Abuelo

Lázaro Ernesto Arias
lazaroarias
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4 min readSep 15, 2022

Aún no entiendo cómo este virus fue a robarle el aliento al viejo más cariñoso del mundo. Que se metiera en su cuarto, le quitara el apetito, las ganas de ver crecer a sus nietos y beber cervezas de un trago, cosas que ni el parkinson pudo. Nunca esperé que a mi abuelo le tocara lidiar con la pandemia, que el oxígeno le fuera tan poco y que la familia sólo pudiera rumiar impotencia.

Sabía que mi abuelo no iba a durarme toda la vida. Él también sabía que sus tiempos mozos pasaron, que esta era la época donde le retoñaban los nietos más grandes. Con los años, su enfermedad crónica lo obligó a escuchar cada vez menos y a leer cada vez más. Siempre tuve reservas cuando le enseñaba un texto, le contaban de algún premio, algo sinflictivo. Escribe, destácate, me decía. No vayas a firmar sin el Yusta, coño, que tú tienes abuelo.

Nunca le conté sobre mis problemas en la Universidad. Evitarle disgustos externos se convirtió en el deporte de toda la familia, ya que de Cuba se mudaron las buenas noticias. El último texto que le di a leer hablaba del Comisionado de la Serie Nacional que abucheamos antes de conocerlo, que hizo las cosas distintas, pero la pandemia se lo arrebató a su familia. “Parece la pasó mal”, solo atinó a decirme.

Pastor Yusta fue un tipo de otra era, de su era. De cuando habían dos canales, se cobraban los trabajos a quilo, las putas a peso y teníamos ese afán por creernos un poco más iguales. A su padre le expropiaron una zapatería, unas tierras, cuando el Estado se tragó los pequeños negocios y propiedades. Años más tarde se convirtió en innovador (anirista) de esa misma zapatería, convertida en fábrica de guantes para la zafra; y ganó una viaje de turismo para contemplar sus utopías a escala soviética.

Abuelo perteneció a la primera línea de aquella generación de cubanos que creyeron había un paso de escalera hasta el socialismo, y cuando vieron todo un doce plantas ya solo podían –querían– subir. Cuando alfabetizó tendría mi edad, una nariz chapucera rematada con bigote y el pelo achorongado, indomable. Cortejó con cine y helados a aquella guajitirita sonriente de 16 años que no dejó escapar nunca. Tendrían tres hijos, cinco nietos y se acercaba el cuarto bisnieto.

A Pastor Yusta tuvieron que negarle viajar a Angola a combatir el apartheid por sus hijos pequeños, y prohibirle aquello requirió una disculpa pública. Nuestros abuelos creyeron en algo más grande que ellos mismos, quién nos creemos para cuestionar sus motivos, quién carajo se puede sentir hoy superior a la generación de sus abuelos.

Lo recuerdo fuerte, pero de lágrima fácil. Se cagaba en Dios de solo equivocar un martillazo. En su casa sólo se adoraban hombres: Fidel, Lenin, Guevara. Me divertía llegar en silencio y pararme a su lado sin que se diera cuenta. Me abrazaba un rato y me hacía un segundo desayuno estuviera o no de acuerdo. Fue medio carpintero, medio zapatero, medio talabartero. Recitaba los motes más célebres del pueblo de Zulueta, tenía historias para isleños, moros y cristianos. Chapurreaba el árabe de sus parientes cuando quería quejarse o maldecir en voz alta. Solo mi abuela o su madre mora lo entendían. Debió ser el moro más comunista del mundo.

Mi abuelo no dejó de sentirse fidelista ni cuando lo echaron del Partido –maroma del destino– por un puñado de dólares que empleó mi abuela en vestir a sus chicos. Con él entendí que los hombres no necesitan ningún carnet que los reafirme. A mi abuelo lo tronaron, como decimos ahora, por el chivatazo de un camarada. Donde yo escribí sobre el Comisionado Ernesto Reynoso, el leyó sobre un ex dirigente del Partido, un alma que consiguió un segundo chance en el reino de este mundo.

Pastorete tuvo los pronóstico en contra y llegó al asalto 15 con los puños arriba. Luchó contra el Parkinson como un grande, para que ahora esta pandemia viniera a retarlo cansado. Mi otro abuelo también tuvo una muerte trágica, pero ahí estuve para cerrarle los ojos. Esta vez no pude despedirme. No estuve para mi madre. Aún no creo que esté hace un año en esa urna. Pienso lo voy a encontrar en casa de mis tíos y me va a preguntar por la tesis, por si escribí algo nuevo, si por fin saqué la licencia. No me gusta hablar de la muerte de mi abuelo, lo cuento porque se me atasca en el pecho una deuda que no se paga con palabras.

Corremos el riesgo, un día cualquiera, que nuestros bisnietos le pregunten a nuestros hijos (sus abuelos), por qué aquella generación de comienzos de siglo perdió a tantos de sus viejos, cómo se marchitaron aquellos sacrosantas utopías. Hace unos años los abuelos morían menos y se despedían como manda la familia. La pandemia no cede, aún condena a gente justa. Estamos dejando a nuestros hijos en aprietos.

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Lázaro Ernesto Arias
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Periodista cubano, de pueblo y de sangre caliente... Escribo por convicción, reciclo historias que con el tiempo prescriben...