URBI ET ORBI

Soraya Estefan Vargas
UOiEA!
Published in
9 min readAug 27, 2020
Emma Reyes — Portraits de femmes

“La naturaleza no es un lugar para visitar, es el hogar”
Gary Snyder

L a abuela tejía con la misma paciencia con la que se espera que el brote de un árbol rompa el cascarón y la raíz, como una hebra de lana, se adueñe del espacio. Pacha se concentraba en su tarea y cuando lo hacía nada más en el mundo existía para ella. Solo se detenía para prepararle el almuerzo a sus nietos y dejar comida en el plato de Fausto, un cruce entre Mastín Tibetano y Labrador, tan feroz como tierno.

–A comer — gritó Pacha con voz chillona pero dulce. El olor del filete de carne, casi crudo, levantó a Fausto de detrás del sillón y en varios movimientos dirigió su enorme melena hacia la cocina. Engulló el pedazo sin siquiera mirarlo y relamió los bordes del plato de aluminio en un ademán de negación que se resistía a ver finalizado el alimento. Le dirigió una mirada inquisitiva a la abuela a ver si escondía un poco más del manjar, pero solo recibió una caricia en el hocico que respondió con un par de lengüetazos en los dedos arrugados y chuecos de la vieja.

Los tomates parecían respirar con el calor de la estufa. Algunos no resistieron y explotaron mezclando su jugo con la salsa de aceite, vinagre balsámico y pimienta que los rodeaba. En otro sartén, la abuela puso sobre aceite de oliva láminas de champiñones con un chorro de vino blanco. Mientras esperaba a que los hongos se sancocharan dispuso la masa de maíz para hacer tortillas. Con fuerza empujó la masa con los nudillos hasta que el calor de las manos la dejó dócil y manejable. La cortó en círculos medianos y la puso a fritar junto a una olla en la que hervían tres pedazos de yuca. Los almuerzos de Pacha eran banquetes que alcanzaban a satisfacer a Cordelio el gigante.

Su nieto medía casi tres metros de altura y hacía gala de una complexión robusta e imponente. Con el tiempo, la rapidez con la que le crecía vello en el cuerpo se volvió difícil de controlar por lo que su aspecto iba acompañado de una larga cabellera rizada que reprimía con una trenza y una pelusa oscura que lo cubría desde el mentón hasta las pantorrillas. Contrario a lo que su aspecto parecía sugerir, Cordelio era un hombre apuesto, de talante paciente. La tranquilidad que evocaba su semblante solo se interrumpía a causa de unos fuertes vértigos que lo atacaban de vez en cuando y que lo hacían chocar con las paredes de manera violenta.

Sirvió la comida y esperó a que sus nietos la devoraran. Los banquetes de la abuela no eran un placer exclusivo de su familia. Todos los inquilinos del edificio Orbi, ubicado junto a la Avenida Central, se beneficiaban de las francachelas que Pacha diariamente les ofrecía sin esperar nada a cambio. Por las puertas de su casa, siempre abierta, desfilaban, entre otros, los del sexto piso, una pareja de gordinflones de rostros aceitosos que además de comer su porción empacaban una ración a escondidas en servilletas que mantenían en los bolsillos; los del octavo, una madre con su hijo pequeño que saboreaba con los ojos cerrados los diferentes quesos de las bandejas; la mujer alta del primer piso que escogía con cuidado los bocados con sus dedos alargados y uñas puntiagudas, y el del último piso, un joven desgarbado que no iba por la comida sino para mirar de reojo a Marina, de la que estaba enamorado.

El del último piso no era el primero que había mirado con ojos amorosos a Marina. Docenas de personas quedaban embelesadas al verla. Sus ojos verdes profundos, su cabello rubio casi cano que caía hasta el piso en ondas y su voz capaz de tranquilizar a las almas más contrariadas eran encantos difíciles de pasar por alto. Sin embargo, a pesar de su apacible apariencia, Marina tenía un carácter muy fuerte que desataba de vez en cuando. Las rabietas eran tan difíciles de controlar que la sumían en llantos incesantes, que duraban semanas enteras y que bañaban los pisos y el tejido de Pacha. A Marina no le importaba que la madera del suelo se levantara con los mares que salían de sus ojos, pero había aceptado llorar por la ventana, si las lágrimas no se detenían en un par de días, mientras esperaba que la vista del jardín del edificio la regresara a la calma.

–Que alfombra tan particular — señaló el hombre del piso quinto mientras dejaba que explotaran en su boca un puñado de garbanzos crocantes.

–Es el tejido de la abuela. Es tan largo que los dobleces ya llegan hasta el techo — respondió Cordelio.

–¿Qué material es este? — preguntó el hombre mientras pasaba la mano por encima del tapiz.

–Es una lana muy especial — replicó Pacha — A veces es tan suave como una pluma y al rozarla se sienten cosquillas en los dedos pero otras, es áspera y al tocarla parece que las espinas de un cactus te arañaran la piel.

–¡Qué maravilla! Esta obra no puede quedarse guardada en un rincón. Hay que exhibirla. Cordelio, ayúdame a sacarla al corredor — Cordelio miró a su abuela confundido, pero se dispuso a empujar el tejido hacia afuera.

Los hombres desenrollaron con cuidado la alfombra y recubrieron con ella las paredes de los corredores del edificio. Los pasillos grises, descarapelados y oscuros adquirieron al instante tal belleza y luminosidad que los inquilinos olvidaron el miedo que les producían y empezaron a habitar nuevamente las áreas comunes. El edificio resplandecía de colores y los aromas de la cocina de Pacha invitaban a los vecinos a los más felices convites, en los que los habitantes del Orbi reían y compartían hasta que la llenura los hacía regresar a sus casas.

El niño del octavo, junto a un par de amigos más, solía correr por el edificio y jugar a la lleva congelada. En uno de sus encuentros, uno de sus amigos, el más alto de los tres, tropezó con el tejido de Pacha y una hebra se le enredó en la hebilla del cinturón. Al retirarse, la hebra empezó a desprenderse de la alfombra y se fue alargando con cada empujón que le daba el pequeño.

–Esta lana es perfecta para el teléfono de vasos que quiero hacer — dijo uno de sus compañeros.

–Saca un poco más. Quiero hacer que uno de mis soldados escale por ella — agregó el niño del octavo y poco a poco sacaron tanta lana para sus juegos que dejaron un enorme hueco en el tapiz.

El soldadito de plástico se balanceaba en la cuerda de lana que el niño del octavo amarró desde la chapa de la puerta de su cuarto hasta la cabecera de la cama. Otros dos muñecos de juguete lo empujaban para que cayera al vacío. De repente, una fuerte sacudida hizo caer al soldado, al niño que lo sostenía, a su madre que veía la telenovela de las ocho y algunos platos y jarrones. El temblor le causó un golpe en la frente al pequeño y a su madre la tumbó del sofá. Ya habían sufrido los terremotos que producía su vecino de abajo, pero, sin duda, los vértigos de Cordelio se volvían cada vez más violentos. La madre le curó la herida de la frente al niño y recogió los pedazos de la vajilla rota, con rabia.

El residente del segundo piso, antes de salir a trabajar, se percató del hueco que tenía el tejido de Pacha en uno de los corredores. El agujero revelaba la pintura deslucida de la pared, por lo que a su regreso decidió instalar una lámpara que tapara el descosido. La lámpara resultaba efectiva para prevenir los tropiezos en la oscuridad, así que decidieron disponer más lámparas en todos los pisos. Como no sabían dónde empezaba ni terminaba el tejido de la abuela Pacha, lo rasgaron en los lugares de la instalación. También desgarraron el tapiz para acomodar una baranda para los más viejos y lo deforestaron para poner unos cuadros de plazas famosas del sector que en realidad nadie conocía.

Después de meses de asistir a los banquetes de la abuela Pacha, el muchacho desgarbado del último piso reunió todo el coraje que tenía en su cuerpo flaco y decidió un día invitar a salir a Marina.

–Cuando llego de estudiar eres lo primero que veo, Marina. Siempre espero que estés en la ventana para mirarte antes de entrar a casa.

–No tengo opción. A veces un simple lagrimeo se convierte en caudal y tengo que estar en la ventana por horas o hasta días, pero me da frío. No entiendo por qué debo soportar tanto frío — le contó Marina en tono de queja y como hablando para ella misma.

–Te ves hermosa hasta cuando lloras — dijo el muchacho desgarbado con la voz temblorosa.

–¿Sí?

–Sí. Me harías un gran honor si quisieras salir un día conmigo.

–¿Salir? Desde luego — respondió ella entusiasmada ante la idea de poder llorar por la calle y no en la incomodidad de la ventana.

El muchacho del último piso se perfumó, vistió sus mejores galas y escogió un restaurante de mariscos y pescados que le encantaba. Esperó a Marina en la entrada del edificio y le pareció que en la noche ella se veía más imponente. Su piel brillaba con la luz de la luna y sus ojos verdes se veían opacos e infinitos, como un pozo sin fondo. El muchacho ordenó los platos más costosos de la carta y un par de copas de vino y esperó a que el alcohol le diera alientos para confesar sus sentimientos. Los meseros llegaron con dos bandejas en las que reposaban unos pescados enormes, inertes, con la mirada perdida y embadurnados de salsas blancas y amarillas que creaban una sabrosa mortaja. Marina, acostumbrada a los vegetales de la abuela, soltó un grito aterrado. Levantó las bandejas con asco y dejó que se estrellaran en el piso. Tomó un vaso de vidrio y con fuerza descomunal lo reventó en una de las paredes del restaurante mientras gritaba todo tipo de acusaciones a los comensales. Antes de irse le dirigió una mirada llena de desprecio al muchacho desgarbado, que rompió en mil pedazos las paredes de su corazón.

El llanto enfurecido de Marina duró dos semanas. Lloraba incluso dormida por lo que fue imposible mantenerla en la ventana. Su habitación se inundó y el agua se filtró al apartamento de abajo y destruyó la colección de muñecas japonesas por las que los gordinflones de rostros aceitosos tenían gran afición.

Azuzados por el muchacho desgarbado y despechado, los residentes del edificio planearon una venganza por los desmanes ocasionados a sus juguetes, porcelanas y corazones. En uno de los convites de la abuela Pacha, entraron a su casa, distrajeron a Cordelio y, con sigilo, depositaron un pedazo de carne envenenada en el plato de Fausto. El perro, único ejemplar de su raza, tuvo un ataque de espasmos y vómito que acabó con su vida. Se quedó acostado, de lado, igual que lo hacía cuando tomaba el sol o dormitaba detrás de algún sillón. Pacha no lloró. Le acarició el hocico como hacía después de darle la comida y lo despidió con unas palmaditas en la cabeza antes de empacar sus maletas para marcharse, junto con sus nietos, del edificio Orbi para siempre.

Cuando abandonaron la residencia, nadie los acompañó, nadie se ofreció a cargarles las maletas o a pedirles un taxi. Ninguno de los que había almorzado diariamente en la casa de Pacha la ayudaron a enrollar su tejido rasguñado, los niños que habían jugado con Fausto en el jardín no aparecieron por los corredores, los vecinos a los que Cordelio les había reparado los techos o a quienes les arreglaba el termostato cada vez que se averiaba se quedaron durmiendo en sus habitaciones y el muchacho desgarbado y los demás admiradores de Marina se encerraron en sus apartamentos con las cortinas cerradas.

Semanas después, el edificio Orbi parecía haber sido golpeado por un huracán. Sin el tejido de la abuela, las paredes volvieron a su tono lúgubre y espantoso. El jardín se secó poco a poco, pues su lozanía provenía de las lágrimas de Marina que lo regaban a diario. Las columnas empezaron a agrietarse y el espectador concentrado podía ver que el edificio se ladeaba lentamente, defecto que había pasado desapercibido debido a que los vértigos de Cordelio corregían la estructura de la edificación. Los residentes del Orbi vivían en una profunda melancolía porque se desgastaban de la misma forma en que se derruían sus hogares.

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