El recuerdo del 19 de septiembre

“Me encuentro en la explanada de la Facultad de Psicología; Mario y yo desayunamos alrededor de una plática en donde nuestros sentimientos acerca de nuestras experiencias de vida pasadas y la forma en cómo miramos al mundo, nos acompañan. De pronto, siento cómo me sacude el cuerpo un movimiento brusco que proviene de la tierra; escuchamos la alarma sísmica y sin entender qué era lo que estaba pasando, nos dirigimos hacia el punto de reunión más cercano. Veo alrededor, todo se mueve, mi cuerpo se paraliza, mis brazos me hormiguean y poco a poco se me dificulta respirar. Mario me contiene ‘respira conmigo 1, 2, 3… Estoy aquí.’ No entiendo qué es lo que está sucediendo, y miro a las personas asustada, las observo llorando. Mi primer pensamiento fueron mis hermanas; deseo con todo mi corazón tenerlas cerca, saber que están bien. No termina, aquellos minutos son eternos ‘Ya está pasando, ya está pasando…’”

Recuerdo con bastante miedo y angustia aquél día. Pasados algunos momentos después del sismo, intenté comunicarme con mi familia, con mis amigos. Los instantes en los que esperas aquéllos mensajes en los cuales deseas leer “estoy bien”, han sido de los más angustiantes y nerviosos que he experimentado. En la misma explanada, me encontré con algunas amigas, lo primero que hicimos fue abrazarnos; es curiosa la forma en la que una siente esos abrazos solidarios, llenos de empatía frente al desconcierto; sentirme acompañada me sirvió para poder agilizar mis pasos y regresar a casa.

Sinceramente, no puedo recordar con exactitud el trayecto de vuelta a mi hogar, tengo vacíos en mi memoria. Una vez que se nos permitió salir de las instalaciones de la facultad, comienzo a caminar deprisa, la ciudad misma está confundida; musicalizada por las alarmas de la Cruz Roja; todas las personas estamos atentas al celular y circulamos con nuestra mirada en la pantalla, pero no de la forma evasiva y cotidiana. Finalmente, llegué a una avenida menos caótica y logré subirme a un camión. Pasadas quizás unas 3 o 4 horas, estoy en mi hogar, agradezco al infinito que mi familia esté bien físicamente, los abrazo y comenzamos a relatarnos una serie de historias sobre nuestras vivencias, historias muy parecidas a las novelas de ficción.

En cuanto a mi sentir, a pesar de mi sueño intranquilo y de mi constante hiper- sensibilidad al escuchar incluso el timbre de mi casa, procuré mantenerme activa en esas dos semanas, estar al tanto de lo que ocurría, leyendo noticias, yendo a cursos express sobre “capacitación para primeros auxilios”. Me involucré en actividades con brigadas llevando víveres, organizándome con los compañeros estudiantes para tratar de hacer algo, siempre desde la reflexión y la responsabilidad. No fue hasta pasados estos días cuando de pronto, un sábado por la noche, no pude contenerme y el llanto por primera vez en esas semanas me tomó por sorpresa. Entonces, tomé la decisión de alejarme un poco de esta situación en la que mi estado emocional se estaba siendo comprometido.

El calor del colectivo

Durante los días siguientes, percibí una afectividad en el colectivo impresionante; admiraba la forma en la que cada quien desde sus posibilidades y limitaciones, lograba acompañar y procuraba ayudar a quienes, lamentablemente, sufrieron las afectaciones de este suceso. Como lo dijo atinadamente el Doctor Juan Soto profesor de la Facultad, en un artículo publicado recientemente “Si la gente se volcó a las calles con el objetivo de ayudar sin ninguna teoría rimbombante en los bolsillos es casi seguro que lo hizo no porque lo haya aprendido en los libros sino en la vida”. Frente a la emergencia y urgencia en la ciudad, nos rebasó por completo esta situación; la masa, la gente sin nombre ni apellido fue quien reaccionó entre el sufrimiento y la catástrofe, nutrida de esperanza y amor.

Una de las reflexiones que tuve acerca del sismo, es que se trató de una cuestión completamente azarosa; la gente que sobrevivió, personas que fallecieron, quienes perdieron sus hogares, hasta quien se encuentra en este momento viva haciendo investigación sobre esta situación, todas ellas víctimas de la aleatoriedad.

Sobre la deslegitimación de los grupos estudiantiles

Me parece lamentable escuchar las historias acerca de grupos de personas que sin experiencia y con toda la irresponsabilidad del mundo, se atrevieron a dar cursos y capacitaciones sobre cómo “intervenir en crisis” con las personas que padecieron de la tragedia. Mi enojo es sobre todo con respecto a la ligereza con la que me doy cuenta muchas de las personas, en su intento por ayudar, decidieron hacer este tipo de mini talleres sin reflexionar acerca de los riesgos y el cuidado que se debe de tener con la comunidad; al contrario, la postura fue desde el sentido común y sin un análisis crítico sobre lo que significa dar una terapia de intervención en crisis. A pesar de que yo tomé un curso de primeros auxilios (el cual duró dos horas aproximadamente), en este momento me pregunto si el cambio en la realidad por medio de “talleres” tiene una injerencia válida en nuestra sociedad y un cambio oportuno.

Sin embargo, invito a los compañeros a no quedarse solamente con este tipo de ejemplos. Las organizaciones estudiantiles actuamos también ayudando desde otros espacios como lo son grupos de reflexión, analizando protocolos éticos y de seguridad que deben seguirse. Vinculándonos con la comunidad por medio de la consolidación de redes, es decir, sin necesidad de intervenir directamente con las personas, pero sí detectando necesidades básicas en albergues por ejemplo, y conectando a gente profesional para que acuda a los lugares en donde se les requiere. Me parece importante resaltar también que no por ser estudiantes organizados que no tienen el interés de presentarse bajo el escudo de “provenimos de la UNAM” son menos importantes; al contrario, siempre y cuando se actúe desde la organización, la ética y sobre todo la responsabilidad, nosotros como grupo podemos actuar en este tipo de casos y procurar el bien común.

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