Vueltas por el cementerio

Abigail Novoa
UOiEA!
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4 min readNov 24, 2021
Imagen Juan José Traverso

El día está lindo. Almorcé con una amiga en Palermo, la acompañé hasta la casa en Colegiales y ahora paseo por el Cementerio de la Chacarita. Mis pies solitos me trajeron hasta acá. Hay algo de los cementerios que me atrae. Debe ser el silencio enrarecido y cargado de olor a flores recién cortadas, brillando en su último esplendor, antes de marchitarse sobre rejas oxidadas.

Bajo por la escalera diecisiete hacia los nichos a los que la clase media accede con esfuerzo y para extender la pena. Paredes huecas revestidas de mármol donde ponen placas y lloran a sus muertxs. Les ofrendan flores de plástico (la mayoría tan llenas de polvo que parecen marchitas), dibujos hechos por niñxs a sus abuelxs o los decoran con chupetes si la muerte optó por un bebé. Veo caras que ya no existen que me miran fijo desde los obituarios. Cuantas historias y cuanto silencio, como en los museos.

Acá abajo no llega el sol, hace frío y humedad. Camino sola y siento un miedo extraño, una especie de oscuridad en el pecho que necesito sostener unos minutos más como ofrenda a mi propia vida. Por eso no subo por la escalera ancha que tengo a mi derecha, sigo de largo, zigzagueo por pasillos derruidos por el tiempo y el olvido. Escucho un chirrido escalofriante y en seguida veo una señora subiendo por una escalera con una tarima en el extremo que le permite elevarse hasta el ras del techo para llorar más cerca de su cadáver querido. Se maneja con una naturalidad que me sorprende, como si no fuera terrorífica esa estructura de metal, ese ruido, ese lugar y esa cercanía tan directa con restos humanos encerrados por centenas.

La señora quedó atrás. Me cruzo con dos tipos que parecen borrachos y cuchichean ¿de dónde salieron? Apuro mis pasos, los observo, están de espalda. Uno le pasa algo que no llego a distinguir al otro, se lo guarda en el bolsillo, se dan vuelta y me miran. Avanzo alerta haciéndome la distraída, busco con la mirada algún objeto contundente para poder defenderme si intentan atacarme. Temo que me tapen la boca y me violen y tal vez me maten. Me acuerdo que en la mochila tengo el llavero manopla pero no lo busco para no llamarles la atención. Les paso por al lado, uno me dice algo que no comprendo. Se ríen. Me desespero por un instante. Estoy perdida. Necesito encontrar otra escalera que me saque de esta profundidad mortuoria y disipe la escena tétrica que acaba de invadirme. Subo por la escalera quince al primer subsuelo.

Juego a juegos macabros para distraerme: intento encontrar el nicho de Leo, un amigo que murió cuando teníamos diecisiete años, hace casi veinte, y al que nunca volví “a visitar”. ¿Para qué? Recreo el andar lento y tomadxs del brazo, por alguna de estas galerías subterráneas a las que sí llegan los rayos del sol, con Diego, mi novio de aquel entonces, que tuvo que velar a Silvina, su amiga, que aparece con el rostro sonriente en pancartas y su nombre puede leerse en la estación Once / 30 de diciembre de la línea H (a ella si la encontré en la pared).

Estoy de vuelta en la superficie caminando por la avenida por donde paseó por última vez el cuerpo sin vida de mi padre. Estoy a salvo pero sigo imaginando cosas tétricas como lo horrible de tener que pasar la noche acá adentro o el horno de la sala de cremación, el fuego crepitando en contacto con la madera, la piel, los ojos, los huesos, mi cuerpo. Me pregunto si nuestros espíritus sentirán el último calor, el dolor final que nos vuelve polvo, porque definitivamente no quiero morir pero quiero que me cremen.

Retomo el paseo turístico por los mausoleos. Pienso en las familias que pagan las casas de los muertos, algunas más grandes que la mía. Me detengo frente al de Jorge Newery ¡por fin un nombre que conozco! y me dan nauseas y me pesan las puntas de los dedos y no se si es el segundo cigarrillo tan seguido del primero o la cercanía de la muerte caminando tras mis pasos que retumban y hacen eco al aire libre. Y entonces yendo para la salida veo a una mujer sentada que lee y recupero el cielo celeste y despejado que diluye lo siniestro de la tarde.

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