El séptimo hombre

rap Haeluz
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12 min readFeb 1, 2019

Fue en el año 2006. Decidí irme de mi pueblo de toda la vida, Cagua, un villorrio bostezal cruzado de calles vacías y mujeres que pensaban que alguien iba a morirse cuando una lechuza enana volaba rasante cantando entre lastimera y burlona sobre el tejado de alguna casa signada. Había logrado un cupo en la Facultad de Letras de la Universidad Central de Venezuela en Caracas y, francamente, el mundo no podía ser otra cosa sino mío. 2006: la música sonaba en el volumen más alto, la fiesta apenas empezaba y todos custodiábamos y mostrábamos orgullosos en nuestras manos una piedra sagrada, un rayo, un átomo de la Verdad.

Desde hacía algún tiempo fantaseaba con una vida disoluta que me permitiera volverme un condenado de la tierra, el escritor con sus fantasmas, ese maldito yo. Tenía que irme a la ciudad y espantarme de la piel el olor de las vacas que rumiaban el pasto seco viendo hundirse el atardecer. Irme a Caracas y alquilar un lugar sórdido, pútrido, mientras más bajo en la escala inmobiliaria más alta la literatura que nacería de entre esas paredes tapizadas con bacilos de Koch. Irme y dar el salto. Irme y regresar para volver a irme de nuevo.

Mi habitación, entonces, no podía ser más ideal ni ruinosa para mis propósitos, una buhardilla quintomundista de donde saldrían los textos que expondrían los huesos mismos de la literatura. ¿Qué me podía enseñar Dostoievski?

Hallé a través de un periódico[1] una pensión miserable, de la que se rumoreaba que su dueño había sido el comediante mexicano Mario Moreno “Cantinflas”[2]. No olvido la dirección: de Puente Nuevo a Puerto Escondido, en el barrio de El Silencio, una zona de Caracas que tiene más de cien años produciendo arrebatadores de carteras, prostitutas, enfermedades venéreas, asesinos, estafadores y poetas. Allí alquilé una habitación de 3x2 con una ventana que daba hacia un pasillo que remataba en una pared. Era como vivir siempre dentro de un eclipse solar. La ventana, el pasillo, la pared bloqueada, la escalera de daba hacia un zaguán oscuro que conducía a una puerta que al abrirse llevaba hacia la calle en donde había más ventanas, más pasillos, paredes, escaleras, vidrio, asfalto, la ilusión de que el tiempo juega a favor de nosotros.

El lugar era perfecto para mí, siempre habitado por tipos salidos de otra época, caducos desde su mismo nacimiento, desechables. Una compañía de probables mozos, fontaneros, abogados sin título, apostadores sin talento ni dinero para apostar, vendedores de oro plástico y fumigadores a destajo. Otros simplemente se dedicarían al oficio de la nada: los exiliados por sus familias después de años de proporcionar sustento y maltratos, los abuelos que recibirían un par de veces al año la visita de algún nieto bien planchado y excesivamente peinado y húmedo para la ocasión, los que se habrían acostumbrado a vivir en ese panal como zánganos sin reina, los que uno notaba que no tenían voluntad para vivir o para morirse. Todos hombres de edades indefinibles que nunca reían, mano de obra barata y renovable llegada del interior del país, la pobrecía que venía arrastrando con sus propias vidas una deuda más grande que la que acumulaban en la pensión.

Mi habitación, entonces, no podía ser más ideal ni ruinosa para mis propósitos, una buhardilla quintomundista de donde saldrían los textos que expondrían los huesos mismos de la literatura. ¿Qué me podía enseñar Dostoievski?

Llegaba todas las noches a la pensión intoxicado de alcohol y de la Escuela de Letras. En ese tiempo había ideado un método para beber un tipo de licor determinado según la materia que me tocara ver ese día: siglo de oro español y literatura griega eran el vino; literatura latinoamericana ron y porro, buscando potenciar según mi absurdo experimento no sé cuáles, me cito, “elementos telúricos” que subyacían en literaturas tan disímiles como el Popol Vuh y los poemas de José Asunción Silva. Los norteamericanos me producían una soledad terrible y una infinita gana de beber cerveza tibia. La literatura venezolana era solo el nombre de una materia.

En mi pequeña fosa me dedicaba a leer y a fumar, leer y fumar, leer y fumar. Alguna vez conseguí a buen precio un televisor robado y entonces también fue el cine; una obviedad: el neorrealismo italiano era casi una obligación. Los inútiles de Fellini había sido hecha en secreto para mí. Noche tras noche me sometí a un régimen de lectura, nicotina, alcohol, planos, encuadres y colesterol que acababa cuando Omar, el conserje de la pensión, ex guerrillero urbano en los sesenta y vendedor a pequeña escala de crack, nos ordenaba a todos a las doce de la noche que apagáramos la luz.

El inmueble, según su nombre legal Pensión Reims, era un pequeño edificio de dos plantas de unos cincuenta años aproximados de antigüedad cuya estructura simple consistía en un pasillo angosto y largo a cuyos lados se disponían pequeños cuartuchos separados entre sí por paredes débiles. Todo lo que sucedía en uno de estos cuartos podía escucharse sin problemas en el contiguo, o en el de más allá, o aquel que estaba un poco más lejos. La infinita soledumbre silenciosa de las noches era interrumpida por el tosido perro y arenoso de algún inquilino o por un diáfano y libertario pedo que rompía la timidez nocturna y era seguido de una sinfonía intestinal en la que se descubría una forma de la libertad que les era negada a sus habitantes durante el día.

Omar el conserje era lector y, según me enteré después, escribía poesía. En vano fueron mis intentos para que me mostrara sus escritos. Me tuve que conformar con escuchar el trabajo crítico sobre su propia obra sin haber leído siquiera un poema. Me familiaricé con su diatriba y llegué a defender o denostar textos suyos que no conocía. Omar propugnaba un estilo literario que él mismo había bautizado como “neodelpinismo”, en homenaje a un dudoso poeta venezolano de nombre Francisco Antonio Delpino y Lamas, quien a finales del siglo diecinueve había sido celebrado falsamente y de manera cruel para burlarse, coronación pública mediante, del dictador de turno en mi país, utilizando la figura de Delpino[3].

Muchas veces hablamos de literatura, siempre antes de que el toque de queda doméstico de las doce de la madrugada nos hiciera poner pausa en la conversa que retomaríamos exactamente en el mismo punto a la noche siguiente.

Para Omar el escritor más grande de la historia y del futuro era Jack London. Nada, a su juicio, de lo que se había escrito antes o de lo que vendría después superaría cuentos como Por un pedazo de carne, Encender una hoguera o La fuerza de los fuertes. A su apreciación yo oponía, glandularmente, a Bukowski. Para Omar, Bukowski era un alcohólico depravado con ínfulas literarias, pretencioso y mediocre. Nunca supe si aprovechaba la ocasión para describirse a sí mismo.

Fue Omar quien también me contó de la vida secreta de la pensión, de sus habitantes. Según sus averiguaciones y sus fantasías en el edificio habitaban pederastas, carteristas, un sidoso, tuberculosos, artistas plásticos, poetas, meseros, estafadores, albañiles, tres haitianos, plomeros, vendedores de periódicos y vagos totales. Nuestro personaje preferido era un gordo correcto y perfumado siempre con alcoholado de ruda que durante el día era cajero de banco y en la noche despertaba a toda la planta de abajo en la pensión con alaridos de convulso y lecos de espanto. Lo llamábamos Doctor Jekyll o, vaya a saber por qué, El médico asesino. Una noche, alertados y en conveniencia, Omar y yo nos dirigimos hasta el cuarto del gordo en el momento justo en que empezaba con sus sones de pesadilla. Entonces, pudimos ver por la ventana abierta, al gordo masturbándose con una furia y una velocidad merecedora de mejores obras, con los ojos casi entornados por completo mientras en su televisor un flaco de aspecto asiático era violentado por un travesti negro y pelirrojo, portador de una dotación digna de National Geographic. El asiático se veía, sereno, feliz.

Fue Omar quien también me habló de los sucesivos dueños que había tenido la pensión, de la historia de los vecinos y de los demás edificios de la cuadra, de las tragedias incontables que habían acaecido en ese pedazo del mundo olvidado por demonios y dioses. Me sentía en casa. A las mañanas de recién mudado en las que al despertar creía notar el aroma de la ropa recién lavada por mi madre opuse el olor a sopa rancia y a calzones lavados en lavamanos que siempre había en esa calle. Era la cuadra más hermosa y peligrosa del barrio, en donde los niños lo mismo robaban reproductores de los autos como volaban cometas y devoraban jalea de mango.

“No conoces toda la cuadra todavía. ¿Viste que acá a dos casas hay un cine porno?” dijo Omar cierta vez mostrando sus tres dientes sobrevivientes y sus encías rosadas y limpias. Fue todo lo que necesité oír. Apenas tuviera la oportunidad iría a ese espacio ignoto e insolente dentro de mi cuadra que se me presentaba como una provocación y un anacronismo en una época en que podías acceder a todo el porno de la galaxia desde una computadora. También tenía algo romántico entrar a un cine porno, ir al origen de algo, como si pudieras retroceder hasta un tiempo en que la sociedad era más bucólica y a falta de aparatos y tecnologías el ojo debía de desarrollar una especie de memoria propia que retuviera lo prohibido, lo festivo salvaje. Era el tipo de razonamientos en los que me aventuraba en esa época.

Por distintas razones postergaba mi visita al Cine Continuado Urdaneta. Tal era su nombre oficial. En la práctica no era más que una fachada que bien podía servir para albergar también a una iglesia evangélica circense de las que hacen bailar cumbia a los tullidos.

Un día le pregunté a Omar si era peligroso ir al Urdaneta. Hablando en neodelpínico me dijo algo como que la única manera de entender el bien era ejerciendo el mal. De nuevo fue todo lo que necesitaba para ir hasta la acera enfrente del cine y decidirme a entrar. Pero no me atrevía a traspasar ese umbral que dividía la cochambre de lo que me figuraba aún más sucio. La calle seguía su respiración natural y ya estaba casi por irme cuando una escena llamó mi atención: seis haitianos altos y negrísimos -como tallados con un pedazo de la noche- bajaban la calle en fila india arrastrando los carritos en los que vendían helado para detenerse justo en frente de la entrada del cine, estacionar esos carritos y dejarlos al cuidado de un drogadicto del barrio apodado “Cabeza de motor”. Luego, compraron sus boletos -ese día proyectaban Venganza anal 4- y se dispusieron a entrar risueños, ordenados y fraternos.

Al comprar mi boleto el taquillero me preguntó si sabía de qué iba el cine y que si antes había frecuentado el lugar. Respondí que sí a ambas preguntas y en sus ojos leí la malicie y la incredulidad.

Lo primero que notas cuando entras a la inmensa sala única del Urdaneta es el olor. Más que un cine porno es como introducirse en la máquina del tiempo. Allí, sobre la cabeza de los escasos espectadores que buscaban esparcimiento, anonimato y un posible encuentro casual, parecían flotar todos los efluvios, humores y fluidos que se concentraban como un hongo seminal atómico que había ido creciendo desde la primera proyección en la sala hasta ese día en que había decidido entrar. Era sentir la energía de miríadas de masturbaciones que se habían quedado encerradas entre esas paredes mohosas y que ahora esa energía, ese aroma a lavandina y roquefort, me poseía como un ente que me obligaba a sentarme, callar y ser parte del misterio.

Lleno de frío y ternura me senté en la zona media de las butacas, en donde podría apreciar mejor la pantalla en donde un desfile de anos conjurados impartían justicia por su propia ¿mano? Dos filas más allá la silueta de una cabeza de sexo indefinible subía y bajaba frenética, como los balancines petroleros que pasaba horas mirando en mi infancia.

Por el pasillo del cine una vieja gorda y con aspecto de nonna italiana bajaba iluminando rápidamente con una linterna hacia los lados como esperando sorprender en el acto a los pecadores, ejerciendo una autoridad de mentira para simular que todo marchaba en orden, que el cine Urdaneta podía ser muy porno pero hotel de paso no era. La cabeza balancín se irguió ante la presencia de la luz solo para hundirse de nuevo hacia abajo al irse la nonna.

No sabía qué debía sentir, cómo me debía comportar. Decidí pajearme. Ponerle algo de aventura a mi vida. Fue en ese momento en que noté que algunos asientos más allá a mi izquierda estaba sentado el gordo Jekyll de la pensión, con su uniforme bancario, aprovechando su hora de almuerzo en el banco para escaparse hasta los dominios de ese carnaval barato en donde depositaría sus deseos insatisfechos y haría crecer el hongo padre seminal antes de marcharse a contar billetes y sellar cheques al portador.

Mi expedición al Urdaneta estaba siendo un fracaso. Una opresión en el pecho me hacía sentir ridículo. Muchas veces en mi pueblo había imaginado y esperado momentos como ese. En la Escuela de Letras buscaba literatura que hablara de momentos como ese. Pero no estaba funcionando, más allá del olor a almizcle y del gordo Jekyll a punto de entrar en uno de sus trances gritones nada pintaba trascendente. Entonces descubrí, unas cuatro o cinco filas frente de donde me encontraba, seis cabezas, seis torsos de espalda que miraban rígidos y concentrados la masacre en pantalla. Eran los haitianos que miraban Venganza anal 4 congregados y silentes como los feligreses de una misa definitiva. Seis bustos de plaza vistos desde atrás, seis hombres que juntos formaban un séptimo, como en aquel viejo poema de József. Seis siluetas chinescas que armónicamente empezaron una por una a levantar un brazo para posar su mano sobre el pene del compañero de al lado y empezar, sincronizados, rítmicos, a prodigarse amor, ese calor humano que les negaba la cotidianidad porque sus papeles consistían en ser negros e inmigrantes y vendedores de helados, un sexteto que subía y bajaba musicalmente sus manos como otro balancín, pase y vea el prodigio, la única paja colectiva y ritual a doce manos en la historia de la humanidad. Acabar uno fue acabar todos. Un orgasmo era celebrado por seis y cuando el último remató la faena un aplauso fraternal estalló entre ellos. Allí estaban los hijos de Louverture y Dessalines, los primeros negros libres del mundo. Y tal vez los últimos.

Los seguí con disimulo al levantarse. Marché detrás de ellos como uno de ellos. Era yo el séptimo hombre. Una vaharada de cerro quemado nos latigó la cara al salir a la calle. Cada haitiano -en adelante mis hermanos- dio gracias a cada otro en creole, se abrazaron casi llorosos y tomaron sus carritos de helado separándose en direcciones distintas rumbo a una ciudad que los veía como una pieza de museo de ciencias naturales. Esa tarde tenía clases de teoría literaria, hablaríamos de Todorov. Ungido, seguí en dirección al subte. Creo haber visto a Omar sonreír ya sin dientes en la puerta de la pensión. Encendí un cigarro. Tenía 22 años. Había llegado a Caracas.

Un plus: en el año 2013, por iniciativa de algunos vecinos de la cuadra y, sobre todo, por el afán del gobierno venezolano de oficializar con su versión de cultura todos los espacios “burgueses” o “decadentes”, el Cine Continuado Urdaneta pasó a ser la Sala Cultural “Aquiles Nazoa”, en homenaje al célebre artista popular caraqueño nacido en la misma parroquia a la que pertenecía el cine. Ignoro si los funcionarios que tomaron la decisión ignoraban que el cine porno también era una forma de cultura, la existencia de un espacio en el que los parias de siempre tenían una franja horaria, una excusa y un lugar seguro de contención para ejercer en forma de desahogo sexual nuestra sui géneris naturaleza humana. En mi última visita a Venezuela, en el año 2017 fui a visitar el antiguo cine continuado. Afiches rotos y descoloridos de campañas políticas anteriores adornaban la fachada. En la puerta un papel anunciaba que el censo para repartir las garrafas de gas entre los vecinos de la zona se haría al día siguiente. La exhibición de películas y los talleres de arte estaban suspendidos hasta nuevo aviso.

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[1] El periodismo fue uno de los bienes que perdimos en mi país. Algunos esbozan la teoría de que nunca existió. Otros afirman, tímidos, haber visto algo llamado “diario” a la venta en pequeñas estructuras ahora míticas llamadas, se cree, “kiosco”. Otro tanto ocurrió con el “jabón”, la “literatura”, el “ibuprofeno”, la “virtud”.

[2] Recuerdo haber soñado con Cantinflas cuando vivía en esa pensión. Caminábamos por un parque inmenso y demasiado brillante y me decía: “Acá en el cielo he refinado el método de hablar mucho sin decir nada. La muerte es un silencio abundante”. Llevaba rastas, fumaba porro.

[3] Sírvase a manera de ilustración estos versos inmortales de Delpino y Lamas: “Pájaro que vas volando / parado en la rama verde / pasó el cazador matóte / ¡más te valiera estar duerme!”. Omar, siguiendo este estilo carente de sentido, me hablaba de que en sus textos abundaban imágenes como hexágonos polares, estopas de sangre, leche magnesia y caldo de murciélago. Uno de sus poemas estaba dedicado, según afirmaba, a Arnold Schwarzenegger. Yo mismo, inspirado por su obra invisible, llegué a escribir una infamia a la que titulé “Ella bailaba lambada con un yerbatero”.

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De niño me caí de la realidad y nunca pude sacarme el golpe.