El jefe peronista

Manuel Alvarez
UOiEA!
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6 min readDec 19, 2018

E l domingo 15 de diciembre se cumplieron quince años desde que Luciana se fue de Tucumán a sus dieciocho porque no podía respirar. Primero se fue un tiempo a San Francisco en Córdoba y al año se vino para Buenos Aires. Pero no importa, la fecha de huida es una: 15 de diciembre del 2004. Para entonces yo terminaba la secundaria en mi colegio porteño acomodado y las probabilidades de cruzarnos eran mínimas.

Pasó un tiempo largo, pero nos cruzamos. Fue a mitad del 2015 en un taller de escritura creativa. Luciana al principio hablaba poco, pero se fue soltando y empezó a hablar cada vez más. En especial de música. Y todo lo que traía sonaba como una balada de rock. Pero no hablo de Bon Jovi, hablo de Zeppelin. Sus textos tenían esa cadencia, no solo hablaban sobre música, eran música. Me acuerdo de uno que tituló La pertenencia y hablaba de su infancia en Tucumán y la influencia de Manuel, su abuelo, un prestigioso diputado de la provincia, que murió cuando ella tenía doce. En el texto contaba cómo los 17 de octubre se juntaba toda la familia a festejar como si fuera navidad, comían, brindaban, hablaban de política y hacían un sorteo en donde el ganador daba un discurso. También contaba que cuando ella tenía nueve años ganó el sorteo y dio el discurso sobre una silla que usó como atril. Había una imagen demoledora ahí. Era la de su abuelo llorando después de que Luciana terminara su discurso con los dedos en V y se pusiera a cantar la marcha peronista. Esa imagen del caudillo quebrado todavía me atraviesa. También me acuerdo de una frase del texto en la que el abuelo decía: «¿Qué hizo Dios por nosotros? No sabemos, ¿y Perón? Todo».

Al especial de Netflix sobre Springsteen la palabra especial le calza perfecto. No es un documental. No es un recital. Es otra cosa. Hay un tipo en el escenario, sí, que canta y toca distintos instrumentos, pero lo hace de a ratos; el tipo, sobre todo, habla.

Hace unos meses fui a Tucumán y estuve en la casa donde vivió con sus abuelos, sus padres y no sé cuántas personas más. Todavía hoy se siente la presencia de su abuelo. Luciana volvió a hablarme de las historias que le contaba y de lo generoso que fue con ella y con la gente que le iba a tocar la puerta en busca de ayuda. En la pared de una escalera vi una foto de Manuel joven, morocho, fuerte, con una sonrisa vital. Cerca había una foto de Luciana a sus seis años, cachetona, negrita, posando con los brazos en jarra, como una modelo. Me contó que a esa edad Manuel le regaló una tarjetita que llevaba su nombre y una foto 4x4. Era una credencial del partido justicialista hecha a medida y venía con un mandato familiar: trabajar para el pueblo.

Ese domingo 15 almorzamos con mi viejo, mis dos hermanos y Luciana unos sándwiches de jamón y queso con la televisión enfrente. Mientras comíamos los sándwiches pusimos el especial que sacó Netflix sobre Springsteen. Creo que la palabra especial le calza perfecto. No es un documental. No es un recital. Es otra cosa. Hay un tipo en el escenario, sí, que canta y toca distintos instrumentos, pero lo hace de a ratos; el tipo, sobre todo, habla. Habla y lo hace usando la palabra justa, como si fuera un discípulo de Flaubert. Es increíble el poder de la palabra, las palabras bien usadas hipnotizan. Y Springsteen las sabe usar a la perfección, el tono, el énfasis, los silencios, todo funciona. El tipo te mete adentro de lo que cuenta, cuando canta y cuando habla, porque no solo es un músico dotado, también es un orador descomunal, un predicador al que se le cree todo, al que se necesita creerle todo. Creo que ahí está la clave: la potencia de lo que transmite.

El show, digámosle así, es en un teatro chico donde entran menos de mil personas. Parece un show familiar, íntimo, acorde a las historias personales que Springsteen narra. Porque acá no están solo las canciones, sus canciones, que retratan a Estados Unidos como lo hacen las novelas de Richard Ford (¿Hay alguna duda de que Springsteen con sus canciones desde principios de los setenta a hoy está escribiendo una, otra, gran novela norteamericana?*). Acá también están las historias que construyen esas canciones, que las sostienen. Sobre todo la de su viejo ausente, alcohólico y depresivo, y la de su relación con New Jersey, el lugar del que se escapó, pero siempre vuelve.

Springsteen habla y parece un abuelo, un abuelo enfierrado, superpoderoso, con una biaba indisimulable, pero abuelo al fin. Habla, entonces, desde la experiencia del abuelo que quiere compartir su vida, que se acuerda de su infancia como si hubiese sido ayer y no hace casi setenta años, que quiere aconsejar para que sus nietos, nosotros, aprendamos lo que él aprendió. Así, su voz rasposa funciona como un tranquilizante.

En un momento del especial, cerca del final, Springsteen se emociona al hablar de su viejo. Dice que cuando su mujer estaba a punto de parir a su primer hijo su viejo viajó 800 km y le cayó de sorpresa en su casa. Era por la mañana y el viejo apareció con unas cervezas para tomar. Se sentaron en la mesa de la cocina, y su viejo, que no era muy comunicativo, le dijo que él había sido muy bueno con ellos. Y yo no fui muy bueno con vos, le dijo. Springsteen mira al horizonte, deja pasar un segundo y vuelve a hablar. Tiene los ojos cargados y su voz estentórea empieza a resquebrajarse. Enseguida suelta una teoría sobre la paternidad. Los padres somos fantasmas o somos ancestros en las vidas de nuestros hijos, dice. O los cargamos de nuestros errores y los atormentamos, o los asistimos y los liberamos de nuestro comportamiento defectuoso ayudándolos a que encuentren su propio camino, agrega. Mira para abajo. Piensa. Respira hondo. Mi viejo ese día, después haber sido un fantasma por mucho, mucho tiempo, me estaba pidiendo un papel ancestral en mi vida, dice, y guarda una mano en el bolsillo de su jean. Al ratito se seca el ojo con la palma. Se calla y se escucha su respiración conteniendo el llanto, trabándolo en la garganta. Niega con la cabeza y dice que lo que su viejo quería era que escribiera un nuevo fin a su relación y que él estuviera listo para el nuevo comienzo que estaba a punto de experimentar. Después se toca la nariz, se rasca la frente y se seca el ojo derecho. Deja la mano tapándole la boca, como si estuviera a punto de toser. Vuelve a tocarse la nariz con el pulgar, ahora lo hace cuatro, cinco veces, mirando a ninguna parte. Fue el mejor momento de mi vida con mi viejo y eso era todo lo que necesitaba, dice. Automáticamente mira para el costado, como si quisiera esquivar la mirada del público, y se acomoda la armónica en la boca. Respira, vuelve a mirar al frente, arquea la ceja y empieza a rasguear la guitarra y, como si su canto fuera un rezo, se transforma y hace una versión demoledora de Long time coming. «Quier el sentido común que todo fin sea también un principio», escribe Aira en El llanto, una, otra, de sus novelitas geniales. Tiene razón.

No sé bien cómo ni por qué, esas cosas no se saben, el llanto de Springsteen me llevó al del abuelo de Luciana. Pero pienso que el llanto y la música tienen algo en común: son sanadores, alivian. Supongo que ahí debe estar la conexión.

Al principio del especial Springsteen hace una introducción a My hometown y mientras habla la miró a Luciana. Acá cuenta cuando se fue de Tucumán, le digo en voz baja. Luciana se ríe. Enseguida viene un primer plano de Springsteen: la cara cuadrada, la pera hacia afuera, las arrugas en los ojos, la frente ancha. Está parecido a Perón, digo en voz alta. Luciana me mira cómplice. Ahora los que se ríen son mis hermanos y mi viejo. Es el jefe peronista, dice ella.

*Está claro que su gran novela empezaría así: In the day we sweat it out on the streets of a runaway American dream / At night we ride through the mansions of glory in suicide machines.

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