El que se sienta en la cabecera manda

ana navajas
UOiEA!
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5 min readFeb 4, 2019
Ilustración Sara Sahores.

Todos los whatsapp que tenía con mamá se borraron cuando se me rompió el celular el miércoles pasado. A veces los releía, aunque sólo decían cosas tipo: llegaste; el avión se retrasó; quiero ver a las chicas; ojo que mañana empiezan las clases; ya bajo. En el teléfono nuevo, también desapareció de la lista de los contactos favoritos. Tuve que volver a armarla. De paso, la reordené. Primero está mi marido, antes estaba mamá. Sigue Rosa. Papá subió varios puestos. Más abajo están mis hermanos: la más chica, el mayor, la del medio y el arquitecto. Es sólo el orden en el que se van agendando. En su momento no me pareció borrarla a mamá, aunque no la fuera a llamar nunca más. Pero ahora, añadirla es siniestro. También era siniestro equivocarme y llamarla sin querer. A veces me pasa. En mis llamadas recientes había una a mamá. Listo, creo que es mejor así.

Lo invito a papá a casa. Le traigo turrón. Le compro el vino que le gusta. Trato de darle el mejor sillón, el más cómodo. Pero ninguno es lo suficientemente bueno para él. No tengo querer, suspira, replicando a su madre, que a su vez replicaría a la suya, no lo sé, pero me lo imagino como esos hábitos malsanos que se heredan de uno, y a otro, y a otro. Lo que quiere decir es que ya todo le da lo mismo. Es una nueva moda de papá, esa de fingir que ahora que es viejo y viudo, las cosas le dan lo mismo. No me río complaciente. No soy su cómplice, nunca lo fui.

Hablo por teléfono con mi hermano mayor. Me dice que para él, a los setenta y pico, podés elegir entre ser un anciano sabio o un viejo de mierda. El planea ser un anciano sabio. Yo no estoy tan segura de poder elegir.

Es el cumpleaños de su hermano mayor. Cumple 90 años. El me reenvía el mail que le escribió. Es emotivo, corto, casi una foto. Se recuerda a sí mismo, niño de ocho, esperando ansioso a su hermano de veintitrés, después de su largo período de ausencia por el servicio militar. En su mail evoca el instante preciso del baño en ducha, los dos juntos, desnudos. Su hermano le presta su shampú Mulsified, lo hace sentir importante. Fin. Pienso que en esas líneas quiere decirle que la fraternidad es un sentimiento fuerte, un amor que no se borra nunca, a pesar de todo. Pienso que con su hermano se sintió acompañado, aunque fueran instantes. Como yo con los míos. Y pienso que solo es capaz de decirlo así, por escrito. Me hubiera gustado contestarle algo más, pero solo digo: muy lindo. A la noche, en el cuento que discutimos en el taller de lectura aparece esta frase: “Hay algo biológicamente gratificante en llevarse bien con un hermano”. La anoto.

Estamos todos, los cinco hermanos y él. Yo siempre me siento en la cabecera desde que se murió mamá. Nadie quería sentarse en ese lugar pero yo dije: A mí me encanta. ¿No te impresiona? Para nada. Aprovecho para cambiar algunas reglas, ser menos protocolar, el que se sienta en la cabecera manda. Saco el kiwi de la ensalada de frutas, sirvo con la mano, qué hacés Ana, no me rompan los huevos, me dejan hacer lo que quiero. La mesa es un quilombo desde que se murió mamá. Todo es un quilombo desde que se murió mamá. Típico sábado de sol que me da en la cara y me molesta porque estoy en la cabecera. ¿Me puedo ir? Las sobremesas son re largas me dice Rosa. Primero le digo no y después: Hacé lo que quieras. Todos hagamos lo que tengamos ganas.

Hablamos de todo un poco. También hablamos de mamá, con naturalidad, como si no estuviera muerta. Intercalamos recuerdos comunes, con frases venenosas, con lo que hicimos hoy. Papá se saca los anteojos y se seca una lágrima que le resbala callada y aclara: No estoy llorando. Como cuando Rosa era chica, que se caía y decía: No me dolió. Los dos me hacen acordar a mí, a ese orgullo ridículo. Un hermano se burla. Otro se ríe. Y yo también. Somos seis huérfanos perversos, soberbios, desolados.

Mamá sos igual al abuelo, me dice Rosa, y yo le contesto que ya sé. Qué, ¿no te gusta ser igual al abuelo? me pregunta entre sorprendida y desafiante, descubriendo la tensión en mi voz. Me muestra una foto que tiene en su celular, es una foto de una foto, en blanco y negro. Papá está tirado en un sillón, o en una cama, tiene una mano detrás de la cabeza y con la otra sostiene un libro. Tiene una pierna doblada y la otra estirada, la boca entreabierta, la mirada fija. Está en cuero. Es joven. Displicente. Yo la miro. Nunca había visto esa foto, le pregunto a Rosa de dónde la sacó. Todos los que están en la mesa se van pasando el celular y dicen Es igual, es igual.

El domingo salgo a comer afuera con papá aunque me siento pésimo. Sé que está aburrido. Le digo que elija restorán. Me dice que no tiene querer. Le doy opciones. Elige uno y cuando lo hace, ya sabe exactamente lo que quiere comer. Siempre lo supo. Después lo va a criticar, como critica siempre todo. Las comidas, los mozos, los vecinos, mi tono, los demás. Y yo me voy a enojar. Y voy a volver molesta, como siempre que salgo con papá.

Hablo por teléfono con mi hermano mayor. Me dice que para él, a los setenta y pico, podés elegir entre ser un anciano sabio o un viejo de mierda. El planea ser un anciano sabio. Yo no estoy tan segura de poder elegir.

Estamos en casa, es de noche. Yo, ahí. Mis hijos merodean. Mientras cocina, mi marido pone música fuerte. Me molesta. Cuando éramos chicos, papá ponía música fuerte. Siempre jazz. El jazz solo me gustaba cuando él me invitaba a bailar parada sobre sus pies, agarrada de sus manos y éramos una sola persona, un único movimiento, como bailarines perfectos que se funden entre sí. Me gustaba cuando bailábamos una canción de Jean Luc Ponty porque era con violines y me parecía más alegre y moderna que las de sus otros discos. Me encantaban esos bailes pero al final, siempre me resultaban cortos.

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