Los hijos de la trampa

rap Haeluz
UOiEA!
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7 min readMar 25, 2019

L a primera observación que haces cuando llegas a la puerta del boliche donde se dará un recital de trap es que, curiosamente, la gente en la fila está muy animada. No se espera, al menos no de mi parte, que esa música lenta, ritualmente rítmica, viscosa, con tempos y repeticiones que terminan por parecer un mantra oscuro que te baja el voltaje del espíritu, sea capaz de generar entusiasmo, incluso fraternidad. Primer prejuicio caído de la noche: los seguidores del trap se mostraban esencialmente felices.

Mi amigo Carlos y yo habíamos comprado las entradas con bastante antelación; en el tiempo de esa espera nos habíamos bebido como borrachos sedientos prácticamente todo lo que habían subido en Youtube hasta ese momento los carajitos estrellas que esa noche harían de un boliche de Palermo una fiesta de Petare, favela caraqueña, la más grande de Latinoamérica. Y es que si bien anteriormente habíamos asistido a los conciertos de otros raperos como Akapellah, Randy Acosta y Lou Fresco, ningún referente nos hacía sentir seguros de cómo sería ver en vivo a los chamitos locos, Big Soto y Trainner, los autodenominados “hijos de la trampa”. Otro prejuicio estallaba sin contemplación: nuestro background vivencial y musical se estaba quedando sin gasolina en el tanque, lo que dio paso a una epifanía: por mucho que los temas de Big Soto y Trainner nos resonaran y corrieran paralelos en ciertos momentos con nuestra experiencia, la distancia generacional con la que los veíamos empezaba a asomarse esa noche.

El trap representa perfectamente la soledad y el aislamiento de una generación que sabe relacionarse desde la lejanía. El trap sería un buen soundtrack para una película sobre redes sociales.

La distancia generacional y la extrañeza al tratar de percibir y acceder dentro de la arquitectura de un ritmo pesado y poderoso con el cual no creciste, que no te activa el metabolismo de la memoria, me llevó a acercarme al objeto musical novedoso desde una postura racional y comparativa con lo que podría considerar mi música. Y si toda comparación es incompleta, arbitraria y egoísta también es un ejercicio donde surge la nostalgia. Comparación porque recuerdas cómo era tu generación cuando tenía la edad de estos apenas veinteañeros que ahora, ya dentro del boliche, se balancean frenéticamente lentos al son de unos acordes tristes y solemnes. Nostalgia porque aparecen como una visión casi nítida el tiempo y el espacio de un país que se llamó Venezuela y que estalló lanzando lejanos e irrecuperables sus hijos como esquirlas. Más nostalgia porque las canciones de Big Soto y Trainner están llenas de referentes de una época de la que no alcanzaron a conocer más que su eco. Esta generación de raperos y traperos venezolanos mira hacia atrás, hacia los años 70, 80 y 90, y reconoce en el pasado un espejo en el que se observan, se acicalan y se maquillan antes de componer un tema o subir en tarima. Se asumen hijos de una estética todavía cercana a la vez que irrecuperable. Esos sonidos eléctricos del Atari o el Súper Nintendo, la composición visual de los juegos de videos de los 90, el uso para sus propias pistas de temas grabados bajo el sello Fania All Stars y la idolatría casi religiosa que generaba la figura de Michael Jordan, configuran un estilo musical que, aun siendo millenial, no deja de tener el ancla fondeada en el pasado. Quizá esa saudade por un pasado no conocido sea un rasgo de esta generación a la que pertenecen estos “hijos de la trampa”. Quizá ello lleva encriptado el reconocimiento de que el futuro es algo muy lejano, inasible, sombrío. Tal vez asumen que el futuro nunca te alcanzará mientras vivas inconscientemente el presente. Puede que simplemente ser nostálgico esté de moda. Pienso en que quizá por eso haya tenido tanta recepción una serie monótona como Stranger Things.

Al paso que la noche avanza la expectativa crece. El ambiente huele a porro y hormonas. No menos de trescientos argentinos y venezolanos bailan sin bailar entre ellos. Revelación tardía de ese momento: el trap representa perfectamente la soledad y el aislamiento de una generación que sabe relacionarse desde la lejanía. El trap sería un buen soundtrack para una película sobre redes sociales. En ese momento Carlos lanza una frase dramática en medio del tumulto en el que debemos tensarnos para poder oírnos: “El trap es lo contrario del rock. El rock ya no dice nada”. Lapidario.

El trap y el rap en Venezuela comparten un rasgo acaso contradictorio: sus exponentes actuales más conocidos -Big Soto y Trainner, Akapellah, Adso Alejandro, Lil Supa (Canserbero merece un escrito aparte)- a pesar de acusar a menudo hasta el abuso de la tendencia a la añoranza, son pródigos a la hora de hablar en sus temas de poseer en un tiempo no muy lejano carros, mansiones, dólares, joyas, Grammys, “más perras, más likes, más views”. Nostalgia de nuevo, sí, pero huyendo hacia adelante. Es esta utopía neoliberal la que atraviesa en casi todo momento estos dos géneros. No hay que pasar por alto tampoco que la mayoría de estos exponentes nacieron casi al mismo tiempo que un proceso de cambios en Venezuela que aún hoy sigue vendiendo, cada vez a un precio más alto, la esperanza de un futuro luminoso y pleno. Un intento de revelación ya borracha a estas alturas: los traperos venezolanos van a contramano de la historia, viven un no-tiempo, un no-espacio.

Big Soto y Trainner son revolucionarios, honda y contradictoriamente revolucionarios. Son los más coherentes representantes de una viveza criolla 2.0 que no tiene reparos en estafar antes de ser estafada.

Sigue transcurriendo el tiempo -quizá solo Carlos y yo nos vamos dando cuenta de ello- y Big Soto y Trainner no deciden en subirse a la tarima, demasiado concentrados en ser el centro de atención del área VIP, del boliche entero, del Universo. Hay momento para una disquisición más: sobre el reconocimiento de ser “hijos de la trampa”.

La viveza criolla, el saber ser vivo, avivado. “Vivo” en Venezuela -y en nuestras sociedades herederas de la picaresca- puede ser desde un personaje literario en forme de animal débil que siempre vence al más fuerte hasta el político de más alto rango que exhibe una riqueza injustificable pero que ha sabido elevarse sobre sus lerdos contemporáneos. Ser vivo es, fundamentalmente, no ser Juan Bobo. Pero Big Soto y Trainner no se declaran vivos, avispados, avivados, sino que se autodenominan descendientes directos de la “trampa de la buena”. Una trampa es un cepo que sirve para capturar una presa, pero también es una forma de alcanzar lo propuesto o deseable sin cumplir las reglas ni respetar al contrario. El trap sabe bastante de esto último. Big Soto y Trainner, al reconocerse como hijos de la trampa, declaran un modus vivendi y un ars que se salta el stablishment a fuerza de rayar en lo apenas legal y lo socialmente aceptable. En ese sentido, Big Soto y Trainner son revolucionarios, honda y contradictoriamente revolucionarios. Son los más coherentes representantes de una viveza criolla 2.0 que no tiene reparos en estafar antes de ser estafada. Una lúcida y oscura lectura de una realidad y un contexto a golpe de jarabe para la tos, depresión y desesperanza. La trampa, entonces, es la única vía de ascenso y escape. Importa el talento, sí, pero en un medio hostil donde cualquier noción de ley está abolida la única actitud de sobrevivencia pareciera el ser tramposo. “El talento sin Preveral es un azote” diría un Simón Bolívar trapero. Una trampa que no nació hace poco, por cierto, sino que ha venido mutando desde hace rato, siendo estos chamitos locos de Cumaná, un pueblo en la costa venezolana conocido antes del surgimiento del trap por ser la cuna del prócer vencedor en Ayacucho Antonio José de Sucre, los que, contrario incluso a aquellos que vociferan sobre valores eximios y absolutos, asumen sin reparos este origen fallido.

Hubiésemos extendido hasta el infinito estas consideraciones y especulaciones. Eran casi las 4 de la mañana cuando los “hijos de la trampa” subieron al escenario para explotar el local de energía y hacer que el concierto nos recordara, a despecho de Carlos, un recital de rock. Habíamos de pronto conseguido el referente suelto que nos faltaba: Big Soto y Trainner son, básicamente, rockstars, herederos de figuras de culto del under antes de ser mainstream. Son ídolos porque su público sencillamente los idolatra. Todo los allí presenten se sabían -nos sabíamos- todo lo que cantaron. Era raro ver como tanta energía podía ser oscura, depresiva y viva a la vez, como un agujero negro que antes de devorarse a sí mismo te eyacula y repotencia en forma de chorro de luz directo hacia las entrañas de la noche. Era la trampa en vivo. La sensación de querer ser malo. La necesidad de reconocer que estos carajitos, lejos de su tierra y de los discursos conocidos, nos estaban hablando de un país, un género musical, una estética, una época.

Al terminar el último tema salimos y había amanecido. Buenos Aires y Caracas se mezclaron en mi percepción y la ciudad que se me presentaba ahora era ninguna y las dos a la vez, familiar y lejana, como una prima a la que nunca ves pero que la sabes parte de ti y de tu historia. Carlos dijo que estaba cansado y que le dolía la espalda. Yo pensé que en cinco años cumpliré cuarenta y para entonces el trap será clásico.

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De niño me caí de la realidad y nunca pude sacarme el golpe.