Nadie nada nunca

Manuel Alvarez
UOiEA!
Published in
8 min readMar 12, 2019

M i abuelo tenía una técnica para escaparse de su laburo, un banco en el que trabajó más de 30 años dentro de relaciones institucionales. Lo que hacía era ir a trabajar con dos sacos y dos anteojos para dejar los de repuesto en su oficina. Dejaba los anteojos en el escritorio y el saco en su silla para que pareciera que volvía en un rato, pero se iba horas. Antes de salir se llevaba una carpetita con algunas hojas en blanco debajo de su brazo por si se cruzaba a alguien afuera y tenía que inventar una historia, algo que hacía con mucha facilidad. Mi viejo siempre me cuenta de un día que se lo llevó al trabajo siendo un nene de seis o siete años y Tata, mi abuelo, su viejo, digo, lo sacó al cine haciendo el ritual de los anteojos, el saco y la carpetita para ir a ver Canuto Cañete, conscripto del siete.

Esto es, esto fue, así: mi abuelo decía haber estudiado derecho, pero mi viejo también lo había escuchado decir que era médico, que era comisario, que era coronel. Profesiones como disfraces que usaba dependiendo la temática de la fiesta. Si en un barco alguien se desmayaba y un familiar gritaba: ¡un médico por favor!. Mi abuelo iba y daba indicaciones. La piernas para arriba, aflójale la camisa, ventílalo. Él era las historias que se inventaba. Dicen los que lo conocieron bien, Chicha, su mujer, mi abuela, digo, mi viejo y sus hermanas, que cuando mentía hacia un gesto que para la mayoría era imperceptible pero para ellos no. Lo llamaban “la lengüita” y consistía en cerrar los labios, metiéndolos para adentro y pasarse la lengua por el labio inferior, dejándola ver apenas, como si la lengua quisiera salirse y la boca no la dejara. Algunas veces acompañaba el gesto con los dedos rascándose la frente.

Tata murió cuando mi viejo tenía poco más de treinta años, que se acerca a mi edad ahora, y yo no llegaba a cinco. Cuando me quedo viendo fotos suyas espero a ver si vienen los recuerdos de golpe, pero no pasa. Igual me gusta vernos juntos en una foto porque es la prueba de que compartimos tiempo, un tiempo lejano pero tangible. Eso existió, ese gordito que está sonriendo en sus brazos soy yo, aunque no me acuerde. Digo en sus brazos porque así estoy en la foto que guardo. Estamos los tres: bien a la izquierda de la foto está mi viejo, padre treintañero, en el centro aparece Jorge, que ya era Tata y, sobre sus brazos, estoy yo con la sonrisa estirada y el pulgar para arriba. Los tres en cueros y el sol por encima, sin que la foto lo vea, pegándonos en el cuerpo.

Tengo en mi memoria una secuencia medio borrosa que se parece a un recuerdo: estoy en el departamento de Tata y Chicha. Veo un pasillo largo con cuadros con imágenes de la familia de los dos lados de las paredes. También veo muebles color marrón algo viejos. Camino por el pasillo siguiendo una voz que me llama. Camino como un astronauta en la luna porque tengo cuatro años. Doblo a la derecha, cruzo la puerta que da al cuarto de mis abuelos. Tata está acostado en la cama matrimonial. Me acerco al borde de la cama y él me levanta agarrándome fuerte debajo de los brazos como si fuera una bolsa de papas. Me hace cosquillas y yo no paro de reírme. Llamemos a Chicha, me dice como en secreto. Grita su nombre un par de veces: ¡Chicha, Chicha! Maria Elena, que con sus nietos se transformó en Chicha, entra a su cuarto. Tata desde la cama extiende su brazo y pone su dedo índice con forma de gancho. Tírame el dedo, dice. Chicha lo mira y después me mira a mí. Aun sabiendo lo que se venía, alarga su brazo y con su mano tira el dedo de Tata. Suena un tremendo pedo y yo soy todo risas. Chicha pone cara de enojada y, en el instante en que va a ensayar un reto, Tata la trae hacia la cama. Él le dice algo al oído que no logro escuchar y ella enseguida se pone a reír. Y de repente estamos los tres contagiados de risa. No sé si esto pasó o si fue un sueño que se inventó mi cabeza, a fin de cuentas, el recuerdo empieza como realidad y sigue como sueño. No importa. Elijo creer que fue así, que el único recuerdo que tengo con mis abuelos es ese: los tres tirados riéndonos de un pedo preciso.

Cuando era pibe, y cuando escribo pibe me refiero a diecisiete años, intenté leer a Saer. Quise empezar por Nadie nada nunca. Bueno, no hagan esto en sus casas. Digo intenté porque nunca pasé de esas primeras páginas cargadas del bayo amarillo. Páginas que no avanzaban («No hay al principio nada. Nada»). Después, bastante después, estando afuera del país, llegué. Ya tenía veintilargos y había leído La pesquisa, La mayor, El entenado, Cicatrices y Glosa –la novela total–. Estaba en su zona, podía volver a intentar. Por lo menos pasar esas primeras páginas que me seguían como un fantasma desde los confines de la adolescencia. Y lo hice y sentí la misma satisfacción que sentía en secundaria cuando finalmente lograba resolver un problema difícil de matemática.

Nadie nada nunca es una novela lenta, inmóvil, donde pareciera no pasar nada, se siente como si el narrador, desde el borde de la ventana, estuviese mirando el instante, el espacio, con una lupa enorme. La trama gira en torno a alguien que asesina caballos por la noche, a la orilla del río (¿El Gato?, la pregunta en realidad es: ¿importa?). La moraleja: se puede escribir sobre cualquier cosa; en Saer se aprecia que la vida no tiene sal ni sentido. «Quiero escribir un libro sobre nada, quiero escribir una novela que sea solo estilo», le escribió Flaubert hace mil años a Colet, y lo hizo, y también lo hizo Joyce, y Seinfeld con Larry David. Saer juega en ese equipo, y juega como Messi, solo que en lugar de una pelota controla el lenguaje. En sus novelas la trama importa menos que la perspectiva, el ángulo desde donde se mira. La percepción de la realidad no es la misma, no lo es para el Gato, ni para Elisa, ni para el Ladeado, ni para el bañero. Segunda moraleja: nadie mira nada igual, nunca.

La semana pasada lo volví a leer por la insistencia de un amigo que sufre saeritis, y también porque quería usar una escena de referencia para un taller que doy los jueves. La escena: un aplauso que se detiene con las manos suspendidas en el aire durante un lapso incalculable. Pero podría haber sido también otra escena, como esa de las primeras páginas que no avanzan en la que el Gato y el bayo amarillo se contemplan: «Nos miramos: él con la cabeza ligeramente alzada, ligeramente puesta de costado, el cuerpo ligeramente en tensión, yo ligeramente apoyado contra la tele áspera del sillón, los dedos de las manos ligeramente separados y las manos ligeramente elevadas, los codos apoyados en la madera del sillón, en el aire atravesado, o lleno más bien, del zumbido de un millón de mosquitos y del chirrido monótono de un millón de cigarras». ¡Qué hijo de puta! Ahora, si bien el narrador de la novela es un narrador pausado que se pone en el cuerpo de cada uno de los personajes para volver sobre un mismo momento, sobre hechos que se repiten, hay una parte central que narra justamente el caso policial, los caballos con el tiro en la sien y el cuerpo tajeado, que va a toda velocidad, como si fuera un corazón después de correr varias cuadras –pongámosle siete–. Saer descompone el tiempo, lo fragmenta, puede detenerlo como con el aplauso, claro, pero también puede acelerarlo, darle foward al máximo. Conclusión: Saer hacía –y lo seguirá haciendo mientras tenga lectores, mientras tenga legiones– lo que quería.

Retiro lo dicho. Arranquen por donde quieran, elijan su propia aventura. A Saer se lo puede leer en cualquier momento y se puede empezar por cualquier parte (cualquiera, todo, siempre), porque Saer es un eterno continuo, sus novelas son un continuo, se pueden leer sin seguir un orden, van para adelante y para atrás, como el remo del Ladeado que empuja la canoa penetrando en el agua color caramelo del río liso. Saer hacía llover, como escribió Gamerro, o mejor, Saer hacía la luz, como el sol, que ilumina las sombras de colores, cambiando, imperceptible, segundo a segundo.

Hace un par de años vivía en Madrid y me costaba dormir –todavía me sigue costando–. Entonces mi estrategia para inducir al sueño era quedarme viendo en la compu entrevistas a autores que me fascinaban por Youtube. Buscaba entrevistas a Piglia, buscaba el programa del gallego en Encuentro con ese Borges infinito, el Cortázar detenido en el tiempo, ¡hasta le puse cuerpo a Rulfo! En fin, una noche busqué entrevistas a Saer, vi una en una mesa redonda donde hablaban de cine con Roa Bastos, Cortázar –está en todas partes–, y no me acuerdo quién más, pero me aburrí y la saqué. Puse otra en la que estaba Saer solo en el programa de Los siete locos, que, por su escenografía digna de sketch de Todo por dos pesos, parecía ser de fines de los noventa. Saer con panza y saco azul sentado en una silla bordó, aterciopelada, ligeramente recostado hacia la derecha, con el brazo derecho sobre el regazo, inmóvil, y la mano izquierda gesticulante. Saer con anteojos de marco grueso, Saer serio, intelectual, y, por momentos, canchero, como el Gran escritor de Casa con diez pinos de Fabián Casas. Vi el video de doce minutos fascinado y cuando terminó lo volví a poner. En un momento, mientras habla sobre su ida a París en 1968, Saer hace un gesto y enseguida puse pausa y volví para atrás. Otra vez: Saer ríe, levanta las cejas, cierra los labios y se le ve la lengua. Lo miro y me quedo absorto. El video sigue. Pasan dos minutos y veo que con los dedos de la mano izquierda se toca la frente, los deja uno, dos segundos ahí. Puse pausa. Lo miré y me di cuenta que era idéntico a mi abuelo. Fue como una iluminación, como si me lo hubieran soplado. Los ojos se me cargaron de lágrimas, pero las contuve ahí, dejé que el agua se acumulara debajo, como una represa. Enseguida busqué mi celular para fijarme la hora. Eran pasadas las tres de la mañana en Madrid, las once y pico en Buenos Aires. Entonces le escribí a mi viejo y le dije que estaba viendo una entrevista a Saer y que me había dado cuenta que era igual a Tata. Aparecía en línea. Lo leyó y enseguida escribió. A ver, pásame una foto. Saqué una foto a la pantalla con el celular pero se veía mal, difusa. ¡No se ve nada!, puso. Entonces me levanté a buscar un libro de Saer de la biblioteca y ahí, primero, estaba Nadie nada nunca. Le saqué una foto a la solapa y se la mandé al viejo. Se parece mucho, ¡especialmente con anteojos!, escribió. Desde chiquito que me repetía que estaba escribiendo una novela, me mostraba papeles y me contaba la historia de la novela. Seguramente a algunos les debe haber hecho creer que era escritor. Mientras leía el mensaje vi que seguía escribiendo. Ahora que pienso, quizá era, agregó.

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