Taunus

Pablo Oubiña
UOiEA!
Published in
5 min readMay 24, 2020

¿Para qué sirve el miedo?

Foto de Pablo Oubiña

Claudio ojos azules tiene una pistola Beretta, calibre 22. Hace unos meses se la pidió a un pariente. Le dijo que la necesitaba para defender a su familia. No tiene papeles ni permiso para portarla de forma legal. Al principio, no supo dónde guardarla. Pensó, pensó hasta que encontró el lugar. Escondida. Debajo de unos papeles. En la guantera del Taunus.

Hay una vieja película francesa en la que unos camioneros deben transportar nitroglicerina a cambio de una muy buena paga. El miedo no está en el valor o la falta de pericia de estos hombres para transportar la carga. El miedo está en las situaciones que les plantea el camino y en el riesgo a perderlo todo.

A la mujer de Claudio no le gustan las armas. Sacá esa porquería de ahí, dice cada vez que se suben al Taunus. Hace más de seis años que están juntos. Tienen dos hijos: uno de diez y otro de cuatro. El primero es de una relación que ella tuvo antes de conocer a Claudio. Las imágenes de la familia se funden en el gesto de todos los días.

Un mundo de veinte asientos. Juan Arregui es un chofer de colectivos que divide sus conflictos entre el trabajo, sus amigos, los padres y dos mujeres. Una es rubia de clase alta. La otra, morocha de barrio porteño. Todos o casi todos en el país vieron esa telenovela. El estribillo de la canción que acompañaba los títulos decía: Para vivir / Por el camino de la vida he de seguir / Con la esperanza de llegar a ser feliz / Para vivir / Hasta morir enamorados. Claudio es uno de los actores más populares y queridos de la Argentina.

En la película francesa sólo uno de los camioneros consigue entregar la carga. Sin embargo, camino a casa, comete un error y se mata en la ruta. Más allá de patrones mentales, creencias o pensamientos, el miedo nos hace sentir indefensos. Esa percepción de la realidad sirve para alejarnos del peligro. Algunas veces, actuamos en consecuencia y obedecemos al instinto. Otras, no.

Jueves 17 de enero de 1980. Mar del Plata. Argentina. Claudio hace temporada teatral en el Hotel Provincial. A la primera de las dos funciones llega una pareja que atrae la atención de todos. El operativo de seguridad a su alrededor es extremo y encubierto. El presidente de la Nación, Jorge Rafael Videla y la primera dama, Alicia Hartridge Lacoste, se sientan en primera fila. La esposa del dictador es una mujer de pocas palabras pero cuando habla dice cosas como, por ejemplo: Si las madres se hubieran ocupado de sus hijos, ellos estarían vivos. Al terminar la función, ambos aplauden efusivamente. Las miradas y las sonrisas de casi todo el elenco están dirigidas a ellos.

Después de la segunda función, Claudio, su mujer y algunos integrantes del elenco se dirigen al Club Mitre. En realidad, su mujer tendría que estar en Buenos Aires, no en Mar del Plata. Esa tarde, yendo con su marido al aeropuerto, se les cortó el cable del embrague del Taunus, y aunque pudieron arreglarlo, ella perdió el vuelo. Durante la cena hablan de los dos espectadores sentados en primera fila y de algunas cosas más. Robos. Secuestros. Asesinatos. Noticias policiales que salen manipuladas en los diarios y revistas . Claudio reconoce que guarda una forma de angustia escondida en la guantera del Taunus. Una vez más, su mujer lo enfrenta y se opone. Esa mañana los chicos subieron al Taunus y jugaron con el arma. Alguien mira por la ventana y la sobremesa termina. Afuera los espera la primera tormenta de verano. Claudio sale un poco molesto del Club Mitre.

A veces los miedos chocan entre sí. Se muerden y se atacan como si algo violento tratara de separarlos. La discusión del restaurant continúa en el Taunus. Después de unas cuadras, Cristina señala la guantera: sacá esa porquería de ahí, dice. Claudio detiene el auto. Agarra el arma. Le quita el cargador y lo deja caer sobre la alfombra. Mientras lo hace, repite las mismas palabras que repite cada vez que discuten ese tema. Gesticula. Levanta el tono de voz. Acentúa las pausas y los silencios. Mientras lo hace, mira a su mujer. La mira a los ojos. Ella tiene razón. Sin bargo, casi como al pasar, apoya el arma en la sien.

Foto de Pablo Oubiña

En cualquier discusión se dicen o se hacen cosas que no se quieren decir ni hacer. Un gesto involuntario. Un gafe. Un exceso de confianza antes de la explosión. Cristina confunde el ruido del arma con la tormenta. La cabeza de Claudio cae sobre su costado izquierdo. El sonido seco al golpear contra la ventanilla y un hilo rojo detrás de la oreja derecha detienen la acción. Cristina ve unas gotas de sangre en el pantalón de Claudio. Se asusta y sale corriendo hacia la tormenta. Grita. Golpea las puertas de las casas pidiendo ayuda, pero nadie responde. Alguien se acerca; es un policía de civil. Ella señala el Taunus. El hombre mira a través del parabrisas. Pasa un taxi y se detiene. Los dos hombres abren las puertas del Taunus. Todavía hay olor a pólvora. Reconocen el cuerpo de Claudio mientras lo cargan en el taxi. Llegan al hospital en menos de diez minutos.

Después de unas horas, el parte oficial se difunde en todos los medios.

“Se comunica que en el día de la fecha, a la hora tres de la madruga, ingresó a este nosocomio, víctima de un accidente, el Sr. Claudio Levrino, siendo su estado de extrema gravedad”.

Hay que extraer la bala alojada en el cerebro. El mejor neurocirujano del país es convocado de urgencia. Durante la noche confirman el peor diagnóstico. Cuarenta y ocho horas después Claudio deja de respirar. Las manos de Cristina son peritadas por la policía científica. No se encuentran rastros de pólvora en la prueba de parafina. La causa es caratulada como muerte accidental.

Tres años después, Cristina vuelve a contraer matrimonio. Su nuevo marido se llama Rubén. Este matrimonio durará veinte años; Rubén morirá de un cáncer fulminante. A cinco años de aquella tragedia en Mar del Plata, el menor de los hijos de Claudio y Cristina sufre un grave accidente.

Pasó a poco de casarme. Fue uno de los hechos que más daño me hizo en la vida. Fue el día de su primera comunión. Se escapó a comprar pirotecnia con la plata de la canasta de la Iglesia. Yo no me di cuenta. Cuando me lo contaron y lo vi, me tiré en el medio de la calle. Rubén me tironeaba para sacarme. Fue como si me hubiese muerto. Al principio los médicos me engañaban porque no le podían hacer nada. Fede tenía 9 años. Luego de una internación de tres meses, regresó a la escuela como oyente. Al poco tiempo me llamó la maestra y me dijo que escribía como los demás chicos. Tanto dolor, cuenta Cristina en una entrevista. Tanto. Con los años me propuse sanar mi corazón. Ya no guardo rencor. Quiero volver a casa. Sonreír. Despertar.

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