Derivas astrológicas y las constelaciones del destino

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Trazados en el cielo, los humanos siempre hemos encontrado mapas para
orientarnos a través de la existencia.

Trazar constelaciones es, tal vez, la máxima actividad humana. Para interpretar la propia existencia, unimos puntos; dibujamos significado, y — en el mismo ejercicio — extraemos un sentido; es decir, una dirección. Solo generando correlaciones entre las cosas que nos rodean podemos descubrir dónde estamos y, quizá, hacia dónde vamos.

Somos seres arrojados al mundo sin más herramientas que nuestro propio cuerpo. La filosofía, desde la modernidad, ha tenido que lidiar con este hecho. No sabemos para qué estamos aquí, ni para dónde debemos caminar. Solo tenemos certeza de un destino que es simultáneamente común e íntimo: el fin de nuestro viaje. Pero es, este mismo sentido terminal, lo que nos impulsa a engrandecer la historia de nuestro transitar por la vida. Y, para orientarnos en el mundo, hemos desarrollado las constelaciones: mapas trazados en el
universo que nos guían a través de la existencia.

Y — aunque algunos lo duden — esos mapas no son puras arbitrariedades o especulaciones; tampoco podrían ser reducidos a supersticiones. Son intuiciones, definitivamente, que se van reforzando en la detección de ciclos y patrones en la gran escala que son el tiempo y el espacio.

La astrología es una de estas herramientas. Nos ha servido, sobre todo, como un espejo: una superficie de representación para explorar las propiedades de uno mismo. Y, también, es un portal entre narrativas pasadas y presentes: punto de anclaje entre lo que ya sabemos, lo que estamos sintiendo y lo que desconocemos o estamos por des-cubrir.

Muchos la ponen en duda, pero, al final, es imposible saber si es el futuro lo que forja nuestras predicciones o las predicciones quienes definen nuestras posibilidades futuras; de manera que, la astrología tiene siempre una consecuencia tangible sobre uno.

Con la mirada hacia el cielo

La astrología, muy posiblemente, comenzó como un medio para develar los patrones inscritos en el cielo, buscando entender cómo estos ciclos afectan a la Tierra. Mirar al cielo era un instinto: tal vez al entender los ritmos y las idas y venidas de los planetas y las estrellas, podríamos coordinarnos con ellos para sembrar mejor y sobrevivir a las inclemencias del clima.

Poco a poco, esta noción se fue extrapolando, desde el territorio hasta el cuerpo. Los planetas terminaron por influir, para diversos imaginarios colectivos, la constitución del espíritu y las narrativas existenciales de los sujetos.

Según el astrónomo Sten Odenwald, hay indicios en el arte rupestre de “esta idea de que los animales y las cosas pueden estar imbuidos de algún tipo de forma espiritual que luego tiene una influencia en ti, y si apaciguas esa forma espiritual, tendrás una caza exitosa.” Eso, explica el científico “fue asumido por la idea de la adivinación, donde realmente puedes mirar las cosas en la naturaleza y estudiarlas cuidadosamente, como la lectura de hojas de té.”

Así, la observación de la naturaleza en busca de respuestas, se ha ido configurando en sistemas cada vez más complejos. La astrología es, según su propia definición, el estudio de las relaciones entre los cuerpos celestes. Y en los calendarios antiguos de diversas culturas es considerable la presencia de signos que marcan de forma irrevocable la vida de personas y comunidades — se aprecia en los registros de sumerios y babilonios; de los antiguos imperios
chinos; entre griegos y romanos; los mayas y mexicas; hindúes y musulmanes.

El calendario zodiacal (del griego, el camino de los animales) de 12 signos que hoy conocemos y da lugar a la práctica del horóscopo (del griego, observar la hora, el tiempo, la temporada) es, de hecho, una compleja combinación del calendario babilónico, los saberes astrológicos de griegos y romanos, el conocimiento egipcio sobre el paso del Sol a través de las
constelaciones (visto desde la Tierra); entre otros sistemas de creencias que se amalgamaron gracias a las múltiples migraciones y conquistas entre grupos indoeuropeos; específicamente cuando Alejandro el Grande tomó Egipto cerca del año 330 antes de Cristo.

“Toda esta idea de que había 12 signos a lo largo del zodíaco que tenían 30 ° de ancho, y [que] el sol se movía a través de estos signos regularmente durante el año, eso fue codificado por Ptolomeo”, explica el astrónomo Odenwald. Así, el primer signo del zodiaco, Aries, se corresponde con el inicio de la primavera.

Otro componente compartido entre los calendarios astrológicos es la presencia de elementos naturales que agrupan cualidades arquetípicas de los signos. En el calendario occidental los cuatro elementos básicos son fuego, aire, tierra y agua. En el chino, que es un poco más joven que el occidental, los elementos son madera, fuego, tierra y metal.

Aunque, como es sabido, las culturas indoeuropeas no fueron las únicas que desarrollaron estos calendarios. Entre los mayas se utilizaba el tzolk’in para interpretar el paso del tiempo en relación a los astros y a la existencia.

Este se conforma por 13 ciclos de 20 días. Cada uno de los días tiene cualidades específicas, dictando, así, los mejores momentos para sembrar, practicar rituales, comerciar, casarse, construir un edificio. Además, las cualidades de los días servían también para asignar nombres a los recién nacidos y adivinar algunas propiedades sobre sus destinos.

Astralidad contemporánea

Junto a la astrología, se ha desarrollado la historia de las objeciones sobre esta práctica. Siempre han existido valiosas críticas a este sistema de interpretación del universo y la existencia humana. Tal vez la más icónica sucedió a finales del siglo XVII, cuando la astronomía concluyó que la Tierra gira en torno al Sol y no viceversa. Pero antes de eso, diversos pensadores ponían en cuestión el funcionamiento del esquema con base en un argumento esencial: es improbable que dos sujetos nacidos al mismo tiempo compartan el
mismo destino.

Estos dos puntos de quiebre no han detenido el desarrollo de la práctica, que se ha ido adaptando a las preguntas existenciales de las nuevas generaciones. Una encuesta hecha en 2014 por la National Science Foundation encontró que más de la mitad de los millennials estadounidenses creen en la astrología y la consideran una disciplina científica.

No es extraño: en este duro contexto de incertidumbre, el flujo de la existencia demanda mapas y sin duda algunos puntos de anclaje fijos — o certezas. Y hoy, la astrología, más que un estudio de las relaciones entre astros, podría ser considerada como el análisis entre las relaciones y patrones de cuerpos celestes y los micro y macro universos que los rodean.

Y nosotros, habitando este planeta, gravitando con él, somos los astros, el centro del universo que nos circunda — como pensaba el astrónomo Giordano Bruno. La astrología es, entonces, más parecida a una terapia, a un camino de autoconocimiento; donde quien forja las constelaciones y quien es responsable de atender o negar los designios del mundo es uno
mismo.

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