La revuelta silenciosa

Emanuel Acevedo
UOiEA!
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5 min readMay 26, 2020
Fotograma de Meek’s Cutoff

Todo lo que vemos está penetrado de eso”, dice un poema de John Ashbery. Eso varía con intermitencia de lectura a lectura; a veces es la luz, a veces la plata, a veces la persona que me gusta. Estas últimas semanas fue el encierro. Desprovisto de todas las actividades que justifican la jerarquización del tiempo en días de trabajo y días de descanso, los pasajes de luz y de sombra en los que vivimos empezaron a perder identidad. El lunes es sábado, el sábado es miércoles, todos los días son feriados y los feriados ya no existen. Como sabemos (así se titula el poema de Ashbery), el Covid-19 nos tiene, desde mediados de marzo, cautivos y cautivados. Esta ambivalencia, que va de la privación a la obsesión, es propia de la lógica del cautiverio. Así lo demuestra gran parte de nuestra literatura nacional del siglo XIX (cuando no era del todo literatura, ni del todo nacional: cuando había indios y faltaba Estado), que abunda en la narración de cautividades. Hombre, mujeres y niños blancos tomados prisioneros por malones de salvajes. Los mismos malones que poblaron y cautivaron la imaginación de los escritores románticos y que terminaron cautivos de ella.

Como sabemos por Hegel, cuando se habla de amos y esclavos es necesario preguntar ¿Quién es quién?, invocando el nombre de ese juego de mesa policial que disfrutábamos de chicos. Esa fue la pregunta que me surgió, unos días atrás, después de ver Meek’s Cutoff, la obra maestra de Kelly Reichardt. Como en la cuarentena, en la película de Reichardt no parece suceder mucho. Un pequeño grupo de pioneros americanos, compuesto por tres familias, atraviesa en caravana el desierto de Oregon. El guía es Stephen Meek, un rastreador y cazador de osos que cree sabérselas todas. Pero a pesar de que la comitiva avanza incansable tras sus pasos, no hay rastros de la tierra prometida. El agua comienza a escasear y los padres de cada familia debaten qué hacer con Meek -cuya credibilidad disminuye- y hacia dónde continuar la marcha.

Salvo Emily (Michelle Williams), que conversa con su marido en privado y le hace saber lo que piensa, las mujeres miran de lejos, no deciden. En cierto momento, los colonos capturan un indio que venía siguiéndolos. La película presenta todo con lentitud y sin tensión dramática, imitando el ritmo cansino de las caravanas tiradas por bueyes. Las familias -y ahora no solo los hombres- deben decidir qué hacer con el cautivo. Algunos proponen matarlo, otros, usarlo como guía para encontrar agua.

De allí en más, acuerdan seguir los pasos del indio, un guía oscuro y semidesnudo, con el que no comparten ni lengua, ni cultura y que escribe, de cuando en cuando, extraños signos en las rocas. Algunos sospechan de él (¿estará dejando mensajes para su tribu?) y Meek, que ya perdió por completo su rol de guía, asegura que los indios no son de fiar. Emily es la única que ve al cautivo como alguien que merece dignidad humana; le lleva comida, agua, le arregla el calzado. Es también la única que parece entenderlo y eso le permite sustentarlo como guía. Aquí los registros se mezclan: atender es entender. Para escuchar lo que el otro dice es necesario reconocerlo en su humanidad. Si eso no sucede, todo lo que se oye son gruñidos.

En otro gran poema, Ashbery escribe lo que podría ser una buena definición para estos días: “No nos hemos movido un centímetro y todo ha cambiado”. El espectador de Meek’s Cutoff podría estar tentando a afirmar lo contrario sobre la película: “las familias no han dejado de moverse y nada ha cambiado, continúan perdidas, a la deriva, sin encontrar agua”. Pero si se observa mejor, es posible advertir los efectos de una revuelta silenciosa. En el medio del desierto de Oregon, las jerarquías que sostenían el mundo se han trastocado. Meek, el guía elegido por los padres de familia, ha perdido su legitimidad. Quien decide ahora es una mujer y quien los conduce, un indio cautivo. En el camino, las familias fueron abandonando sus posesiones -sillas, mesas- para alivianar la carga. Avanzan quitándose la cultura de encima. Sin que lo notemos, ya nadie es igual a sí mismo.

¿Cuál es el destino hacia el que nos llevan el indio y la mujer? Incierto. El único símbolo es un árbol, mitad seco, mitad verde. El porvenir se escribe mejor con puntos suspensivos. Lo que parece dejar en claro Meek’s Cutoff es que todo acontecimiento político produce una fisura en el Saber que sirve como guía de pensamientos y conductas, y permite la aparición de voces y sensibilidades nuevas, hasta entonces imperceptibles. Esa aparición es aún más significativa en tanto se produce en el territorio por excelencia del Western, ese género que surge casi al mismo tiempo que el lenguaje cinematográfico americano. A diferencia de éste, donde el que triunfa lo hace por medio de la fuerza y la violencia, en Meek’s Cutoff el poder se conquista sin disparos. Emily levanta el fusil solo una vez, para evitar que Meek mate al indio. Pero no aprieta el gatillo, no es necesario. La heroína del nuevo western sustenta su poder practicando la hospitalidad, haciéndole lugar al otro absoluto.

Por estos días, el poder judicial evalúa la posibilidad de otorgar prisión domiciliaria a hombres y mujeres privados de su libertad, cuyo hacinamiento en las cárceles del país podría crear un foco indeseable del virus y un consecutivo colapso del sistema de salud. Los reclamos llegaron pronto. En ellos se repite una y otra vez ese postulado, como sabemos, incuestionable que dice: los presos deben sufrir físicamente más que el resto de los ciudadanos. Los presos merecen menos, son menos, ni siquiera son. Más allá del debate en sí acerca de la excarcelación, sería bueno preguntarse -siguiendo el espíritu de Meek’s Cutoff- cuál es el lugar que les otorgamos a esos presos y presas y cuál el que les pertenece en tanto ciudadanos. Si el himno de las nueve suena también para ellos, o si acaso, por ser cautivos, por estar privados de la libertad -del grito sagrado- se les debe negar también la noble igualdad, la pertenencia a la Nación, a la salud y demás derechos humanos fundamentales. ¿No son esos los mejores laureles que supimos conseguir?

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