Un bosque de algas negras

ana navajas
UOiEA!
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4 min readNov 24, 2021
Foto: Sara Sahores

Me pregunto si en todas las familias hay una loca. En la mía se llamaba Tía Kala. Era una tía abuela en realidad, la hermana de mi abuela, pero le decíamos tía. Tenía el pelo gris, la piel gris, la ropa gris y tics nerviosos que le deformaban los rasgos. Emitía unos sonidos que parecían provenir de algún bosque de algas negras.

Ninguno de los niños quería ir a abrirle la puerta cuando tocaba el timbre, nos daba asco darle besos. En mi imaginación, alimentada por las murmuraciones que oía en boca de mi madre, mi abuela y mis otras tías, la soltería era el origen de todos sus males. Decían que en su cuarto juvenil, enmarcado, colgaba un poema titulado “Detrás de un velo blanco”. Todavía hermosa, frágil, rubia (en mi familia de negros, rubia era un halago, un aproximamiento a la belleza, una ilusión), lo había escrito cuando su pretendiente, el único, la dejó plantada en el altar. A partir de entonces, para ella y después para todos nosotros, esos dos adjetivos funcionaron pegados: soltera y loca. En voz todavía más baja también se hablaba de electroshock, internaciones, pastillas, muchas pastillas. Siempre me acuerdo de Tía Kala.

Mis hermanos mayores, para torturarme, me decían que yo iba a ser como ella y que no iba a conseguir marido por mi carácter impredecible como un cielo de tormenta. Y por flaca. Mi Tía Kala era muy flaca. Decían que me iba a quedar igualita de fea y que espantaría a todos con esos mismos ruidos: imitaban los sonidos guturales, piscaban los ojos, torcían la boca. Yo gritaba y les pegaba patadas. Viste, me decían, sos loca. TíaKalaTíaKala, repetían. Yo me lo creía. Hijos de puta hijos de re mil puta les hubiera gritado desde el altar el día que me casé conquistando uno de los mojones en la vida de una mujer de mi familia. Estaba embarazada, daba igual, había zafado. Hijos de puta todavía me dan ganas de gritarles cada tanto, cuando reconozco que tal vez sí podría quebrarme en mil pedazos, ponerme el traje gris de la tía loca de la familia y sentarme a escribir poemas que podría enmarcar, o no. No escribo muchos poemas.

Más tarde, cuando crecí un poco, pude descubrir una mirada amorosa en los ojos de mi Tía Kala. Empecé a darle besos cuando llegaba y a tratar de escuchar con atención su conversación que no era una conversación, eran sobre todo lamentos, siempre se quejaba de los remedios: los que, según ella, la dejaban así. No había forma de cambiarle de tema, pero traté. Cuando pusieron una bomba en la embajada de Israel, fue una de las sobrevivientes del asilo que quedaba en frente. Dijo que estaba durmiendo, escuchó un ruido muy fuerte, agarró su cartera y salió a la vereda. En la familia se reían de la suerte de Tía Kala, más con sorna que con alivio.

Trato de acordarme de mi última época feliz pero me la confundo con unas vacaciones. Las vacaciones en general siempre me resultaron felices hasta cuando ya no lo era. Entonces hago un esfuerzo más. Trato de acordarme de las últimas vacaciones felices en donde todavía era feliz.

Estaba con mi marido y mis hijos en un lugar parecido a lo que me imagino como el paraíso. La espuma de las olas lamía la cabaña en la que estábamos alojados, el ruido de la rompiente llegaba sin interferencias: las paredes de tablones de madera tenían hendijas, era como estar a la intemperie. No hacía frío ni calor. De noche, la única luz era la de la luna. Usaba una linterna para leer uno de los libros que me había llevado. Había wifi.

Una tarde, en una playa desierta, divisamos una mancha gigante. Era un arrecife que proyectaba su sombra inversa sobre el agua. Los arrecifes de coral, leí después, forman uno de los ecosistemas más diversos y a la vez uno de los más frágiles. Están en peligro. Se formaron después del último período glacial.

Nadé hasta la parte oscura. Cada tanto miraba para atrás y pensaba si no sería mejor volver, tenía miedo, no había nadie. El camino se hizo largo. Me sumergí y ahí estaba. Tal vez nunca cerré los ojos, tal vez contuve la respiración, puede que se me haya parado el corazón. Empezó a desfilar ante mis ojos lo imposible. Las fuerzas opuestas más poderosas en simultáneo, el deseo y el rechazo, la belleza y el espanto, el susto y el coraje arrasaron con todo. Desde que conocí el fondo del mar nada me alcanza.

Volver a la costa se me hizo más largo todavía. Cuando salí a la superficie, la tierra me pareció demasiado normal.

En el primer viaje que hice sola con mis hijos era pleno invierno. Pasamos por un bar y vimos a una vieja tomando una cerveza helada en la vereda, un cigarrillo entre los dedos, el pelo rosa y algo despeinado, mirando la gente pasar. Mi hija me dijo: vos vas a ser así. ¿Así cómo?, le pregunté, y seguimos caminando.

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