Sobre el arte del entierro

Emanuel Acevedo
UOiEA!
Published in
2 min readAug 27, 2020
Ana Mendieta, “Untitled” (Silueta series)

I

En los días del gran incendio británico de

1666, Samuel Pepys enterró vino y queso

en el patio de su casa. Pepys era entonces

de las figuras más brillantes de la corte.

Además de su lengua nativa, sabía español

francés, portugués y latín. Gracias a esto

pudo registrar sus aventuras sexuales

sin correr el riesgo de que su mujer

lo supiera. Escribía: “aproveché la ocasión

para jouer con Peg Penn tokandoses

mamelles et baisando elle being sola en

the casa of her pater and she fortwilling”.

Al momento de cuidar sus tesoros, Pepys

no era distinto que los perros. Y cuando

trataba de esconder sus secretos, hacía

de la cultura sus patas traseras.

II

En Venezuela, a los buscadores de tesoros

se los llamaba cazadores de botijas.

La fama de este gremio obligó a los ricos

a tomar precauciones a la hora

de esconder sus fortunas. Aquellos

que decidían enterrar su plata, su oro

sus joyas, debían untar las vasijas

con solimán -veneno de propiedades mágicas-

y sepultar con ellas también su secreto.

La vanidad era un peligro y cada chisme

un agujero en la tierra. Los cazadores

cuentan que al acercar los tesoros

a sus orejas podían oírse profundos

cantos y quejidos. Si existe, así sonaría

dicen, el alma humana.

III

En lengua inglesa, Dios

es un perro mirándose al espejo.

Lo supieron los cínicos y también el médico

que escribía versos sobre comer

ciruelas en la calle. La tarea consistiría

según ellos, en escarbar y escarbar

hasta descubrir, el séptimo día

un poco de agua entre las piedras.

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