El Camino Copalita

Guillermo Arellano
Prana
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15 min readJun 6, 2021

¿Por qué caminar una semana a través del México rural? –específicamente del punto más alto del estado de Oaxaca hacia una playa en la costa del Pacífico– ¿por qué vale la pena hacer el esfuerzo físico, vivir incomodidades y enfrentar ciertos riesgos?

No hay una única respuesta, pues las recompensas por hacerlo son distintas para cada persona, pero de entrada, además estar rodeado de naturaleza durante una semana, hacer ejercicio y comer muy rico, es interesante echar un vistazo a la vida y valores de las personas que se dedican al cultivo del campo y al aprovechamiento de los recursos naturales. Si esto lo haces con una actitud abierta y curiosa, sin duda vivirás experiencias a lo largo del camino que te llenarán el corazón.

Si vives en la ciudad, hacer una caminata de este tipo es muy valioso. Además de inspirarte a llevar una vida más congruente y sana en muchos aspectos, te recuerda que la gente que vive en las grandes urbes se sostiene por lo que se sucede en el campo: principalmente la producción de alimentos vegetales, pero también la producción de oxígeno y la absorción de dióxido de carbono de la atmósfera gracias a la vegetación silvestre y a los árboles y plantas cultivadas.

También puedes aprender –hasta cierto punto– sobre el manejo del territorio rural. El Camino Copalita está conformado por tierras comunales, las cuales existen gracias a la lucha social de los pobladores que dieron origen al reparto agrario y a la restitución de tierras que les habían sido despojadas. Las tierras comunales o ejidales pueden ser aprovechadas para que las comunidades progresen bajo un esquema de igualdad y cohesión social.

La propiedad privada nos deja la sensación que cada quien «se rasca con sus propias uñas», en cambio las tierras comunales, al escuchar su manejo de viva voz, nos transmiten sensaciones de unión y apoyo; no sólo entre familiares, sino en general entre pobladores. Pienso que es un esquema más humano y ahora entiendo porque el 51% de nuestro país sigue conformado por este tipo de tierras –que además facilitan la seguridad de las caminatas, ya que en vez de pedir permiso a muchos dueños para pasar por sus tierras, basta con tener permiso de la comunidad–.

El Camino Copalita es toda una aventura, una auténtica excursión coordinada por gente con vocación para mostrar y compartir lo que estas tierras Oaxaqueñas ofrecen. Caminas a lo largo de cuatro días 73 kilómetros y el último día navegas 30 kilómetros en balsa, pasando por varias comunidades zapotecas unidas y bien organizadas. Cruzas varios ecosistemas diferentes: empiezas en un bosque frío y terminas en la selva baja cuando llegas a la costa. Duermes en campamentos, todos muy distintos entre sí, en donde conectas con gente de la comunidad involucrada en el proyecto, y comes sencillos pero exquisitos platillos hechos con los más frescos vegetales de variedades locales o como ahí les dicen: «criollas».

En realidad, el proyecto Camino Copalita es parte de una empresa social operada por nueve comunidades agrarias de la sierra Sur de Oaxaca que están geográficamente unidas por la cuenca del río Copalita. A través de un sistema bien organizado llamado SICOBI (Sistema Comunitario para la Biodiversidad) han unido fuerzas para que, entre otras cosas, aprovechen la madera de sus bosques de manera sustentable y para que el cultivo de sus tierras sea diverso y ecológico, es decir, libre de pesticidas y fertilizantes químicos.

Para mí lo más grato de la caminata fue descubrir este trasfondo; más allá de la aventura y del reto físico que conlleva, conforme pasan los días te vas dando cuenta de lo relevante que es para nuestro país crear este tipo de empresas sociales que ayudan a generar una vida digna y enriquecedora para la gente que trabaja en las zonas rurales.

Cada despertar, ya sea dentro de una casa de campaña o sobre una hamaca, lleva por delante mucha aventura. Cuidar dónde pisas, subir cerros, bajar por veredas estrechas y cruzar ríos que te cubren la pantorrilla mientras disfrutas los sonidos y la tranquilidad de la naturaleza: estos son los retos y las satisfacciones de caminar por varias horas seguidas de un campamento a otro (¡hay un día donde desciendes 1,900 metros sobre el nivel del mar!). Por otro lado tienes un potencial enorme de aprender cosas nuevas: sobre cultivos, árboles y plantas medicinales que el guía local te mostrará en el camino, sobre los platillos que te ofrecen en cada campamento –y los ingredientes que usan para hacerlos–, así como los detalles de cómo están organizadas las comunidades por las que vas pasando.

En cada campamento hay líderes comunitarios que te dan la bienvenida y normalmente una breve explicación sobre la comunidad y sus actividades. Si quieres saber más detalles, tienes que preguntar; algunas personas dan respuestas rápidas, pero otras –si perciben que sabes escuchar y que tu interés es auténtico– están dispuestas a contar historias. Para mí la magia sucede cuando te cuentan esas historias mientras caminas entre árboles o al lado de un río, mientras cruzas una milpa, o cuando estás alrededor de una fogata bajo el cielo estrellado.

Con Aquilino, el guía que nos acompañó durante todo el recorrido, platiqué sobre cómo es la vida en esta cuenca a comparación de cómo fue su vida cuando estaba en Estados Unidos como inmigrante: sin duda él prefiere vivir en estas tierras, reconociendo que la buena calidad de vida que goza es en gran parte gracias al SICOBI. Al participar en este sistema, Aquilino aprendió a diversificar sus tierras de cultivo con cafetales sembrados bajo árboles frutales que dan sombra, con milpas en las cuales cosecha maíz, frijol y calabaza, y con otros productos que venden a buen precio como el ajonjolí. Las cosechas diversificadas junto con otras actividades económicas no menos relevantes como la producción de miel y café, así como trabajar de guía en el Camino Copalita, le han permitido a él y a muchos de sus conocidos tener un ingreso estable.

Esta plática me abrió los ojos. Tendemos a pensar que las pequeñas comunidades rurales son pobres, pero esto no siempre es verdad. Quizá carecen de muchas cosas que tenemos en las ciudades, no obstante, su mayor riqueza no está en sus calles, edificios públicos y casas; su mayor riqueza está en las tierras que las rodean. Normalmente a través del sistema comunal antes mencionado, la mayoría de las personas que habitan en estas comunidades tienen el derecho de cultivar una cantidad considerable de tierra, así como de aprovechar los recursos naturales que estás ofrecen (madera, agua, plantas silvestres, insectos, etc.), por lo tanto, la clave en tener riquezas o no, radica en la manera en que estás tierras se aprovechan.

Afortunadamente las comunidades agrarias que forman parte de este proyecto las están aprovechando de manera eficiente, creando un sistema diverso y sustentable. Pero lo más importante es que la población –así como Aquilino– vio la diferencia y sintió el impacto positivo en su vida ¡Y no me refiero sólo a tener más dinero! también se sienten más orgullosos de lo que hacen –los jóvenes ahora consideran trabajar en la comunidad antes de irse a la ciudad o a Estados Unidos–, además de sentirse parte de un cambio importante que beneficia: primero al suelo, luego al medio ambiente, y finalmente a la salud de quienes consumen sus productos orgánicos. La población puede continuar ejerciendo sus oficios tradicionales, pero ahora con más información, tecnología y sobre todo conciencia.

Después de esa plática, a mi mente llegó lo que el biólogo Marco Antonio comentó antes de iniciar la caminata en el campamento de San Juan Ozolotepec. Él es director general de GAIA (Grupo Autónomo para la Investigación Ambiental): una asociación civil sin fines de lucro que ha impulsado al SICOBI y al Camino Copalita. Esa primera noche, como parte de la bienvenida, nos explicó que «las comunidades idealmente conservan y aprovechan, no sólo desgastan y consumen». A lo largo de la caminata fui testigo de la veracidad de aquel comentario.

Debido a una falta de conciencia en las ciudades, consumimos y desechamos sin saber que hubo atrás o que hay adelante, y el deshecho irresponsable no genera consecuencias inmediatas. En las comunidades rurales (afortunadamente) no se puede perder esa conciencia. Si la gente contamina su río, está contaminando su propia fuente de agua; si talan sus árboles y no los vuelven a sembrar agotan sus recursos y pierden sus ingresos; si por el uso intenso de pesticidas y fertilizantes químicos acaban erosionando sus parcelas, pierden su principal fuente de riqueza, además de su ocupación y el arraigo a su comunidad.

Aprender todo esto, no en el aula, sino viéndolo de cerca, es muy grato, y pienso que es una gran experiencia para quien esté interesado en conocer más sobre las entrañas de México. Casi todos se apuntan al Camino Copalita para vivir una aventura, pero al menos para mí fue mucho más que eso. Me movió de una manera más profunda: como ser humano me concientizó aún más sobre mi alimentación, me conectó con la naturaleza y con la gente que conviví –desconectándome por completo del celular unos días–; como mexicano me abrió los ojos sobre la situación en el campo y lo urgente que es replicar modelos como el SICOBI para mejorar sus condiciones; como ciudadano me motivó a replantear el manejo de todo lo que desecho (continuar reutilizando y reciclando sin duda) y en general a replantear mi estilo de vida urbano; finalmente como senderista me inspiró para crear experiencias similares en otras zonas rurales, ya sea en la sierra de Puebla -el estado donde vivo- o en otros lugares en donde sea factible unir fuerzas con organizaciones sociales existentes.

Me parece importante crear estos puentes para acercar a la gente que vive en las ciudades a las zonas rurales. Como no todos se animan tan fácil, lo ideal es crear experiencias integrales como el Camino Copalita. Experiencias de bienestar que tanto se necesitan hoy en día y que tienen algo para todos: aventura, reto, ejercicio físico, comida orgánica y casi vegetariana, naturaleza, fogatas, gente nueva ¡y hasta convivencia con mezcal y mucha risa! Cabe mencionar que parte de lo que pagas por participar se queda en las comunidades y contribuye al bienestar social de las mismas.

Me sorprendió que en el grupo de caminantes que me tocó –variado en edades y personalidades– nadie se quejó de las “incomodidades”: frío intenso las primeras dos noches, no bañarse o hacerlo en el río o a jicarazos, dormir al aire libre en catre o hamaca, caminar por horas, cruzar ríos a pie o en mula, entre otras cosas. Tampoco hubo quejas de los baños secos, única opción en todos los campamentos; de hecho yo me sentí bien de no desperdiciar litros de agua cada vez que iba al baño, me sentí congruente de manejar mis desechos de una manera más lógica y natural que desafortunadamente desagrada a muchos que están acostumbrados al drenaje (todos los baños secos estaban bien hechos, pues no despedían ningún olor).

Durante las caminatas a veces el grupo se extiende a lo largo del camino y eso te da oportunidad de ir en silencio y observar los detalles del entorno; otras veces el grupo va más junto, avanzando kilómetros entre pláticas y risas; y lo más común es que unos vayan hasta adelante a paso firme, y otros se vayan atrasando por ir platicando, preguntando o por detenerse a observar algo. La condición física también influye en la dinámica del grupo, pero al haber varios guías, los que se atrasan por esta razón siempre van acompañados y aunque quizá una o dos horas después, siempre llegan cansados pero contentos al campamento. A mí me gustaba ir a veces con los de adelante, otras veces con los de atrás o en medio platicando con alguno de los guías.

Conforme pasaban los días se acumulaban momentos especiales, de esos que imprimen imágenes y sensaciones que no olvidas. Un día, a los que íbamos atrás se nos hizo de noche; con un par de lámparas cruzamos varias veces el mismo río (teníamos que zigzaguearlo para poder avanzar) y de repente estábamos rodeados de luciérnagas. Yo era el último, así que al voltear no veía más que oscuridad y cientos de lucecitas parpadeando. Para mí fue sublime observar tantas luciérnagas mientras escuchaba el agua y sentía la fuerte corriente del río en mis piernas.

Dormir en la hamaca no fue lo más cómodo, pero en un campamento donde la palapa no tenía techo porque la estaban reparando, disfruté mucho quedarme dormido mientras veía las copas de los árboles y el cielo estrellado. Otra noche dormimos al aire libre entre dos ríos: el sonido de la corriente era tan fuerte que no escuchabas otra cosa, era desconcertante pero al mismo tiempo relajante. En una de las primeras noches frías y despejadas vi las estrellas como nunca mientras platicábamos junto a la fogata con un té de poleo en manos (una hierba muy consumida en té que ayuda a la digestión).

Otro momento que recuerdo con mucho gusto fue cuando la familia Fuentes nos enseñó sus parcelas cultivadas en Mandimbo, la última comunidad donde pasamos la noche. Por fin vi la agroecología en vivo y a todo color: diversa como me lo platicó Aquilino y auténticamente ecológica al no usar agroquímicos. Primero cruzamos por el cafetal, a la sombra de árboles de cuil, mamey y chirimoya; después llegamos a la milpa y vimos mazorcas rojas y azules –además de las más comunes blancas y amarillas- así como distintos tipos de frijoles que se enredan en el maíz, varios tipos de calabazas y una buena variedad de quelites: hierbamora, cola de ardilla y chepil. Después de pasar por los cajones donde producen miel, vimos también sembradíos de jamaica, cacahuate y ajonjolí.

Pero una de las cosas más interesantes e impactantes fue ver lo que hacen en las parcelas que no siembran ese año y “dejan descansar”: en vez de estar secas o de haberlas incendiado, estaban prácticamente invadidas de una leguminosa rastrera que sembraron, no con el propósito de cultivar su fruto, sino para mantener el suelo húmedo y sobre todo nutrido, incrementando naturalmente su eficiencia. Cuando llega el momento de sembrar esa parcela, retiran la leguminosa y colocan las nuevas semillas sin aplicar fertilizantes químicos; gracias a la diversidad de sus cultivos tampoco será necesario usar pesticidas que además de contaminar y perjudicar la salud, evitarían que crezcan naturalmente los quelites alrededor del maíz (sólo crecería un zacate no aprovechable). A esa maravillosa leguminosa la conocen como frijol nescafé, pues no la comen pero sí aprovechan una poca haciéndola polvo y mezclándola con agua para obtener una bebida con sabor similar al café.

Gracias a las capacitaciones del SICOBI la familia Fuentes renunció a los agroquímicos que el gobierno a veces les subsidiaba. Sacrificaron resultados de corto plazo por resultados productivos, orgánicos y sostenibles a largo plazo. Para mi recorrer esas parcelas fue equivalente a recorrer un negocio próspero donde los dueños te enseñan cada espacio con pasión y convicción. Además de ver un caso de éxito interesante y conmovedor –que puede ser replicado en muchas áreas rurales de México– se me hizo congruente conocer más y realmente observar los cultivos que prácticamente nos dan los vegetales que comemos a diario como maíz, frijol, calabaza y variedad de hojas verdes.

En otras partes de México he preguntado sobre técnicas para lograr cultivos agroecológicos y por lo visto hay varias opciones similares a la que implementan en el SICOBI. Por ejemplo, en Malinalco, Estado de México, me platicaron que cuando quieren rescatar una parcela abandonada primero le aplican abono orgánico hecho con la poda de la zona, cal y otros componentes. Cuando la tierra está lista siembran la milpa, la cual siempre debe incluir una leguminosa (puede ser frijol, pero elhaba es una de las más eficaces). La clave está en cómo cosecharán la leguminosa: la tienen que cortar cuidadosamente para que su raíz se quede enterrada en la tierra; después triturarán el rastrojo del maíz cosechado y lo mezclarán sobre esa misma tierra que ahora contiene raíces de leguminosa. Esta técnica, al igual que el frijol nescafé, evitará el uso de fertilizantes químicos en el siguiente ciclo de siembra.

Aunque son buenas historias, estas técnicas no son del conocimiento o del interés general. Se necesita la participación proactiva de las comunidades, organizaciones con suficientes fondos que puedan dar este tipo de capacitaciones, así como canales de venta adecuados para los productos orgánicos que se generarán. Además, estos productos deben ser mejor pagados por el esfuerzo que hay detrás y los beneficios que conllevan.

El Camino Copalita y en general el México rural es campo, y en el campo es donde nace el alimento. Estar en contacto cercano con los procesos de cultivo es algo que sensibiliza y fomenta la apreciación de los vegetales, así como los platillos que con éstos se pueden elaborar. Durante la caminata probé delicias, literalmente del campo a la mesa. Entre mis favoritos: un tamal con trocitos de elote y hoja de aguacate que le llaman «masitas»; los caldos y tamales de chepil, un quelite muy aprovechado en Oaxaca; otro caldo delicioso de calabaza támala con ejotes criollos y chayote (del espinudo que tiene sabor más fuerte). También nos dieron amarillito de elote, que es un caldo de chile huajillo con elotes molidos; tacos de berros y de un quelite que le llaman oreja de ardilla (los cuales también pudimos recolectar en el camino); huevo envuelto en hoja santa y tacos de flor de jamaica con zanahoria. De postre, además de frutas de mano, probamos chilacayotes e higos verdes en almíbar y en la última comunidad descubrimos unas delicias: tostadas hechas con masa de maíz mezclada ya sea con cacao, coco o cacahuate.

Después de comer tan rico, observar y aprender cosas interesantes, es triste cuando llega el último día. Pero al menos fue uno muy especial, pues en vez de caminar navegamos en el río Copalita los últimos 30 kilómetros. Además de divertido, para mí fue muy emotivo terminar esta experiencia a unos metros del mar. Me conmovió mucho ver la playa desde nuestra balsa, pasaron por mi mente imágenes de toda la caminata; hace cinco días estaba a más de tres mil metros sobre el nivel del mar con un frío intenso, y ese día –sin haberme transportado en vehículos motorizados– estaba llegando al mar en una balsa, no sólo emocionado, sino también cambiado. Todo lo que vi, escuché y aprendí sembró varias semillas en mí.

Otras caminatas largas me habían impactado principalmente por estar rodeado de naturaleza y por la dinámica tan básica de caminar cada día hacia un destino. En cambio, esta caminata me impactó por toda la dinámica social que la conforma, me conmovieron las historias de cada personaje que tuve el gusto de conocer y me emocionó el campo productivo, diverso y ecológico. Disfruté mucho al grupo que me acompañó, la aventura de cruzar ríos, subir y bajar cerros, la desconexión del celular y los varios ecosistemas por los que pasamos. También hubo momentos relativamente difíciles, como algunos dolores al final de las caminatas, un poco de ansiedad después de varios días de no saber nada de mi familia ni del trabajo y algunas noches que tardé en quedarme dormido por falta de costumbre de dormir en hamaca o en tienda de campaña.

Estos últimos meses, a veces con mi familia y a veces con un equipo de amigos –con quienes estoy organizando caminatas abiertas al público–, he estado saliendo a caminar en la naturaleza. Hemos explorado senderos, pasando por campos de cultivo y áreas con vegetación densa; hemos cruzado ríos, nadado en pozas y disfrutado el sonido de cascadas, aves e insectos; pero sobre todo hemos hablado con gente en el camino, hemos preguntado y hemos aprendido. Las bases que me dio el Camino Copalita me animan a profundizar más en cada caminata que hago, a no sólo ver y disfrutar el entorno, sino en realidad observar las comunidades y las dinámicas sociales. Espero poder canalizar esta energía a través de un proyecto de largo plazo que fomente bienestar auténtico en el México rural y generé mayor interés y empatía en la gente que vive otra realidad en las ciudades u otros países.

Si leíste hasta aquí ¡muchas gracias!

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