Un fóbico en la FED

Nacho Andréw
UOiEA!
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7 min readOct 21, 2021

Le pregunté a mi psiquiatra si era buena idea ir a la Feria de Editores. Lo llamé un jueves a la noche y me atendió sin ganas.

— Va a haber mucha gente, no me parece que sea lo más recomendable.

Por el teléfono se filtraba el ruido del programa de Barassi que salía de su televisor.

— Ya sé, pero tengo ganas de ir, el año pasado se hizo en forma virtual.

— Bueno, si tenés tantas ganas andá. Tratá de ir a una hora en la que no esté muy concurrida. Si llega a haber concentración de gente, es probable que te empieces a sentir mal. Por las dudas tomate un valium veinte minutos antes.

Con la aprobación de mi psiquiatra me fui a dormir tranquilo. Esa noche soñé que llegaba a la feria y César Aira me guiaba hasta el lugar donde comenzaban los stands de las editoriales. Hacía un gesto elevando sus manos al cielo y la muchedumbre se abrió en dos como el mar Rojo. Caminábamos juntos y me iba recomendando libros mientras saludaba a los dueños de las editoriales con simpatía. En cierto momento dijo que tenía que irse al Congreso de Literatura, que estaba llegando tarde. Desapareció y el gentío me rodeó. Me desperté transpirado a mitad de la noche.

Llegó el viernes, primer día de la feria. Traté de hacer lo posible para llegar temprano, algo que nunca consigo. Fui retrasando la salida de mi casa y a las seis de la tarde me encontré puteando, atascado en medio del tráfico. No intenté buscar lugar para estacionar en la calle y lo llevé directo a un estacionamiento. El encargado me recibió en una cabina de plástico gastada. Mientras anotaba mis datos, noté que había un televisor a la altura de sus pies. Estaban pasando un partido de fútbol. No se llegaba a ver quiénes jugaban porque el aparato era chico y la calidad de la imagen muy mala. Seguí las instrucciones del psiquiatra y tomé un valium. Caminé hasta Gallo y Perón y me encontré con un mar de gente.

Me acerqué primero al stand de Maldemar. Al instante reconocí a Flor Piedrabuena, la editora, con su aspecto inconfundible de chica pinup. La había escuchado recitar sus poemas hacía unos años en el Centro Cultural Matienzo. Recordé que me había impactado su forma de recitar y su presencia en el escenario.

Sobre la mesada había varias copias de Lengua de mandinga, un poemario que tenía ganas de leer hacía rato. Una potencial compradora estaba preguntando algo y esperé a que se desocupara. Ahí parado, empecé a pensar qué decir; si primero preguntarle el precio, si decirle que la había visto en el ciclo de poesía, si me recomendaba algo más del catálogo de la editorial. Demasiadas opciones y poca espontaneidad. Sentí el inicio de una leve presión en el pecho y algo de vergüenza. Me di media vuelta y me alejé.

La gente abundaba. Caminaba tratando de mantener cierta distancia del resto. En mi desplazamiento cuidadoso noté de lejos, las letras amarillas de un libro que estaba en el stand de Mansalva. Logré dejar de lado el miedo que me generaba la cercanía de los otros lectores y fui a agarrarlo. La tapa tenía tres tazas de té mal apiladas: “Mi libro enterrado” de Mauro Libertella. En la contratapa decía que se trataba del duelo que hace un hijo después de la muerte de su padre. Me interesó. Le dije al tipo que atiende que me lo quería llevar. Me dijo el precio y le alcancé mi tarjeta de débito.

Estaba en una feria para comprar libros con la remera de un escritor. Me dije: soy la versión literaria de los que van a recitales de rock con la remera de su banda, o los que juegan al fútbol cinco con amigos disfrazados de jugadores profesionales.

— No nos está funcionando el sistema para tarjetas.

La puntada en el pecho hizo su llegada, pero esta vez con timidez.

— ¿Y mercado pago aceptan?

— No, tampoco. Sólo efectivo.

La sensación se volvió clara y punzante. Me toqué el pecho como queriendo apaciguar el dolor. Dejé el libro y seguí caminando.

Veo que uno de los puestos está casi vacío. Me acerco y miro los títulos que tienen ordenados en varias pilas. Me gusta uno que tiene tapas oscuras. Lo abrí en una página al azar:

La presión de mis dedos sobre las teclas y el sonido del carretel se transformaron en música. Busqué una hoja y tecleé con fuerza. Cada palabra, cada frase, tiene su ritmo. Solo hay que descifrarlo.

Me encantó. Lo cierro y leo el título: Terminal Moebius, de Nelson Díaz. Para evitar otro contratiempo que comprometiera mi salud, pregunté si aceptaban mercado de pago. Tuve suerte, la respuesta fue afirmativa. Busqué mi celular y entré a la aplicación. Me puse nervioso tratando de encontrar qué tenía que apretar para hacer la transferencia de dinero. Me sentí un jubilado peleando con un cajero automático. Recibí ayuda del editor que me indicó los pasos a seguir. En la pantalla apareció una leyenda que decía que se estaba completando la operación. Los segundos incómodos empezaron a correr. La operación se estaba completando. Unas personas se acercan al stand y una alarma se encendió dentro mío. Mientras esperaba, el editor elogió la remera que tenía puesta. Es una remera negra con una foto de Céline y el título de su primera novela en francés. Le agradecí, pero después me sentí un poco estúpido. Estaba en una feria para comprar libros con la remera de un escritor. Me dije: soy la versión literaria de los que van a recitales de rock con la remera de su banda, o los que juegan al fútbol cinco con amigos disfrazados de jugadores profesionales. El celular me avisó que el pago había sido exitoso. Sentí un gran alivio.

Más adelante había un puesto con dos mesas, más amplio que los demás. Tenía mucha gente alrededor. Esperé que se alejaran algunas personas y me encontré con una gran cantidad de libros. La estética de las tapas era original, con ilustraciones personalizadas. La confección de los libros era simple pero linda. Elegí uno y lo abrí. Leí lo siguiente:

Llego agotado

es de noche

me enrosco entre mis sábanas

resucito los orgasmos

que vivimos juntos

No me disgustó, pero tampoco me pareció bueno. Estaba en presencia de algo que suelo leer en las redes sociales. Algo que abunda y se multiplica. No me sorprende que la nueva generación de poetas de Instagram tenga tanta llegada al público. De hecho, la poesía de Instagram se convirtió en un género en sí mismo. Lo que me sorprende es que alguien decida hacer libros con eso.

La gente en el puesto compraba mucho. Los ejemplares se vendían bien. Los lectores parecían felices. Pensé que mi reacción al leer el fragmento fue el rechazo instintivo a lo nuevo. Una señal de que me estaba volviendo viejo.

Unos puestos más adelante, una chica efusiva le contaba a la que la atendía:

— ¡Este libro de acá lo tengo! Lo subrayé todo. Es de esos libros para tener a mano porque siempre volvés para leer algún fragmento, ¡Me encantó! ¡Y este otro también lo leí!. Es menos interactivo, pero te re atrapa. ¿Cuál me podrías recomendar? Estoy más para unos ensayos.

Su excesivo interés y obsecuencia me dieron un poco de asco. El asco lo traduje como envidia, ya que yo no tenía esa habilidad para interactuar con la gente de los stands, ni soportaba la muchedumbre a mi alrededor. Sentí que había sido suficiente y decidí irme.

Llegué al estacionamiento y un tipo se estaba quejando porque le habían perdido la llave de su camioneta. El encargado trataba de pilotear la situación como podía. Calmaba al dueño de la camioneta mientras usaba un celular con la pantalla estallada para llamar al empleado que hacía el otro turno. Me quedé viendo la secuencia hasta que el encargado me preguntó si quería abonarle. Le digo que sí y me dice el monto. Le pasé la tarjeta de débito.

— No, tarjeta nada. Efectivo.

Si alguien me estaba haciendo una cámara oculta le estaba saliendo increíble. Fui hasta un cajero en la Avenida Corrientes a sacar plata. En el camino vi a un tipo en la vereda con una radio portátil en la mano bailando un chamamé. Tenía un pancho en la otra, y un perrito lo seguía tratando de imitar sus pasos. El tipo le daba cada tanto un pedacito de su manjar. Les sonreí cuando pasé por al lado.

Regresé al garaje y me recibió el dueño de la camioneta en la cabina del encargado.

— Buenas maestro, ¿Cuál es su auto?

— El Gol gris.

Me alcanzó las llaves sin cobrarme la estadía. Me asomé por la ventanilla de la cabina y vi que al lado del televisor que seguía transmitiendo el partido, el encargado se retorcía atado de pies y manos. Un pañuelo en la boca amortiguaba sus gritos. Supuse que estaría pidiendo ayuda.

Subí al auto y aceleré despacito asomándome a Billinghurst. La iluminación artificial de la calle entró por el parabrisas. Un brillo metálico en el asiento de acompañante llamó mi atención. Estiré la mano y agarré el blister del Valium que me había tomado poco después de estacionar. Se me ocurrió mirar la fecha de vencimiento y descubrí que los comprimidos habían caducado hacía más de seis meses. Presioné las burbujitas de plástico de los tres que quedaban y me los tomé. Volví a mirar con cuidado para ver si no venía ningún auto y salí del estacionamiento para regresar a casa.

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