los medicamentos y el de los manteles. Luego frascos de vidrio, de plástico y bolsas con alimentos. Después platos, vasos, tazas. Terminado el estruendo en la cocina volvió al lado de su pareja y se hincó para desatarla. La tomó del cabello y la obligó a pararse. Él corrió hacia los otros cajones de la planta baja y los abrió con la misma premura, tirando las joyas, los manteles, los jarrones de vidrio cortado. La pobre chica se alejaba con miedo de donde se encontraba su raptor, tropezando con la silla, con uno que otro mueble hasta topar con el trinchador sobre el que permanecían inmóviles las flores frescas, en el jarrón corriente. Caían las veladoras, velas, el ajedrez heredado. La chica se quedó inmóvil, apoyada en el trinchador, sintiéndolo como un espacio seguro, junto a las flores con las que había compartido sus sentimientos y que le habían contestado dejando caer el pétalo más rojo que cargaba su tallo. Tomó el jarrón y sacó las flores. El individuo seguía buscando inútilmente entre los cajones, se dirigió hacia el trinchador con pasos toscos y rápidos. Ella colocó con delicadeza las flores sobre el mueble y lanzó el jarrón asustada, dando un grito. Éste cayó justo en frente del camino, haciendo tropezar al amenazante hombre y aumentar a su vez su rabia. Volvió a jalar su cabello y la lanzó a un lado. Abrió los cajones del trinchador sin encontrar lo que buscaba, tirando los vinos, el estéreo, las copas.

— ¿A dónde vas, maldita?, vuelve aquí — dijo cuando la mujer subió corriendo los escalones en dirección a la habitación. Caminó detrás de ella gritando maldiciones.

Descolgó del perchero su mochila, que había puesto ahí antes de despertar a la chica con una bofetada, y sacó de ella un par de cuchillos, que sostenía colocando sus pulgares detrás del mango de cada uno; siguiendo las reglas del libro de asesinos: “si no quieres herirte al asesinar a alguien con un cuchillo, pon el pulgar detrás del mango”. Siguió su camino, exhalando como toro a cada paso que daba. Entró en la habitación y volvió a golpear a la chica en el rostro, cuidando que el cuchillo que tenía en la mano no la cortara aún.

— ¿Dónde está?, yo sé que lo tienes tú, lo escondiste porque eres una cobarde — la tiró al suelo, donde lo veía con terror mientras lloraba. No se movía, sintiéndose presa del gran terror que le causaba aquel hombre. Él la vio a los ojos y soltó los cuchillos, como si lo hubiera hipnotizado con su mirada tan dulce como las manzanas con caramelo que los trajo hasta aquí.

Se hincó con cuidado, intentando no asustarla, pero ella se deslizó por el suelo, adolorida, alejándose del horrible hombre que la tenía aprisionada. Él no dejaba de acercarse, dirigiendo sus enormes manos hacia las mejillas de su víctima.

— Perdóname, mi vida, no sé qué pensaba. Ningún cuchillo tiene tanta importancia como tú para mí — comenzó a llorar, se puso de cuclillas y la intentó abrazar — . Fui el peor, no sabes cómo lo lamento, perdóname, por favor, yo te amo en serio, mi vida — en contra de su voluntad y porque no era capaz de moverse, la tomó entre sus brazos, la cargó y la besó mientras ella se apartaba. La besó con ese horrible aliento que tenía, y tan asqueroso era el beso que parecía lamerla en realidad.

Ella tenía la vista perdida, confundida, preguntándose si la culpa había sido suya por esconder el cuchillo sin su permiso, o por haberse despertado antes que él, o por no haberle preparado el desayuno; simplemente no sabía porqué él la trataba así ni si era su culpa lo que estaba pasando, si en realidad merecía que la azotara cuantas veces fuera necesario.

— ¿Me puedes decir ahora por qué lo buscas con tanto fervor? — dijo ella con una voz que parecía venir de ultratumba. Él la vio con los ojos llenos de lágrimas y la colocó con cuidado sobre la cama. Se sentó a su lado.

— No puedo decirte — le contestó indiferente. Sin decir más, tomó la mano de su amada y la aprisionó en las esposas que la ataban, esta vez, a la pata de la cama del extremo opuesto a aquel en que acostumbraba dormir la chica. Finalmente tomó el listón y cubrió sus labios. Ella no se opuso, esta vez sin la necesidad de que un filo amenazara su cuello.

El hombre dormía con esos olorosos ronquidos que no la dejaban dormir a ella. Pero lo que más sueño le quitaba era pensar en las últimas palabras que le dijo antes de atarla. No podía decir qué había hecho, pero ella estaba segura de que había sido un crimen, algo horrible que probablemente haría con ella si no escapaba cuanto antes. El gran problema que había, era que ella no tenía cómo escapar, no iba a lograrlo nunca mientras siguiera siendo la presa de ese lunático que la dejaba atada mientras él no estaba en casa. Acudió a su mente el recuerdo del pétalo de la rosa cayendo; el pétalo más rojo. Pero el cuchillo que había escondido estaba del otro extremo de la cama. Miró en dirección de la puerta cerrada con seguro con la silla frente a ella, y vio a los pies de ésta el cuchillo serrado que dejó caer cuando ambos chocaron sus miradas. Forcejeando y lastimando la mano que tenía esposada, intentó alcanzarlo con la que tenía libre. Mientras más cerca se encontraba, forcejeando y apoyándose en la mano aprisionada, más estrecho se hacía el aro de las esposas que la ataban. Pese a intentar no mover mucho la cama, ésta emitía los chirridos de los resortes que, entre el silencio de la noche interrumpido tan sólo por los ronquidos, sonaban tan fuertes y claros, y la cama movía consigo la cabecera que se golpeaba contra la pared y emitía el ruido seco de la madera chocando. La bestia se volteó de lado, sus rugidos cesaron un momento y, en aquella oscuridad, parecía haberse volteado para ver a su presa fijamente. La chica quedó paralizada, no movió ni un músculo pese a que sentía acalambrado el brazo y las esposas se encajaron en su muñeca. Esperó. Los ronquidos continuaron. La chica finalmente tomó el cuchillo y lo contempló mientras éste reflejaba la poca luz de luna que se hacía espacio entre las tablas de la ventana. Volvió a su posición, acostada con el brazo torcido, y dirigió el filo a su muñeca, que estaba ya muy herida. Reflexionó un momento y comenzó a llorar. Volvió a ver en el filo el reflejo de la luz y vio como si se tratara de un espejo, al tipo durmiendo con tranquilidad, sin esposas lastimando sus muñecas, sin el temor de que alguien más fuerte que él lo pueda matar. Lo vio y sintió rabia. Entonces, después de un grito que se ahogaba, maldiciendo entre pesadas gárgaras que causaban que las palabras se volvieran ininteligibles, los ronquidos cesaron. La luna fue testigo de que la preocupación del sujeto por morir en manos de alguien más fuerte que él, seguiría siendo motivo del cuál no ocuparse.

Lloró de alegría; sintió libertad. Con nula experiencia en lo que acababa de hacer, lo primero que hizo fue despojarse de las esposas físicas que la ataban a su cama. Buscó la llave entre la ropa ensangrentada y la encontró en el calcetín del cadáver. Burlándose de su condición, le rascó la planta del pie esperando que se riera. Fue hasta entonces que pareció percatarse de que estaba muerto. Se quitó las esposas y se sentó en la cama, al lado del cuerpo, pensando en qué haría ahora. Se limitó a tomar una ducha y bajar a la planta baja para dormir en la sala. Durmió como no había dormido en mucho tiempo.

Al amanecer desconoció en dónde se encontraba; jamás había dormido en el sillón de la sala de su casa, mucho menos con las ventanas selladas. Después de desayunar algo, comenzó a pensar en qué hacer con el cadáver que había sobre su cama; simplemente lo tomó con dificultad, lo arrastró desde la cama a la enorme maleta que colocó sobre el suelo y que aún así no creía usar nunca. Puso muy bien dobladas las cobijas, las sábanas y la colcha junto con el cuerpo. Cuando intentó cerrar el cierre, éste no cedió por más que ella intentó aplastarlo y acomodarlo de otras maneras, pero no cedía. Tomó dos bolsas de plástico y el cuchillo que la había librado, envolvió éste último en una de las sábanas como ella hizo consigo en una de las bolsas para no mancharse y, después de forcejeos, arcadas, náuseas y alguna que otra maldición, lo hizo caber en la maleta, finalizando con una sola exhalación de alivio. Bajó la maleta golpeándola de lado a lado, escuchando el horripilante sonido que hacían las bolsas cuando hacían chocar entre ellas las vísceras y los otros órganos, un sonido viscoso y desagradable. La puso en la entrada, frente a la puerta, y se dio una ducha. Tras vestirse con un bello vestido color amarillo con verde, puso nuevas sábanas en la cama, leyó algo, comió lo que quedaba de la sopa del refrigerador, dormitó un poco; no iba a esconder un cuerpo en plena luz del día, pero tampoco sentía las ganas o energía para limpiar el desastre. Llegada la noche, se puso un abrigo y se disponía a salir, pero no encontró su llave en ningún lado y la puerta tenía el seguro puesto. Sobre el brazo del sillón en que había dormido, sin haber sido perturbadas, el duplicado de la llave del hombre seguía ahí. Ella las vio y sin pensarlo las tomó y tomó las llaves de su auto. Sin saber cómo lo logró, subió en el maletero la enorme maleta que pesaba más que cualquier otra cosa que hubiera cargado en su vida entera. También puso algo de su ropa y dinero en otra mochila por si había necesidad de dormir unas noches, o su vida entera, en algún motel barato.

Echó a andar el carro sin encender el motor — por suerte la calle era una colina de bajada — y sin encender las luces, pues creyó que la vieja entrometida de la esquina pensaría que se dedicaba al oficio de la calle a espaldas de su novio y ahora iría con la excusa de ir por azúcar para regañarla y tacharla de infiel. Cuando llegó el momento de doblar por la calle hacia la derecha, Prendió el motor y las luces para continuar su camino. Se dirigía a un viejo lago que quedaba en el medio de la nada de una carretera poco transitada, en que los pocos carros que se habían atrevido a viajar ahí encontraban algo de compañía en los camiones de cerveza o leche que utilizaban el camino como excusa para cobrar más a sus jefes so pretexto de que se vieron obligados a cargar gasolina con el dinero de su bolsillo; y sí, era ilegal. El viejo lago había estado allí desde que era una niña, y cuando iba con sus padres, según recordaba, sólo había a lo mucho un anciano que en ese momento seguro se encontraba ya muerto.

Iba en la carretera, a altas velocidades entre las curvas pronunciadas por temor a que alguien sospechara algo, sin ser consciente de que eso atrajo la atención del coche patrulla que ahora la seguía. Iba a ceder ante el policía, buscando con la mano en la mochila que había atrás su carnet de conducir. Cuando lo encontró, desvió la mirada un segundo para asegurarse de que en efecto se trataba del carnet de conducir. Volvió la mirada nuevamente hacia el camino, cuando, como si se tratara de una alucinación, salió de la nada entre la oscuridad un lobo negro que la vio fijamente, con una aparente sonrisa en el hocico. Desvió el carro moviendo hacia la derecha el volante con un movimiento súbito y brusco.

Entre la hierba y hacia el precipicio rodó el automóvil. El techo del carro la aplastó, los vidrios del parabrisas y la ventana se enterraron en su cuerpo, sus huesos cedieron ante la presión del auto que los aplastó con sus componentes, un filo que venía desde adentro del mismo se enterró en su cuerpo y, al final, inhaló en un único respiro corto con que olió las flores del valle que rodeaba el lago y exhaló en un pequeño suspiro débil.

— Quisiste verme sufrir con tu adiós una vez, ¿acaso quisiste verme así? ¿débil una vez más? — tosió débil escupiendo algo de sangre — , pero no lo haré. Quiero sobrevivir y voy a sobrevivir — dijo antes de dejar de respirar para siempre.

La policía trajo refuerzos para sacar de ahí el automóvil. Sacaron el cadáver que iba al volante y luego inspeccionaron el automóvil. Vieron las llaves de la casa, el carnet de conducir, la mochila atrás del asiento del copiloto y, después de un gran esfuerzo para abrir el maletero, vieron ante sí la enorme maleta. La abrieron con sumo cuidado y se dieron cuenta de que no realizarían una, sino dos autopsias.

Identificaron los dos cadáveres antes de hacer cualquier otra cosa.Verificaron que la credencial de la bella mujer que se hubiera visto hermosa en vida, en verdad fuera suyo. Después de eso se encontró en ambos estómagos restos de sopa y carne humana. La chica tenía en su muñeca indicios de que al parecer se había intentado suicidar, tal vez después de haber asesinado al sujeto que llevaba en una maleta en el maletero, pues sus huellas dactilares en el cuchillo y el cuerpo indicaban que ella había sido la asesina. Las esposas que iban en la maleta probablemente eran con las que lo había sometido antes de matarlo. Iba a esconder el cadáver en el lago al que pocos acudían

Viajaron hasta su morada, donde encontraron todo hecho un desastre; jarrones de vidrio en el suelo, los muebles rayados, cuchillos en una mochila que no tenían huellas dactilares por alguna extraña razón; tal vez había usado guantes cuando cometió su horripilante acto. Tal vez habían peleado en un arranque de celos de uno de los dos. Sobre el trinchador había bellas flores que tenían el nombre de la joven; un acto de caballerosidad de su presunto novio. En la cocina, que tenía un ahora leve olor a cloro, el frasco de jarabe para el insomnio tenía las huellas de la mujer, tal vez había intentado envenenar al tipo. Subieron a la habitación y notaron que las sábanas de la maleta eran de la medida de la cama y en una de las almohadas había un cabello que concordaba con el ADN del tipo. Al inspeccionar la cama, encontraron en el colchón un cuchillo envuelto en una venda, rociado con cloro; podía haber más víctimas. El único duplicado que encontraron era el que ella traía consigo antes del accidente. En el cesto de la ropa sucia había un atuendo curioso color rosado que tenía un cabello cuyo dueño aún no habían encontrado. El conjunto de ropa olía a perfume de mujer y había sido tocado sólo por la mujer al parecer.

Interrogaron a los vecinos. Lo único que habían visto o escuchado fueron los gritos de hace meses y el de alguien usando una blusa de lentejuelas y un mallón rosado dirigirse a altas horas de la noche a la casa de la vecina que tenía fama de entrometida entre los vecinos; ella sería la próxima a interrogar. Tocaron la puerta y nadie abrió. Al entrar, vieron a la pobre anciana asesinada. No tenía huellas dactilares; la mujer había usado sus guantes. El cloro que olía en la cocina era porque, al parecer, quiso borrar todo rastro de que había intentado ocultar a su marido el asesinato que cometió, y por eso el cuchillo tenía también cloro en su superficie. El cabello de la ropa era, en efecto, de la pobre vieja entrometida.

En el trabajo aseguraron que el novio había ido con la vista gacha y tímido a informar que su esposa no se podía parar de la cama; tal vez la mujer se había confundido de desayuno y se había envenenado a sí misma.

La prensa no tardó en meterse en el asunto y en todos los diarios de la ciudad estaba la foto con la cara de la mujer, que habían logrado poner gracias a la credencial de conducir. según las entrevistas que habían hecho a algunos supuestos testigos, supieron que la mujer era alguien dulce y hermosa que se había metido con el empleado que le vendía manzanas de caramelo en la feria de verano. Se le apodó así “la manzana de Blancanieves en todos los medios”, pues era dulce y hermosa por fuera para todos los que la habían conocido, pero estaba podrida y envenenada por dentro.

Y así esta buena persona quedará como una asesina…

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