Cristiano VII, emperador magno de Europa

Pedro Barata
Tres de añadido
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7 min readMay 19, 2021

La isla de Madeira, en medio del Atlántico, se sitúa en la ultra periferia europea, más cerca de África que de la Europa continental. Archipiélago dependiente del turismo, Madeira se acostumbró a acoger a viajantes europeos que vienen a desconectar, a sacar la cabeza de sus problemas cotidianos. Aquí la gente se ganó el hábito de ser hogar para las distracciones de los demás, sin pensar en poder ser el palco de los grandes relatos que marcan la vida diaria de los que, desde el rico continente, visitan la isla en busca de su oferta de ocio, sol, playa, bellos paisajes y mar. Los madeirenses no esperan ser parte del relato fundamental de Europa, sino un apartado para su distracción.

Si en Madeira la gente no está acostumbrada a soñar con grandes gestas, aún menos para proezas estaba la casa de los Aveiro. Con cuatro hijos, la madre, una heroína, tuvo que ser el eje de estabilidad de una familia en la que el padre era rehén de esa bestia en forma de gotas llamada alcohol. Sin embargo, el menor de los hijos nacidos ahí, un chico delgado y cuerpo espigado, destacó por tener las ideas claras.

Desde la ultra periferia de Europa, en el medio del Atlántico, Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro pronto miró más allá del agua que le rodeaba, para poner sus ojos en Lisboa, primero, y en toda Europa, enseguida. Y es que toda la vida del niño pobre del barrio de la Quinta de Santo António, que antes de tener burbujas en la cara ya vivía en Lisboa, se pasó con la ambición de conquistar Europa.

Para alguien que venía de esa isla perdida en el océano, con un entorno familiar tan complejo, triunfar en la lejana capital del país ya debería suponer una hazaña. Pero la cabeza de Cristiano pronto convirtió hazañas en meras etapas previas a algo más grande. Así fue desde el primer día.

Con tan sólo 17 años, Ronaldo, alto, delgado, pero extraordinariamente coordinado, debutó con el primer equipo del Sporting Clube de Portugal… en una previa de Champions ante el Inter. El prólogo de la relación mágica con Europa. Dos años después, el chico del pelo de spaghettis volvió a escoger el escenario continental para demostrar sus intenciones. En la Euro 2004, Cristiano fue el revulsivo que, saltando del banquillo, marcó y asistió; fue el titular que, con 19 años, ocupaba la banda opuesta a la de Figo para protagonizar batallas épicas con Ashley Cole o destrozarle la cadera a Raúl Bravo; se convirtió en ícono de la moda al quitarse la camiseta tras marcar a Países Bajos; y lloró por Portugal entero tras aquella final. “Lloro por mis compañeros más viejos que no podrán volver a disputar una final de la Euro. Yo sé que volveré a una”. El chaval tenía las ideas claras.

Cristiano fue intensificando su relación con Europa. Se quitó los spaghettis, arregló los dientes (nunca quiso ser Ronaldinho) y, mientras vendía unos Pepe Jeans o una Gillete, le dio a Alex Ferguson su segunda Copa de Europa. No satisfecho, se fue de Mánchester. El niño de la Quinta de Santo António no querría ser sólo rey de Lisboa o Mánchester, ídolo de Portugal o Inglaterra. Lo suyo era dominar Europa. Y eso sólo era posible desde una ciudad.

Cristiano aún no había aterrizado en Madrid y ya estaba marcando goles. Goles, goles, goles y más goles fueron anotados por el portugués con la camiseta del equipo blanco. Pero, durante varios años, esos goles sonaban a incompletos. Les faltaba algo, como cuando dos cuerpos se funden en carne pero no en espíritu. Faltaba lo que obsesiona al Real Madrid y a Cristiano Ronaldo. Faltaba Europa.

Y, como siempre en la carrera del chico de Madeira, llegó Europa. Vino La Décima con los contragolpes de los atletas. La Undécima con la remontada ante el Wolfsburgo y el penalti de Milán. La Duodécima con el aplastamiento a la Juve en la final perfecta. La Decimotercera con el gol de Turín y el fin del matrimonio.

Y, en medio de todo, más Europa. Cristiano había avisado, en 2004, que volvería a una final de Eurocopa, y no estamos ante un hombre de palabras vacías. En 2016, las lágrimas de Ronaldo volvieron a ser las lágrimas de todo Portugal, pero cambiando de sabor. Las lágrimas del dolor y de la impotencia, primero. Y las lágrimas de la alegría, del orgullo, de la felicidad extrema, después.

Cristiano Ronaldo, todocampeón, definió el día en el que ganó la Eurocopa con Portugal como “el más feliz de mí vida”. Porque su vida deportiva está conectada, de manera íntima, al Viejo Continente. De sus inicios, con el debut como profesional en una previa de Champions y el hecho de que, antes de jugar como titular un partido de Liga, ya había realizado tres choques en competiciones europeas, hasta ser Mister Champions.

Ahora, con 36 años, Cristiano se prepara para afrontar uno de los retos más especiales de su carrera. (Confieso que sentí la tentación de escribir últimos, pero con este personaje esa palabra, de momento, parece tener utilización prohibida). Cuando Ronaldo ya dominaba parte de Europa, su país parecía no acompañarle del todo. Los jugadores se quedaban cortos, como confesó el capitán en aquel Mundial de Brasil. Cristiano tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos, pero el cuerpo no le permitiría las actuaciones de la Euro 2012 toda la vida. Y, entonces, el país le ayudó.

Cuando el cuerpo de Ronaldo le ha dejado de permitir ser un superhéroe cada día, Portugal le ofreció una generación de futbolistas que permiten que Cristiano tenga que hacer menos cosas dentro del campo. El talento de Portugal va desde la zaga, con el referente defensivo del Manchester City, hasta la delantera, con el atacante que le dio luz en los días negros al Liverpool y el proyecto de talento más potente del país desde el mismo Ronaldo, pasando por la medular, con el mediapunta que renació al United y el niño bonito de Pep en el City. Es decir, tienen mucho talento.

Podrá haber problemas para Portugal con el rol claro de candidata. Fernando Santos no monta su equipo para dominar, como se podría pedir con esta generación de jugadores. Parece haber dificultades en jugar durante tramos largos con calidad, sin recurrir siempre al plan de juntarse, ser competitivos y aprovechar las que se tengan. El equipo parece aferrarse, demasiadas veces, a la manera de jugar que tenía cuando no había tanto talento, sin potenciar el que tiene ahora. No ha logrado que la calidad de juego se equipare a la de los jugadores. Los cracks de arriba nunca completaran, jugando todos juntos, una gran exhibición colectiva en los últimos años.

Todo esto es verdad. Pero todo esto puede pasar a un segundo plano cuando este equipo se presente en la Eurocopa con un jerarca liderando. Se trata de Cristiano VII, emperador magno de Europa. El tipo con más goles en la historia de la máxima competición continental de clubes. El que aspira a convertirse, en unas semanas, en el que tiene más goles en la historia de la máxima competición continental de selecciones.

Nacido en la ultra periferia de Europa, con raíces en Cabo Verde y sin licencia aparente para soñar, Ronaldo hizo de la ambición una manera de vivir. Cristiano se convirtió en antecedente lógico de Ronaldo, y Ronaldo en preludio natural de gol. Desde la Quinta de Santo António hasta volar en ese salto en Moscú para aterrizar en cualquier parte del Continente en el que haya una portería cerca.

Para cualquier mortal, las hazañas que acabamos de describir le darían ganas de sentarse, tomar un vaso de vino y celebrar por lo hecho. Cristiano VII, al revés, se prepara para luchar, por enésima vez, por su trono. Para reivindicar su condición de Emperador que, como cualquier tirano, entiende ser sólo suya. Desea demostrar que Europa es suya. Una vez más. Nunca la última vez.

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