Sobre el arte del entierro
I
En los días del gran incendio británico de
1666, Samuel Pepys enterró vino y queso
en el patio de su casa. Pepys era entonces
de las figuras más brillantes de la corte.
Además de su lengua nativa, sabía español
francés, portugués y latín. Gracias a esto
pudo registrar sus aventuras sexuales
sin correr el riesgo de que su mujer
lo supiera. Escribía: “aproveché la ocasión
para jouer con Peg Penn tokandoses
mamelles et baisando elle being sola en
the casa of her pater and she fortwilling”.
Al momento de cuidar sus tesoros, Pepys
no era distinto que los perros. Y cuando
trataba de esconder sus secretos, hacía
de la cultura sus patas traseras.
II
En Venezuela, a los buscadores de tesoros
se los llamaba cazadores de botijas.
La fama de este gremio obligó a los ricos
a tomar precauciones a la hora
de esconder sus fortunas. Aquellos
que decidían enterrar su plata, su oro
sus joyas, debían untar las vasijas
con solimán -veneno de propiedades mágicas-
y sepultar con ellas también su secreto.
La vanidad era un peligro y cada chisme
un agujero en la tierra. Los cazadores
cuentan que al acercar los tesoros
a sus orejas podían oírse profundos
cantos y quejidos. Si existe, así sonaría
dicen, el alma humana.
III
En lengua inglesa, Dios
es un perro mirándose al espejo.
Lo supieron los cínicos y también el médico
que escribía versos sobre comer
ciruelas en la calle. La tarea consistiría
según ellos, en escarbar y escarbar
hasta descubrir, el séptimo día
un poco de agua entre las piedras.