Luciérnagas aplastadas

Rodríguez
UOiEA!
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9 min readAug 27, 2020

Víctor Alfonzo Ramírez acababa de cumplir treinta y dos años en 2002 cuando decidió que era el momento de darse de baja de la aviación venezolana. Había alcanzado el grado de Capitán. Su padre, Coronel de la misma fuerza armada, había muerto unos meses antes. Esa tarde en que su renuncia se hizo efectiva entró a su habitación, se probó por última vez el traje azul de gala de los aviadores e hizo un saludo militar y una voz de mando frente al espejo de cuerpo completo que le hicieron reír. Se desnudó y colgó con cuidado el traje en el clóset. Se vistió con un pantalón ajustado, “corte brasileño, divino”, una remera corta que dejaba ver su trabajado abdomen y pintó su rostro de lamé y carmesí. Así la conocí, como La Víctor.

Dentro de la jerarquía moral de los oficios ejercidos en los pueblos de Venezuela no daba lo mismo ser barbero que peluquero. En mi infancia, el primer oficio era practicado generalmente por italianos viejos venidos en la posguerra que lo mismo se habían ganado la vida en el nuevo país horneando pan y levantando casas que cortando cabellos y emparejando bigotes. Marciales y solemnes, acometían su trabajo con rapidez y seriedad. El fin residía en dejar cliente pulcro y presentable. Ser peluquero -o estilista- era entonces una afrenta directa al oficio, a la masculinidad, a la tradición. Por eso el escándalo ese 2002 cuando La Víctor, ex piloto de prueba de aviones de combate Mirage, abrió su peluquería llamada “Caprichosas Atelier”. Coqueta y estridente, inauguraba entre la juventud del pueblo la moda de hacerse un corte de cabello “moderno” con el loquerío.

Ya fuera por la rareza de cortarse el cabello con un ex aviador de combate o por simple desafío a nuestros padres, desde su apertura el atelier de Víctor fue popular entre nosotros los adolescentes. Esperábamos largo rato nuestro turno en su local seguros de que la habilidad de sus manos pilotas y su queer sensibilidad nos harían salir de allí hermosos como nunca antes. Odiábamos de pronto a los barberos y peluqueras que nos cortaban el cabello desde niños. Parecían repetir siempre el corte que alguna vez nuestras madres les habían dicho que nos quedaba bien. En cambio Víctor nos embellecía pensando en que éramos sus efebos parroquiales, Adonis hormonales del trópico para el deleite de su ojo voyeur.

A mí me llamaba la atención una foto colgada en la pared de su atelier, donde se veía con el uniforme azul altivo de gala de los aviadores. Notaba que había una pieza suelta en la solemnidad marcial que intentaba transmitir. El quepis perfectamente en el centro de su cabeza; el bigote sobrio y ralo; la tez cobriza de tanto ejercicio al aire libre; las condecoraciones de su grado militar; el cuello templado; el pecho de plomo. Pero en el fondo de su mirada alguien clamaba ayuda y reclamaba escape. Justo al lado de esta imagen había otra foto suya en donde posaba disfrazado de luciérnaga. Había sido tomada en el Carnaval más reciente en un playa llamada Carúpano, a 600 kilómetros de Caracas. Hasta allí había ido Víctor a desfilar con otras conjuradas en la Noche de las Luciérnagas, un evento propio dentro del Carnaval donde la comunidad sexodiversa del interior del país se reunía para montar su propia versión del Miss Venezuela. Víctor posaba feliz con una banda de Miss Amistad en su pecho.

Alguna vez me dijo que lo único que extrañaba de la etapa militar eran sus tiempos de cadete, dormir en una barraca con cincuenta novatos más, todo mareo por el tufo dulzón de la testosterona, todo deseo tembloroso de que algún soldadito de provincias se le acercara y le pidiera la solidaridad de hacerle una paja, como amigos, desde la más elemental de las fraternidades. Víctor me contó que en esa época la apodaban “Vasito de agua” porque no se le negaba a nadie.

Acostumbraba a irse a los bares y a las vallas de peleas de gallos para proponerles a los borrachos que se la dejaran chupar a cambio de dinero. Una vez que remataba la faena alegaba que no tenía dinero o que se le había olvidado meterlo en su billetera. Viendo incumplida la promesa y, sobretodo, viendo su masculinidad quebrada y regada por el piso, el chupado/estafado optaba por caerle a palos al estafador oral.

Varios domingos al amanecer lo encontraron, lo encontré, tirado en una esquina apaleado, cubierto de sangre y heces, con apenas una tanga de falsa piel de leopardo por taparrabos.

Recuerdo aún el titular de la página roja de El Siglo un domingo de mediados de 2005: “Hallaron muerto travesti en la Carretera Nacional”. El occiso había sido identificado como Víctor Alfonzo Ramírez, de 35 años, quien se ganaba la vida como barbero. Sí, barbero. Lo encontraron flotando en una cloaca efervescente de larvas de mosquitos, entre neumáticos, botellas y pañales de bebé usados. La autopsia reveló que su muerte se produjo por enterramiento en el cráneo de su zapato de tacón alto.

Muerto Víctor nos comenzamos a cortar el cabello con La César, un flaco alto que caminaba despacio y provocador por las calles de Cagua como un Miguel Bosé desnutrido y ojeroso. Había abandonado a su mujer, pero siguió siendo el padre responsable de dos hijas. En su atelier, “César Unisex”, siempre se oía Fey, Alaska y Dinarama, Amistades Peligrosas y había olor a incienso de mango. Había construido en un rincón un altar precario en donde adoraba y rendía tributo a, decía, sus “estrellas fugaces”, un bizarro santuario en donde lo mismo colgaba una foto de Rod Stewart o de Freddy Mercury que de Flor de Llano, un antiguo dragqueen del pueblo que según la mitología parroquial había llegado a presentarse en los 70 con su show de boleros en la mismísima Nueva York. En ese altar, una vela alumbraba las fotos amarillentas de las cantantes Lirio, Martirio, Delirio y Colirio, remotas travestis que eran la atracción principal en un cabaret de La Habana Vieja.

La mayoría en ese altar había viajado sin retorno en la aerolínea del Sida.

En nuestras casas nos habían dicho que esa enfermedad tenía más de pecado que de enfermedad y que sólo la sufrían los homosexuales. Nunca llegamos a relacionar que la eterna tos de La César, su imposibilidad crónica en subir de peso, sus ojeras de tormento y la calvicie casi total que disimulaba con un tinte color ardilla eran señales del mal. Una tarde nos contó que había contraído el virus después de una noche excesiva en que un amante al que nunca volvió a ver le rompió, en ese orden, culo y corazón. Al día siguiente encontró escrito en el baño del hotel con lápiz labial la frase “Welcome al mundo del Sida”. Otras veces relataba que el contagio vino después de clavarse la aguja de una jeringa infectada en la butaca de un cine una tarde que había ido a ver Tiburón 2. Nunca creímos en esas leyendas urbanas que nos contaba.

Con el tiempo notamos que La César parecía irse borrando. Las líneas mismas de su silueta se volvieron difusas. Perdió densidad, corpor. Era una sombra transparente que luchaba para que la ropa no se le notara demasiado grande. Cuando aparecieron las primeras manchas en su cuello cerró su atelier con la excusa de visitar a una hermana bellísima que solo conocíamos por fotos. A los meses murió y volvimos a quedar en la orfandad estética, pero, sobre todo, extrañábamos las visitas quincenales en las que César nos recitaba conmovido y de memoria los empalagosos poemas de José Ángel Buesa o el ridículo “Nocturno a Rosario” de Manuel Acuña.

N o nos quedó otra opción que emigrar al atelier de Arkángel. Lo detestábamos por su costumbre de dejar caer como al acaso el cepillo o la navaja justo sobre nuestros genitales. En medio segundo te rozaba-apretaba-palpaba sin darte tiempo a reaccionar. Al contrario de la música de César o de Víctor, que siempre oía Juan Gabriel y José Jose y nos complacía colocando CDs con la salsa que nos gustaba, las únicas canciones que parecían gustarle a Arkángel eran las malditas baladas cursis de Marco Antonio Solís. También nos aborrecía su gordura y su excesiva teatralidad. Si le preguntábamos, por ejemplo, porqué se teñía el cabello de un amarillo casi blanco respondía con una performance en donde declaraba mimosa su amor y su parecido por Marilyn Monroe, al mismo tiempo que imitaba la famosa pose de la Baker con la falda ondeando sobre una estación del metro de Nueva York.

Esta ciudad era su Moby Dick. Un musulmán devoto jamás sentirá tanto deber de ir a La Meca como la idealizada responsabilidad que sentía Arkángel de visitar “la jaula de las locas del primer mundo”. Donde, “imagínate, bebé, te regalan condones en los desfiles y nadie te dice nada si sales a la calle con la cara llena de escarcha. Baja la cabeza que te voy a pasar la navaja, papi”.

En vez de Nueva York su presupuesto sólo le alcanzaba para alquilar dos veces al año un viejo autobús Ford destrozado en donde él, La Giganta, La Chino, La Manuel y varias más viajaban hacia las proletarias playas de la Costa Central. Allí, según nos contaba luego, pasaban tres o cuatro días tomando anís barato, bailando salsa y house sin piedad y fumando el peor de los cigarros y la peor de las marihuanas que sus bolsillos de perras pobres le permitían comprar. La fiesta era total cuando alguna niña de las más jóvenes y que se había escapado de su casa para su bautismo costeño se levantaba a un gordo lascivo, blando y blanco de clase media. Ese gordo se había fugado unos días de su casa cansado del aburrimiento marital y con ganas de llenar, aunque fuera solo por un rato, el vacío de su soledad. Entonces, Gordo les compraba varias botellas de whisky que beberían sin control y cigarros que no producirían cáncer a los seis meses. El amanecer las sorprendía como palmeras borrachas que creían divisar en la fugaz línea del horizonte del Caribe las inasibles luces de Nueva York.

Arkángel nos empezó a caer bien una vez en que su marido policía nos ayudó a que no nos detuvieran por una pelea que hicimos en una fiesta. Creo recordar que alguien le había tocado el culo a uno de nuestro grupo o lo miró mal, daba lo mismo. Lanzamiento de golpes, promesas de disparos, alguien que llama a la patrulla. El marido de Arkángel nos reconoció y nos dejó ir. Había visto que éramos clientes cuando iba a llevarle algún chocolate o un jugo en medio de sus horas de guardia. El tipo estaba casado y tenía dos hijos. A Arkángel no parecía importarle. “Puede estar con la mujer que quiera, pero su marico soy yo”, solía decirnos vencedora. Al tiempo la mujer del policía le reclamó su extravagancia y el romántico oficial tuvo que cortar de raíz toda relación y contacto con Arkángel.

Me gustaría decir que Arkángel cayó en un despecho del que pudo recuperarse. En vez de eso el ángel caído que soñaba con ir a Nueva York empezó a entregar su corazón a cualquiera que le mostrara un poco de calor y compañía. Uno de estos amantes aprovechó la confianza reciente que se había ganado de Arkángel. Utilizó las llaves que le había dado éste y entró a robar su atelier una madrugada de abril de 2007. Arkángel dormía esa noche en el atelier, algo que nunca hacía. La versión oficial publicada en la página roja de El Siglo fue que el ladrón al verse descubierto forcejeó un rato con Arkángel antes de clavarle una puñalada en el corazón. El asesino acababa de cumplir 22 años.

Varios de nosotros dejamos de cortarnos el cabello un tiempo como señal de luto. Miguel El Hueso estuvo más de un año antes de volvérselo a cortar. El ex marido policía de Arkángel no soportó las bromas que le hacían por su reciente “viudez” y pidió traslado a otra delegación de policía. Nunca más supimos de él.

Con el tiempo dejamos de ir a los ateliers.

Cuesta creer que Víctor Alfonzo, César y Arkángel no eran muy cercanos entre ellos a pesar de coincidir en tiempo y espacio en el mismo pueblo. Instinto de lobas Alfa quizá. Me alegra pensar que reencarnaron como las más brillantes de las luciérnagas y que ahora iluminan con su fosforescencia insolente las borrachas noches de invierno de La Habana o Nueva York.

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Rodríguez
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De niño me caí de la realidad; nunca pude sacarme el golpe.