Miraba el monte desde la galería

ana navajas
UOiEA!
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6 min readApr 5, 2019
Ilustración: Sara Sahores

“Francisca no es mala, sufrió mucho”, me contó mi mamá tiempo más tarde para convencerme de que Francisca no era mala. Recién cuando tuve una hija me di cuenta de que, en el fondo, era buena. Es lo que le pasa a muchas mujeres. Cuando paren a sus hijos es cuando entienden a sus madres. Yo cuando parí a mi hija, entendí a Francisca, mi niñera. Cuando parí a mi primera hija, de todas maneras le puse Rosa, el nombre de mi otra niñera, la buena; aunque tengo que decir que Francisca, el de la mala, también fue un nombre que consideramos.

Francisca llegó a casa desde lejos un día, sola y a pie. Se había ido de la estancia en donde trabajaba, cansada de que que abusaran de ella. Su patrón la había violado y la había dejado embarazada. Después le sacó el bebé y lo crió como a un patroncito. Me encantaba escabullirme en el cuarto de Francisca y mirar la foto del niño vestido de chaleco y pantalón marrón haciendo juego, camisa celeste y un bonete de cumpleaños tan vistoso que parecía los de mis libros de cuentos. Estaba parado en una silla, solo, en frente a una torta con una vela que decía “2”. Yo siempre le preguntaba ¿quién es? A veces no me contestaba, a veces me decía nadie y a veces me decía mi hijo.

En mi familia se usa mucho eso de que los niños se enteren de todo mucho tiempo después. De que todos nos enteremos de todo mucho tiempo después.

Mamá no necesitaba otra empleada pero estaba en el final de su quinto embarazo, el último, así que la contrató. Además, siempre fue defensora de las madres solteras, de las mujeres golpeadas, de los ex combatientes, de los que no podían estudiar, de los que no tenían padres. Francisca reunía varias de esas condiciones. Era huérfana de padres, huérfana de hijo y quería hacer la primaria. Mientras trabajó en casa fue a la escuela nocturna. También a catequesis. Tomó la primera comunión el mismo día que yo, al fondo de la fila.

Según me cuentan, yo tenía cuatro años cuando llegó y apenas la vi, me fui corriendo. Por eso no te quiere, me decían mis hermanos grandes cuando venían de visita de Buenos Aires. No te quiere porque vos tampoco la querés.

A mí me gustaba estar con Rosa. Rosa me apañaba, me hablaba con dulzura, me dejaba hacerle peinados y ayudar en la cocina. Me daba una tablita, un cuchillo y me dejaba picar carne, pelar papas y zanahorias.

Francisca, en cambio, me retaba siempre. No me dejaba pisar el piso cuando pasaba el trapo y si por casualidad me veía caminando por el pasillo, me corría con el escurridor. Mamá no nos dejaba estar adentro de la casa. No me dejaba estar sentada leyendo, le parecía inútil. Y Francisca lo acataba a rajatabla. A mi hermana menor, por el contrario, le decía mi bebé, porque la vio nacer. Ella no tuvo la oportunidad de salir corriendo. Ella era la única que la hacía reír.

Francisca tenía un lunar enorme en su cara, marrón, arrugado y con pelos. Igual al de la madrastra de Blancanieves cuando se convertía en bruja. Cada vez que mamá y papá viajaban a Buenos Aires a visitar a mis hermanos que se habían ido a vivir con mi abuela para hacer el secundario, Francisca se convertía en mi madrastra. O en mi bruja, que para las niñas que leían cuentos como yo, es lo mismo.

Se apropiaba de la casa, ponía chamamé a todo volumen y silbaba las melodías. No me permitía dejar un solo bocado del plato y no le importaba hacer las comidas que yo más odiaba, como niños envueltos. Que era como comerme a mí misma, o a mi hermana.

Yo le escribía a mamá cartas de amor desgarradoras. Mis primeras cartas de amor. Le decía te estraño. Le preguntaba cuándo volvés. Le contaba que Francisca me pegaba cuando no le hacía caso. Y que era mala, muy mala. Le decía que la casa era triste sin ella. Se las dejaba en su almohada y ella las leía cuando volvía. No me decía nada pero las guardaba todas y yo las pude volver a leer muchos años después.

En primer año de facultad, en un taller de escritura nos dijeron: Elijan un personaje y escriban un perfil. Yo elegí a Francisca. Cuando uno de mis hermanos lo leyó en voz alta en el living, mamá se largó a llorar y solo dijo: No me daba cuenta.

Le contaba a mi hermana menor historias inventadas que ella escuchaba con atención. Le decía que allá, al fondo, cruzando todos esos árboles, en un lugar que se llamaba Montecarlo yo tenía una casa y un hijo que criaba sola y eramos muy felices.

Un día estaba con mi amiga Tamy en la piletita de fibra de vidrio turquesa que papá había mandado a poner en el jardín. Mamá me llamó a la cocina. Me dijo: Despedite de Rosa porque se va. Rosa no tenía el uniforme puesto y a sus pies, estaba su bolso de cuerina verde. Cómo que se va, pregunté. A dónde. Se va con su hija, me dijo mamá. Voy a venir de visita, me dijo Rosa. La abracé fuerte y volví corriendo a la pileta. Nunca más la vi. Nunca más comí cosas tan ricas como los que ella cocinaba: pollo frito, aros de cebolla, souffle de chocolate. Mucho tiempo después me enteré de que Rosa robaba. Mamá le había dado varias oportunidades, pero parece Rosa no lo podía evitar.

Para que no estuviera tan triste me trajeron un fox terrier. Lo bauticé Top. Todos los mediodías cuando volvía de la escuela hacía una comida especial que había leído en un libro de perros. Con las habilidades heredadas de Rosa picaba carne, rallaba manzana y zanahoria, cocinaba en la hornalla. Un día lo picó una yarará y no lo vi más. Papá en cambio me dijo: Se habrá perdido. Así que todos los días al mediodía cuando volvía de la escuela, en lugar de hacerle la comida, salía al jardín y lo llamaba Top, Top, Top. Me contaron lo de la yarará años más tarde. En mi familia se usa mucho eso de que los niños se enteren de todo mucho tiempo después. De que todos nos enteremos de todo mucho tiempo después.

Me empecé a aburrir más que antes. A la siesta, miraba el monte desde la galería y le contaba a mi hermana menor historias inventadas que ella escuchaba con atención. Le decía que allá, al fondo, cruzando todos esos árboles, en un lugar que se llamaba Montecarlo yo tenía una casa y un hijo que criaba sola y eramos muy felices. De repente agarraba la bicicleta, me iba un rato y cuando volvía le decía: Fui a visitar a mi hijo.

Otras veces, a la noche, le decía que me iba a convertir en bruja. Cambiaba mi semblante y mi tono de voz hasta que lograba hacerla entrar en pánico. A veces el miedo le duraba hasta el día siguiente y no la podía ni tocar. Al final me aburría de contarle historias y prefería leer. Pero el problema era que ya conocía de memoria casi todos los libros de la biblioteca. Entonces le decía a mi hermana que ella tenía que elegir uno que yo no hubiera leído o que por lo menos tuviera muchas ganas de releer. Cada vez que fallaba, agarraba el libro seleccionado por ella y se lo tiraba con fuerza desde mi cama, hasta dejarla enterrada en su cama bajo un alud de libros.

Aquella vez que mamá me dijo “Francisca no es mala, sufrió mucho”, también me contó que estaba triste porque su hijo no la recibía y decía que no era su madre. Cuando nos mudamos todos a Buenos Aires, Francisca se vino con nosotros. Como a mí, le gustó más la ciudad, y como yo, se quedó para siempre. Cuando dejó de trabajar con nosotros se enamoró de un hombre bueno o por lo menos se fue a vivir con él. Un colectivero de Lanús que se llama Cayetano.

Desde que se murió mamá, cada tanto nos visita. A mí o a mi hermana menor. Sin previo aviso, viene desde Lanús y toca el timbre de nuestras casas. Cayetano prefiere quedarse abajo. Le convido algo de tomar, nos sentamos en el living y solo hablamos de ahora. De mis hijos, de la casa que se quiere hacer y de todo lo que le duele: el hígado, la espalda, las rodillas.

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