Siete ideas sobre el rock como bandas elásticas que vuelan por el aire

Fabio Lacolla
UOiEA!
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9 min readNov 17, 2018

1 Unos años atrás al rocanrol se iba a escuchar, en cambio ahora se va a ver. Lo que motivaba ir a un concierto de rock era el virtuosismo de tal o cual músico, los dotes de las cuerdas vocales de determinado cantante o el incansable tempo de aquel baterista. El público concurría a un concierto de manera sensible y receptiva para captar lo que esa banda iba a ofrecer durante dos horas. Había mucha más exigencia en relación al sonido y a la formación del músico como artista y como profesional. No se equivocaban, no desafinaban, no defraudaban. Existía un filtro ético entre el descontrol y la estética rockera. El público podía ver a su artista predilecto sin enterarse si tal o cual guitarrista consumía tal o cual droga. Y una obra no era más o menos sublime por haber sido compuesta bajo un estado tóxico. A la gente le importaba más la canción que el estado psíquico de quien la cantara; incluso había cierta expectativa en que el artista diera un buen espectáculo.

El ritual era espontáneo y no artificial como ahora. La música no especulaba con el público y el público, lejos de ir a hacer catarsis, esperaba con ansias escuchar esa canción que se llevaba aprendida, vivida como una ofrenda del artista y no como un regodeo narcisista del espectador. Hoy, muchas veces, el espectáculo que se arma abajo del escenario, por lo menos en Argentina, termina disimulando las falencias que algunos tratan de ocultar arriba del mismo.

2En los ’80 era impensable ver a Led Zeppelin en vivo, pero por suerte existía en Buenos Aires el cine Lara de la avenida de Mayo. No sé a quién se le ocurrió la insólita idea de pasar todos los sábados en la función trasnoche La canción es la misma, el mítico concierto de Led Zeppelin en el Madison Square Garden, que sábado tras sábado cientos de pibes se agolpaban en el cine para ver una y otra vez ese increíble recital. Once años en cartel, quinientas funciones. Yo fui veintitrés veces junto a mis amigos Fernando Pierani y Héctor Alarcón y nunca presenciamos un solo episodio de violencia o descontrol. La violencia en todo caso la aportaba la Policía Federal, cada dos o tres sábados. Del Winco al Lara y del Lara al Winco.

Ir a Obras a ver el nuevo invento de Pappo, llamado Riff, era una fiesta, más allá del juego que hacían las huestes del metal con el asunto de las cadenas y las muñequeras de cuero. Se avecinaba, según el Carpo, un “mundo nuevo”. Ya se había instalado el pogo como ritual corporal, con la salvedad de que, si uno se caía al piso, inmediatamente otro lo levantaba, haciendo uso de la solidaridad popular. Había un registro del otro. En los primeros años de los Redondos la gente iba a los conciertos para encontrarse con otra gente y celebrar esa identificación masiva con la banda de las letras raras. No olvidemos que del otro lado estaban Lerner, Sandra Mihanovich y Baglietto aportando al movimiento pop una importante cantidad de allegados.

3 ¿Qué pasa hoy en los conciertos de rock? Dentro de la elite de las bandas más rockeras y más barriales, con los años, se ha instalado una desfiguración del músico. Ya no importa si desafina, si se confunde de acorde o si el bajista termina la canción un segundo después que el batero. El folclore del rocanrol fue cambiando tanto que ya ni siquiera necesita del propio rock. Un concierto de rock es la excusa para la previa, para el pungueo y para que la Cruz Roja acuda ante una lipotimia. La previa es el antes: ¿qué fue lo que pasó para que el antes tenga más protagonismo y logística que el durante? Mientras que el durante siempre fue figura y el antesy el después eran el fondo, hoy se invierte esa Gestalt y el durante quedó relegado a un triste decorado.

El emergente social de la violencia se deposita en los pibes que van a los conciertos. Pobre del artista que suponga que los van a ver a ellos. Un concierto de rock se fue transformando en un recipiente social donde se mezcla la violencia, el desamparo y la impotencia. La nueva era invisibiliza la violencia que circula entre nosotros. En su libro Topología de la violencia, el surcoreano Byung-Chul Han nos ayuda a pensar este concepto: “La violencia sólo es proteica”, escribe. “Su forma de aparición varía según la constelación social. En la actualidad, muta de visible en invisible, de frontal en viral, de directa en mediada, de real en virtual, de física en psíquica, de negativa en positiva, y se retira a espacios subcutáneos, subcomunicativos, capilares y neuronales, de manera que puede dar la impresión de que ha desaparecido. En el momento en que coincide con su contrafigura, esto es, la libertad, se hace del todo invisible. Hoy en día, la violencia material deja lugar a una violencia anónima, desubjetivada y sistémica, que se oculta como tal porque coincide con la propia sociedad”.

La llegada de las redes sociales permitió que la música toque la puerta del público: es la música la que va en busca del público y no al revés.

Por suerte quedan entre nosotros músicos que todavía creen en el espectáculo y que declaran a la música como un acontecimiento estético. El arte debería servir como modo de resistencia ante los movimientos sociales. Así fue concebido el rocanrol y así debería seguir.

4Con la llegada del kirchnerismo, la política, de la mano de la militancia, fue desplazando al rock hacia otro tipo de manifestación social. Los jóvenes recuperaron el espíritu militante como modo de manifestar su devoción, ya no a un artista en particular, sino a una idea y a una convicción. El rock desapareció de la calle para instalarse en mega conciertos en predios creados para tales fines. Lo que no desaparece es el espacio de congregación, solo cambia el escenario. Cromañón es un gran paréntesis o quizás un punto aparte para la historia del rock en nuestro país y ese desplazamiento de algún modo se corresponde con eso. El dolor desampara y el desamparo, en un primer momento, desestabiliza.

5 La llegada de las redes sociales, y con ellas una pandemia de recuerdos, permitió que la música toque la puerta del público: es la música la que va en busca del público y no al revés. La adrenalina de descubrir una banda en algún sótano de la ciudad fue desplazada por YouTube. La gente llega al banquete con la mesa servida. El factor sorpresa abandonó el registro corporal para depositarse en las retinas del curioso. La metáfora del disco externo que todo lo almacena se tornó adictiva en los tiempos de Google, ya no como extensión de una notebook, sino como una prótesis de la propia memoria colectiva.

Los reductos se redujeron y apareció el concepto de Mega Todo. Cuenta Simon Reynolds en Retromanía que en 2006 el músico Bill Drummond, ante el tsunami sonoro que llegaba a través de las redes sociales, propuso festejar el “No Music Day”,una especie de ayuno sonoro, todos los 21 de noviembre, un día antes de Santa Cecilia, la patrona de la música. Drummonds sostiene que hemos llegado a un punto en el que podemos escuchar cualquier tipo de música, en todo momento y en cualquier lugar, mientras hacemos cualquier cosa. Él pregonaba que elijamos qué escuchar y en qué calidad hacerlo. Decía que el MP3 y sus derivados eran la agonía de la música bien grabada. Claramente la famosa música funcional de los pasillos del dentista ganó la pulseada en los headphones. Un beneficio secundario, o más bien terciario, es que la música en vivo creció un poco más y los mega recintos se convirtieron en un nuevo escenario.

Con los años, el sonido y la puesta en escena en general hacen de un concierto ya no un mero recital sino un gran espectáculo. La mala noticia es que, de lejos, casi todos son iguales. Son pocos los artistas que atraviesan, como dicen los actores, la cuarta pared. Dice Reynolds: “Parte del atractivo de la música en vivo es que obliga a un estado plenamente inmerso de escucha concentrada a través del volumen y la naturaleza envolvente del sonido, pero también radica en que, si uno ha pagado fortunas por una experiencia, probablemente hará el esfuerzo de estar plenamente presente en vez de distraerse. (…) La música en vivo no sólo requiere, sino que impone una atención concentrada y una escucha ininterrumpida. Para el actual fan de la música, sobrecargado de opciones, esa clase de sojuzgamiento es una liberación”. Cuenta que su amigo periodista, Michelango Matos, no propuso un ayuno como lo hizo Drummonds, sino que invitaba a una dieta: descargar un MP3 por vez y sólo poder descargar el próximo una vez que se hubiera escuchado el anterior.

6Decir rock nacional es una rareza en todo el mundo, excepto en Argentina. Fue entendido, en sus comienzos, como un espacio de resistencia cultural y juvenil. ¿Quién determina cuál es el límite de pensar al rock como un género musical o como una forma de contemplar al mundo? En el libro Resistencias y mediaciones, Pablo Alabarces y María Graciela Rodríguez nos cuentan que el rock argentino se fue fragmentando en diversos subgéneros; despolitizando al pasar de la metáfora protectora de las letras de la dictadura a canciones en apariencia más banales; jet-setizando en una espectacularización al servicio del glamour y el show business; domesticando dinosaurios que se asociaban al reviente volviéndolos los vegetarianos del rock y carnavalizando la complicidad con los espectadores como partícipes necesarios del ritual.

Un músico incómodo con su obra habita una insatisfacción permanente, el ninguneo del público o de la prensa lo deprime, nunca está preparado para los cambios abruptos y lo que cree que es el éxito, cuando le toca, suele vivirlo como un fracaso. También están los negadores que relatan cada fracaso como si fuera un éxito. La música no es como el fútbol, donde gana el que me mete más goles; en la música no gana el que mete más público, aunque muchas bandas tomen como referencia la cantidad, para evaluar la calidad. Tampoco es ilícito. Si una banda considera que su techo depende de los tickets cortados, tendrá una estética orientada hacia ese lugar, otros priorizan la puesta en escena, el nivel de composición o la destreza de los músicos por interpretar de la mejor manera al compositor. Ni la cantidad hace a la calidad, ni la calidad garantiza el acceso a la cantidad.

En algún momento, sin que nadie se diera cuenta, el público invirtió su posición de esclavo del artista a amo de la banda. La mayoría de las bandas nuevas son esclavas de su público, que, como todo amo, es displicente con el artista. Son el ombligo del rock. La gente va a saciar su demanda y la banda es una especie de telón, da igual si tocan en vivo o es solo una pantalla. A los que íbamos al cine Lara nos importaba poco si era una película o si la banda tocaba en vivo, el tema era habilitar un lugar de encuentro para que los que amábamos al rock tuviéramos la posibilidad de reunirnos.

El rock de a poco se fue convirtiendo en cover de sí mismo. Muchos rockeros repiten patrones que funcionaron en los ´60 o ´70 y tratan de imitarlos. En el siglo XXI, la nostalgia es el llavero del rockero. Los viejos rockeros anhelan no sólo regresar en el tiempo, sino también en el espacio. A eso Reynolds lo llama “el dolor del desplazamiento”.

7Un músico de rock no es sólo hechura de la cultura… también la hace. Dice Fernando Ulloa — un pionero en esto de atender bandas, ya que fue por muchos años terapeuta de Les Luthiers — que hay una tensión dinámica entre ser hechura y ser hacedor. Ser hechura de la cultura tiene que ver con dos cosas: con la producción de un acontecimiento artístico y con haber sacrificado algo en función de que eso es lo que garantiza, justifica o legitima que además uno sea hacedor de esa cultura, que ponga en juego todas sus propias cosas, sus deseos. Cuando uno es hacedor ya no hay una ética del compromiso, hay una ética del propio deseo. Cuando funciona bien esa tensión, el ser hechura y ser hacedor, se pone en juego toda la capacidad creativa al servicio de los que podríamos llamar obra. Insisto, el rockero es hechura del rock y a la vez hacedor de la propia escena musical. Como dice Ulloa: atravesado por la cultura, un artista tiene un compromiso fundante, el bien hacer con el mal estar.

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