Hijos de las bombas y el hambre

Joaquín Piñero Herrera
Tres de añadido
Published in
8 min readMay 24, 2021

Hace unos años, tuve la fortuna de realizar un viaje a Suiza. Gracias a la gentileza de un gran amigo y mejor persona, pude visitar la tierra que vio crecer a Roger Federer. Allá, visitando Basilea, Zúrich o la olvidada capital Berna, te das cuenta que el suizo de a pie no sigue un patrón común que moldea a todos sus habitantes. Un prototipo de persona más o menos extendido con el que podemos identificar a alguien según su nacionalidad aunque no sea del todo cierto. Esos altos y rubios alemanes, esas rubias y esbeltas suecas o esos morenos balcánicos. No, en Suiza puedes encontrar gente muy distinta en todos los sentidos y también en el físico. Algo curioso es la variedad también en los restaurantes de las ciudades más importantes: australianos, españoles, italianos… Los hay de todos los estilos y tipos. De todos, menos de uno. Podría parecer que en Suiza, la única comida sin restaurante es la autóctona.

Estas situaciones que, probablemente, sean nimias e impropias de un texto que pretende hablar de fútbol, es un aspecto que otorga identidad al país helvético. Un territorio en medio de Europa, casi en el centro con fronteras compartidas con Francia, Alemania, Italia, Liechtenstein y Austria. Esta circunstancia obliga a que el país posea cuatro idiomas oficiales (alemán, francés, italiano y romanche) que dividen a sus habitantes entre estas cuatro lenguas aunque implica que el suizo sea un ser políglota casi por necesidad. Cuatro lenguas distintas para un territorio con poco más de ocho millones de habitantes. Una nación que se caracteriza por su neutralidad y que, por ello, ha servido como refugio en numerosos conflictos bélicos que han acontecido en este mundo durante años y años. Pero, no solo para quien huye de la guerra es un buen lugar Suiza, también acoge a todo aquel que huya de la pobreza y desee una nueva oportunidad para ser feliz. En consecuencia, es un territorio cimentado a base de inmigrantes con la multiculturalidad como forma de vida que buscan, a los pies de los Alpes, un futuro próspero.

Una vez contextualizado el panorama en el que nos encontraremos en los siguientes minutos de lectura, hablemos de fútbol. Aunque no demasiado. Suiza es una selección sin éxitos relevantes en el ámbito internacional. De hecho, sus mayores logros a nivel absoluto son de hace casi un siglo cuando, en 1934, 1938 y 1954, lograron colarse entre las ocho mejores del mundo. A partir de ahí, poca cosa reseñable. En este siglo, el balance podríamos definirlo como positivo desde la Eurocopa de 2004: ha participado en todos los certámenes tanto europeos como mundialistas menos la Eurocopa de 2012 aunque solo ha conseguido pasar en tres ocasiones la fase de grupos y siempre cayendo en octavos de final. A pesar de ello, tiene pasajes a destacar como el récord de 559 minutos sin encajar goles que logró establecer culminado con un gol chileno en el Mundial de 2010, lo que es una nítida prueba del estilo que practica el cuadro helvético en las últimas décadas o en la paupérrima actuación en el verano de 2008 como anfitriona que se despidió con victoria ante Portugal gracias a un hat trick del mítico Hakan Yakim o aquel debut de Albania en el verano de 2016 que enfrentó a los hermanos Xhaka con distinta camiseta. Cosas que solo ocurren con Suiza de por medio. Si hay algo que esclarece este breve análisis sobre el cuadro helvético es que, si bien su actuación en las fases clasificatorias suele ser bastante aceptable, a la hora de la verdad, no muestran el nivel necesario para protagonizar gestas inolvidables.

Para paliar este déficit, la Federación Suiza optó por dar la alternativa, tras el Mundial de 2014 donde solo un gol del argentino Di María en la prórroga pudo eliminar a los muchachos de Ottmar Hitzfeld, al técnico con más proyección del fútbol helvético: Vladimir Petković. ¡El que faltaba! Campeón de Coppa Italia con la Lazio, el flamante nuevo seleccionador tenía el perfil contrario al laureado Hitzfeld quien lo había ganado todo en el panorama de clubes. El bueno de Vladimir es un entrenador hecho a sí mismo y, cómo no, defensivo o, eufemísticamente hablando, pragmático. Antes de esto, mucho antes, Petković fue el primer hijo de las bombas de nuestra historia.

Vladimir Petković (Sarajevo, 1963) nació con un balón en la mano. Católico de religión, pronto entró en la cantera del FK Sarajevo, uno de los clubes más importantes de la actual Bosnia-Herzegovina. Con la entidad bosnia debutó como profesional en la élite del, por aquel entonces, fútbol yugoslavo a principios de la década de los 80. Aún perteneciendo a esta institución, abandonó dos veces la misma para seguir disfrutando del fútbol fuera de Sarajevo. En una de ellas, el FK Sarajevo contrató a un psicólogo para que ayudase a los futbolistas en su vida y que se convirtió en uno más dentro del plantel acompañando a los jugadores en salidas con cervezas incluidas. Ese hombre, de nombre Radovan Karadzic, terminó pasando a la historia. No precisamente por su labor deportiva. Ese personaje fue, pocos años después, uno de los políticos culpables de la limpieza de bosnios y serbios en la Guerra de los Balcanes de finales del siglo pasado. Poco más que añadir.

Por suerte para nuestro protagonista, Vladimir no tuvo que convivir con el genocida por cuestiones del destino.

Años más tarde, cuando se comenzaba a palpas la decadencia de Yugoslavia y la posibilidad de un desenlace final nada feliz, Petković emigró, como tantos otros, a Suiza donde pretendía ganarse la vida dando patadas a un balón y traer a sus padres a suelo helvético. Una trayectoria sin pena ni gloria por el fútbol suizo con equipos como el FC Sion o el Bellinzona. Recuerden ese nombre. Su paso por clubes de los distintos cantones del país le dio la oportunidad de hablar varios idiomas. El joven futbolista vivió el conflicto en su tierra desde lejos, desde la neutral suizo donde, gracias a los años que vivió allá, consiguió la nacionalidad. La tercera tras la bosnia y la croata. Una vez finalizado el conflicto y separada la República de Yugoslavia, Vladimir optó por no regresar al lugar donde nació y quedarse en casa.

Tras su retiro como jugador, decidió no alejarse mucho del balón y sentarse en el banquillo, en el verde, no muy lejos. En Bellinzona, en el cantón de Tesino, italohablante, asumió su primer encargo como técnico. En las catacumbas del fútbol suizo pasó los primeros años del nuevo milenio mientras, a tiempo completo, trabajaba con Cáritas para ayudar a mejorar la sociedad helvética y evitar la pobreza que vio tan de cerca en su tierra natal. Unas campañas deambulando por los campos de toda Suiza sin conseguir ninguna notoriedad pero aguardando su momento. Y llegó. En su enésima etapa en la Asociazione Calcio Bellinzona (para que no haya dudas). Allí, en el Comunal que vio levantar un campeonato suizo en los años cuarenta, el bueno de Petković hizo que la hinchada volviese a soñar. En la temporada 2007/08, militando en la segunda categoría del fútbol helvético, el modesto Bellinzona fue subcampeón de la Swiss Cup cayendo en la final frente al todopoderoso Basel. En la misma campaña, como si de una suerte de doblete se tratase, Vladimir llevó al cuadro de Tesino al ascenso a Super League (primera división).

Esta situación dio la opción al técnico bosnio-suizo –croata de dar un salto de calidad en su carrera profesional y firmar por el Young Boys de Berna. Después de casi 150 encuentros dirigiendo a los capitalinos, un breve paso por Turquía y una vuelta con escaso éxito al FC Sion, a Petković se le presentó la oportunidad de su vida. En julio de 2012 la Lazio anunció que sería su nuevo técnico. Por lo tanto, aterrizaba en la más absoluta élite del fútbol continental. En su primera temporada en Roma, logró alzar una Coppa Italia en el clímax supremo de su carrera. Un año después de su llegada a Italia, fue despedido fulminantemente tras conocerse que sustituiría a Hitzfeld como seleccionador suizo tras el certamen mundialista en Brasil en 2014.

Con estas, Petković se hizo cargo del combinado nacional de Suiza. Un hombre que llegó a los pies de los Alpes huyendo de las bombas, se encontró rodeado de personas con una historia similar. ¿Quién mejor que Vladimir para dirigir a una plantilla así?

La selección suiza no es una selección común. Al tratarse de un país de inmigrantes, esto se traduce en sus futbolistas. Con la formación futbolística realizada en territorio helvético, los futbolistas cuentan con un sinfín de orígenes distintos llegados huyendo de la guerra desde antiguas repúblicas yugoslavas o desde la hambruna repartida por todo el mundo.

De hecho, de los 26 convocados que disputarán la Eurocopa de 2020, (en 2021) solo nueve son suizos “puros” (de padre y madre nacidos en Suiza): los porteros Gregor Kobel, Yann Sommer y Jonas Omlin; los defensores Silvan Widmer, Nico Elvedi y Fabian Schär y los centrocampistas Remo Freuler, Steven Zuber y Christian Fassnacht. Sí, han hecho bien las cuentas. Son nueve futbolistas de un total de 26.

Del resto, tenemos ejemplos de casi toda la antigua Yugoslavia. Tenemos al albano (de ascendencia siempre) Granit Xhaka cuyo hermano prefirió defender la tierra de sus antepasados, al croata Mario Gavranovic, al bosnio Haris Seferovic, al kosovar Xherdan Shqiri, al normacedonio Admir Mehmedi. Una prueba interactiva maravillosa para ilustrar a los alumnos de cualquier clase de Geografía e Historia sobre qué países actuales formaban la antigua República de Yugoslavia.

Algunos de ellos llegaron siendo niños cuyos padres quisieron que no crecieran con el sonido de explosiones y balas y otros, en cambio, directamente nacieron en el regazo de los Alpes. También pueden encontrar futbolistas que, con raíces suizas, prefirieron defender la nación de sus padres como Ivan Rakkitic. Pero, no solo de balcánicos vive el helvético, también hay jugadores convocados para esta Eurocopa de origen repartido por toda la geografía mundial. Con gran afluencia de africanos como el arquero camerunés Yvon Mvogo, el nigeriano Manuel Akanji, el congoleño Kevin Mbabu, el senegalés Djibril Sow, el turco Eray Cömert, el español Loris Benito, el chileno Ricardo Rodríguez, el dominicano Rubén Varga, el portugués Edimilson Fernandes. Casi nada.

En total, la ‘ONU’ que lidera un suizo-bosniocroata acumula 15 orígenes distintos divididos en tres continentes diferentes convirtiendo la selección helvética en una especie de Torre de Babel que Petkovic domina gracias a sus ocho idiomas. En el propio vestuario, las lenguas se mezclan entre unos futbolistas y otros.

Suiza, ese territorio neutral basado en inmigrantes cuya representación futbolística es fiel reflejo de su sociedad. Una historia de nostalgia, de arraigo y desarraigo, de identidad creada desde muchos sitios diferentes. Un combinado especial. Una selección engranada a partir de bombas y hambre.

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