Time Is Illmatic

Alejandro Marin
Un Format
5 min readJan 27, 2015

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El huracán Andrew llegó 24 días después de mi cumpleaños número 16, un 24 de agosto de 1992.

Vivíamos en Homestead y de repente no quedaba nada. No había camas, no había puertas, techos, no había platos…todo se lo había llevado el viento.

Todo menos mi maleta de 40 casettes, una colección que había construido durante dos veranos consecutivos y que mi mamá guarda en el mismo estuche gris, persistente e indestructible, como las garras de Wolverine.

Mi profesor de historia avanzada, un hombre de apellido Bukowski — no miento, ese era su apellido-, me decía un año después del vendaval que era como si la bomba atómica hubiera caido sobre el sur de la Florida, sin los efectos radioactivos. Al mirar las fotos de la catástrofe en los periódicos un año después y compararlas con Hiroshima, los estragos que Andrew causó daban esa impresión.

Cuando volvimos a casa, desubicados por la ausencia de todo lo que hallábamos familiar y reconocible más allá de las señales de tránsito — las palmeras que avisaban la cercanía del Miami Zoo, los aguacatales grandes de los finqueros caucásicos, los grandes árboles de mango y de naranjas que más allá del Turnpike y la US 1 se alzaban frondosos en la campiña floridiana — no tuvimos adónde ir. Solo esperamos, a la merced de los vientos del Señor, que éstos nos señalaran el camino.

FEMA (la Agencia Federal de Manejo de Urgencias) atendió a nuestra familia y nos reubicó en cuestión de un mes. En septiembre de 1992 Frank Zappa estaba a punto de morir, Sinead O’Connor rompió una foto de Juan Pablo Segundo en televisión y Boyz II Men eran número 1 con ‘End Of The Road.’

La unidad residencial en la que la agencia federal de manejo de emergencias nos ubicó estaba a veinte minutos de la línea del condado de Dade, donde terminaba lo que la gente afuera entiende como ‘Miami’ y comienza lo que la gente entiende como ‘Fort Lauderdale’.

Los habitantes del conjunto residencial eran amables, respetuosos ciudadanos de clase media que convivían en dos gigantescas torres con gimnasio, cancha de tenis y zonas verdes. Amplios parqueaderos al frente de las torres albergaban los “ataúdes de metal” en los que todos los inquilinos — incluyendo a mi padre, un ingeniero de origen campesino de La Merced, Caldas— se movilizaban con tedio en las madrugadas húmedas hacia sus trabajos por las amplias y monótonas autopistas. Lo que llaman ellos el ‘commute’.

La zona del Norte de Miami, North Miami, y sus torres residenciales, eran ocupadas en su mayoría por gente de color. Afrodescendientes.

Al pie de la torre por donde entraba después de llegar del colegio, recuerdo a un hombre de tez negra, azabache. Con una camisa habanera y pantalones azules oscuros, sus gafas grandes, su silueta delgada, su boina blanca y su pelo plateado. Un hombre viejo, sentado siempre a la puerta, casi siempre acompañado por algún otro inquilino de cercana edad — había muchos “veteranos” en la zona — hablando, discutiendo, de vez en cuando tomando un refresco o una cerveza.

Y lo recuerdo siempre saludando cada que llegaba del colegio. Yo siempre, en mi inglés principiante, aún no inmerso, saludaba con un “good afternoon”, el más protocolario de los saludos en inglés.

A lo que él siempre contestaba “All right, all right”, casi vociferándolo, pero con una calidez, con un ritmo, con espíritu.

Con “soul”.

Al principio me extrañaba el saludo. ¿Por qué si yo digo ‘Good Afternoon’, él contesta ‘All Right’? ¿Y por qué lo repite una vez? ¿Si yo no le estoy preguntando ¿How Are You?

La pregunta me agobiaba, su respuesta me eludía. Todos los días se repetía el ritual.

—‘Good Afternoon’

—‘All Right, All Right’, musitaba el viejo sabio.

Pasaron los meses y con ellos, el colegio. En el colegio hice por primera vez amigos. Por primera vez entré a un equipo de fútbol. Por primera vez quise pertenecer a la sociedad norteamericana y alimentarme de ella. Todo para entender por qué el hombre sentado a la silla de mimbre en la puerta del conjunto siempre decía ‘All Right, All Right’.

Un día al volver del colegio, me senté a su lado y le hice conversación. Cómo iban las cosas, pregunté, “all right, all right, you know…”, contestó. Anthony, era su nombre. Tenía 69 años. Era retirado. No recuerdo de qué. “How’s School”, preguntaba el viejo…

“oh, it’s all right.”

“All right, all right. U gettin’ good grades?”

Antes de contestarle, otro inquilino llegó a la puerta, cargando bolsas de mercado de un Winn Dixie que quedaba a dos cuadras.

“Hey yo Anthony, my man…whasshappenin’?”

“All right, all right”, contestó el viejo hombre…

El hombre, también de color, robusto, adulto y de bigote, estiró su mano y estrechó la del viejo, en un sonoro abrazo de los dedos y las palmas, con una risa vistosa como su sonrisa, escandalosa y fructífera, llena de sabor, llena de soul, y ante la manifestación rítmica y preciosa de la cultura del saludo, repitió lo que el hombre había dicho…

“All right, all right!”

Desde entonces amo el hip hop, amo el soul, el R&B, amo lo que representa, lo mucho que ha hecho por mi, por mi educación, por mi comprensión del mundo, de los idiomas, en especial, por el idioma de la música. Anthony abrió las puertas de mi deseo de hablar otros lenguajes más allá del idioma, me inculcó con su repetitivo pero cálido saludo el amor por la comunicación, pero sobre todo, por aprender a hablar con ritmo, con jugo, con eso que llaman ‘funk’, con ese latido del soul.

Esta semana vi el documental que cuenta la historia de la grabación de ‘Illmatic’, un álbum del rapper Nas, con DJ 113 en la oficina. Las imágenes y las historias que el documento visual narran de la creación del álbum de hip hop más importante de todos los tiempos me han conmovido y he tenido que aguantarme las lágrimas para no verme como un estúpido delante de mis compañeros de trabajo en La X.

‘Time Is Illmatic’ me hizo reir, me hizo llorar, me hizo pensar. Me devolvió a la adolescencia — Illmatic salió en 1994, cuando yo me gradué del colegio— y me dejó la conclusión firme de que una persona no es la música que oye. La música es ESA persona.

Y la música está influenciada por todo lo que le haya pasado a esa persona: los edificios en los que vive, los discos que oyen sus papás, los colegios a los que va—o deja de ir—, las calles, las ciudades, la gente a su alrededor. La música son las personas. La música es la gente. Y por eso la música es la gran red social por excelencia.

Vale mucho la pena ver Time Is Illmatic. Pasaba por aquí y sentí que era importante recomendarlo.

Y recomendarles también la nueva temporada de Sound City con Camilo Guzmán, que está llena de estrenos y de mucho rock, para todos los fans de la música nueva.

Sylvana Gómez arranca su nuevo programa ‘Alta Rotación’ todos los domingos este próximo 1 de febrero, desde las 6 de la tarde.

Y nosotros seguimos contando los días y siendo su guía musical de los premios Grammy.

PD: Ojalá el mejor álbum de rap no se lo gane Iggy Azalea. No es cuestión de raza: es cuestión de orgullo.

Play Loud.

Make Love.

Alejo.

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Alejandro Marin
Un Format

Radio Personality in Colombia discussing and analyzing the status of life, tech and music in the internet era. Host of ‘Bilingual Podcast’.