La vida ajena

Mat Guillan
UOiEA!
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4 min readJan 23, 2019
Alfonso Cuarón en el set junto a la protagonista, la actriz mexicana debutante Yalitza Aparicio.

Después de ganar el Oscar a Mejor Director con Gravity (2013) y de convertirse en el primer latinoamericano en obtenerlo, el mexicano Alfonso Cuarón se bajó del tanque y se refugió en Roma, su película más personal. Dejó atrás la parafernalia cinematográfica de sus últimos films, Hijos del hombre (2006) y Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004), y decidió utilizar elementos del cine de autor pero con todos los recursos técnicos a su disposición.

Esta apuesta estética y narrativa, con una cámara Alexa de 65mm moviéndose lento como un fantasma por el set, hace que una historia sencilla como la de Cleo, la empleada doméstica de una familia clase media-alta mexicana, pulse algunas teclas sensibles interesantes gracias al manejo preciso de los climas y los tiempos. Los planos que podrían volverla tediosa o pretenciosa tienen la duración que su belleza le brinda. Roma impone su poética desde el comienzo con las riendas de la narrativa ajustadas.

La mirada hacia la vida de Cleo es mezquina. No puede ni tomar un helado tranquila, disfrutando solo el momento más allá de todo. Es como si no tuviera una razón por la que vivir más allá de servir.

Fotograma de Roma.

Sin embargo, a su vez, en esta historia íntima sutil, en la que los conflictos de clase están expuestos desde el comienzo, el camino dramático de Cleo no tiene matices: es pobre y no conoce ni conocerá la felicidad. Mucho menos la libertad. Su vida está sometida a la de sus patrones a punto tal que se siente incómoda con los de su clase. Termina por vivir su vida a través de la óptica de esa familia que en algún punto la adopta. Así es como Cleo encuentra de vez en cuando alguna mínima tregua: se une a la familia para ver un programa de televisión pero, apenas se siente aceptada, la patrona le ordena que prepare un té para el señor.

Mientras Roma expone que las malas noticias pueden llegar tanto a una familia de clase media-alta como a una empleada doméstica, lo cual es débil como un lugar común, la mirada hacia la vida de Cleo es mezquina. No hay ni una sola pequeña cosa que le permita sonreír. No puede ni tomar un helado tranquila y disfrutar solo ese momento más allá de todo. Y Cleo, además de amorosa con los niños y servicial con la familia, no tiene espacio propio, como si no tuviera una razón por la que vivir más allá de servir.

Cuarón, que reconoció en Roma la historia de su niñera Libo y su familia, no le permite a Cleo gozar ni siquiera cuando tiene sexo con Fermín. El coito es una elipsis fugaz que termina en la elocuente escena en la que él desnudo exhibe las formas de su entrenamiento de karate utilizando el caño de la cortina del baño como palo de kendo. En contraposición, sí hay lugar para que Cleo vea cara a cara el peor momento de su vida, el golpe más bajo se muestra explícito y desluce la sutileza de la película.

Roma llega a una poética intensa en la escena del incendio y, mucho antes, cuando Cleo, en la terraza, juega a estar muerta con uno de los niños mientras la ropa recién lavada gotea sobre ellos. Ahí se revela parte de la clave del personaje. Cleo dice: ¿Sabes qué? Creo que me gusta estar muerta, y la cámara se eleva para mostrar más empleadas de limpieza en las terrazas del barrio colgando la ropa recién lavada mientras unos perros ladran.

Así como al comienzo Cleo solo parece existir por el amor que le devuelven los hijos de la familia para la que trabaja, al final, ese abrazo agónico en la playa, que le da el póster a Roma, nos llega como un tranquilizante. Y a ella le permite redimirse, tal vez alejarse para siempre, de la única oportunidad que tuvo para vivir su propia vida.

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Mat Guillan
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