Puntos Cardinales

Adriana Elizondo Monsiváis
Tres Girasoles
Published in
6 min readSep 28, 2017

Bastará decir que soy Portugués de nacimiento, que lo hablo atrofiado porque mi madre es mitad francesa y porque mi padre es Español, no considero necesarias más explicaciones.

La realidad es que Fidencio había nacido en España, su madre era mitad portuguesa mitad francesa y su padre español. Luego habían ido a vivir a Portugal en donde Fidencio pasó 12 años de su vida, de los 5 a los 17; cuando se fue a estudiar la universidad a Canadá.

Ahora vivía en Canadá, país un tanto aburrido “felices los pueblos de historias aburridas” le decía su padre cada vez que hablaba con él, y los inviernos los pasaba en Portugal, pues en Canadá el frío podía volverse insoportable. Para este año, Fidencio había comprado el boleto solamente de ida, no pensó mucho al respecto, simplemente no tenía claro cuándo quería regresar a Canadá.

La última noche fue a un bar en Granville Street, le gustaban los candiles que tenía en el techo, y además el olor a aceite de oliva quemado cuando abría la cocina le recordaba a las mañanas en Portugal. Estaba esperando a su amigo Frank Liu. Solían verse siempre antes de que Fidencio se fuera en las vacaciones de invierno, hablaban sobre sus trabajos, noticias, ataques terroristas y el orden mundial. Disfrutaban sentarse en la barra, de esa forma podían escucharse bien ya que ambos tenían acentos mezclados; Frank había nacido en Estados Unidos pero sus papás eran de Singapur. El tema de la noche era el sentido del humor. Había dos cosas que a Fidencio le habría gustado heredar de una nacionalidad. La primera era un sentido del humor nacional compartido, es decir, poderse reír de un chiste local con un desconocido por el simple hecho de ser del mismo país. Le parecía interesante poder identificar nacionalidades a través de las cosas que le causan gracia a la gente, el humor negro de los ingleses o la manera en que los venezolanos hablan de su gobierno, eran cosas que solo los originarios y crecidos en esos países podían hacer de manera totalmente natural.

–No me parece que no te puedas reír del chiste de un Portugués –decía Frank.

–No es que no me pueda reir, puedo hacerlo. El tema es que probablemente esos chistes los portugueses los escucharon de sus papás, y seguro es el mismo chiste que se cuenta en casa de los abuelos cada navidad. Y lo escuchas de lejos cuando eres pequeño y estás jugando con tus primos, y al siguiente año lo escuchas otra vez y luego eres lo suficientemente mayor para tú hacer el chiste. En cambio, yo aprendí ese humor en la televisión o porque lo escuché en la casa de algún amigo y tuve que preguntar el significado, ¿me explico? Y solo entonces lo entendí, y me dio gracia. Pero no de la forma orgánica en que lo aprenden los portugueses. O cualquier persona que crece con el sentido del humor de su país –Fidencio explicaba esto con tal melancolía que Frank se sintió un poco triste y decidió pedir un tequila para cada quien.

La segunda cosa que Fidencio hubiera deseado heredar era la facilidad para responder cuando le preguntaban de dónde era. Normalmente sentía que decía la verdad a medias. Esta segunda era complicada, pues nunca había entendido porqué le causaba una verdadera molestia cuando le hacían esta pregunta. Pasaron el resto de la noche hablando de la empresa de Frank y de cómo había logrado venderle al gobierno un programa para medir el flujo de personas en el transporte público por horario y zona, y así, poder identificar clases sociales y comportamientos. Pensaban en lo fácil que era crecer proyectos en un país que usa su dinero para atraer a gente a que viva ahí. Terminaron bastante borrachos y Fidencio debía ir al aeropuerto. Cuando iba a casa -¿casa?- en Portugal nunca cargaba con nada, allá tenía lo suficiente. Salieron juntos y se despidieron en la acera afuera del bar. Frank Liu se fue caminando y Fidencio se quedó esperando un taxi. Hacía bastante frío así que llevó sus manos juntas a la boca para calentarlas. Mientras, escuchaba frente a él a una pareja discutir con tal intensidad que no podía descifrar lo que decían.

¿En cuantos idiomas he guardado silencio?”, pensó.

Llegó el taxi y se subió en la parte de atrás junto con su mochila.

–Al aeropuerto por favor –dijo en inglés.

–¿De España? –preguntó el taxista.

–Sí –contestó Fidencio, pensando en todas la veces que había estado borracho en la parte trasera de un taxi mintiendo sobre su procedencia.

El camino al aeropuerto era largo así que pidió un poco de música. El taxista, por quedar bien, eligió la estación latina en donde sonaba un rap: “el que no quiere a su patria, no quiere a su madre”, en la radio. Le pareció una aseveración fuerte, pues él nunca había dudado del amor que le tenía a su madre; sin embargo se quedó pensando en la parte de la patria “¿cómo le explico al mundo que sus fronteras no me hacen sentido?”. Y empezó a soñar despierto hablándose a sí mismo: “Si existiera un lugar en donde no hubiera acentos, no tendría que explicar nunca más de dónde soy. Y todos entenderíamos que se puede ser de muchas partes, de muchas sangres, de muchas tierras, que se puede crecer viendo el Sol salir por las montañas y después descubrir que hay lugares en donde sale desde donde empieza la Tierra. No sé si quiero a una patria, pero desde luego que quiero a mi madre. Me pregunto si mi madre quiere a su madre, ella tiene un acento parecido al mío, de ninguna parte”.

Partió a Portugal. En el avión no hizo más que dormir; el alcohol y sus pensamientos lo habían dejado completamente agotado. Al llegar al aeropuerto de Lisboa pensó en comprar el boleto de regreso en ese momento. La plática en el bar lo dejó con un sentimiento de que la única manera de crecer profesionalmente era en Canadá, ya llegaría el momento de dedicarle tiempo a su búsqueda interna. Llegó al módulo, estaba una mujer de complexión bastante llena sentada con un uniforme rojo y una etiqueta que decía María.

–Bom Dia –dijo María efusivamente cuando vio a Fidencio pararse frente al módulo.

Fidencio la vio a los ojos dejando que sus palabras penetraran por todos sus sentidos.

–Quiero comprar un boleto a Canadá –dijo en Portugués.

–¿De qué parte de Portugal eres? –le preguntó María– ¿Cerca de la frontera con España?

Cada palabra que salía de la boca de María hacía que en el interior de Fidencio vibrara “el que no quiere a su patria no quiere a su madre”.

–Soy de Oporto pero mi padre es español y mi madre medio francesa.

La explicación no hizo que María quitara la vista de su computadora.

–Qué interesante –fue lo único que dijo.

Hace tiempo que Fidencio no mencionaba su ciudad, ni que su madre era medio francesa. También hacía tiempo que no respondía tan fácil a esa pregunta. Mientras María tecleaba arduamente en su computadora en busca de un boleto a Canadá, Fidencio escuchaba absolutamente todos los sonidos que lo rodeaban. Escuchaba la conversación de la persona detrás de él en el teléfono, escuchaba al señor de limpieza quejándose con su compañero, la voz de la mujer que anunciaba el siguiente vuelo, la canción que sonaba de fondo en el aeropuerto, todo lo escuchaba en unísona armonía y no sentía más que una sensación de hogar y pertenencia ¿qué importaba si tenía que aprehender los chistes? ¿qué importaba que ni si quiera hubiera nacido ahí? Se hizo a un lado y dejó pasar a la persona detrás de él. Esta vez no tenía nada a qué regresar.

–Me quedo en casa –salió de su boca para sí mismo. Se dio la vuelta y caminó hacia las calles de la ciudad que lo vieron crecer.

— — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — —

Para Tobías, que me enseñó que los amores no correspondidos también son amores.

Inicio inspirado en El Túnel de Ernesto Sábato.

“¿En cuantos idiomas he guardado silencio?” tomada de Twitter de M. Anieva

“Felices los pueblos de historias aburridas” tomada de Gaby de la Paz

--

--