La palabra en cuarentena

Francisco Diaz Heinzen
Utrópica
Published in
11 min readMay 7, 2020

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Pensamientos encerrados

Parecería que nos falta lenguaje para lo que nos está pasando. Nadie puede tener demasiada certeza respecto a lo que sucederá en los próximos meses, y las variables a tener en cuenta para modelar escenarios son demasiadas y entrecruzadas, de diversas áreas del conocimiento, como para poder predecirlas todas de manera confiable. Nos faltan palabras para decir la incertidumbre, no tenemos de donde aferrarnos por completo en la “nueva normalidad” que cada actor con poder nos busca imponer. Por eso, buscamos metáforas.

Entre los distintos lenguajes que intentan estructurar lo que nos está sucediendo; uno de los mas utilizados y eficaces es el de entender la pandemia como una guerra. Metáfora que al Estado le viene como anillo al dedo: nos enfrentamos ante un Enemigo Invisible, corean las naciones de Occidente y Oriente al unisono. Esto requiere una cierta economía bélica, y la movilización de poderes especiales y extraordinarios justificados en virtud de la urgencia de la enfermedad, y el carácter de vida o muerte de las circunstancias. El poder busca ordenar la vida, otra vez.

¡El Enemigo Invisible pronto estará en completa retirada!” (10 de Abril)

La discusión es una guerra”, decían Lakoff y Johnson en Metáforas de la vida cotidiana. O sea, la situación social de una discusión o debate, suele estar estructurada alrededor de palabras bélicas: “No supo defenderse”; “Lo agarró con la guardia baja”; “Los médicos están en la primera línea”. Entender lo que estamos viviendo en términos bélicos nos encasilla en el rango de opciones que tenemos para afrontar la pandemia, y contiene un sesgo hacia los rasgos más autoritarios y verticales de nuestra sociedad.

A Emmanuel Macron le sirve decir “Estamos en guerra”. Particularmente cuando el virus del COVID-19 ataca más fatalmente a la parte de la población que vivió la guerra y la recuerda como una victoria nacional. Pero en América Latina la vivencia de la Segunda Guerra Mundial es mucho menos comparable, y el concepto de guerra en la población suele estar más asociado a las experiencias de guerra interna de los años setenta. Por eso quizá sea también frecuente por estos lares escuchar metáforas deportivas, lenguaje ya de por sí cargado de connotaciones bélicas. Así, esta pandemia se convierte en un partido al que le ganamos todos:

Esto es una pandemia del siglo XXI, y como tal presenta características completamente nuevas, jamás experimentadas por generaciones anteriores que también atravesaron enfermedades similares. El rol de la ciencia, central en la economía contemporánea, ha implicado por ejemplo una baja cantidad de muertos en comparación con la gripe española, o la Plaga Negra. Que estemos esperando la vacuna con mas certeza que otras generaciones esperaban la Segunda Venida también es propio de una pandemia de este siglo. Es consecuencia de la ciencia su rapidísima difusión a escala planetaria en cuestión de meses, fruto de la masiva movilización de personas a lo largo y ancho del planeta, necesaria para el correcto desarrollo de este capitalismo global.

Es esperable el lenguaje científico y cientificista para explicar y dar sentido a esta pandemia, ahí tenemos todas las fichas puestas para salir de esta pandemia. Expresiones originadas en la epidemiología hoy permean el lenguaje diario: desde la inmunidad colectiva, al índice de fatalidad, pasando por la que quizá sea más ilustrativa para explicar la pandemia: achatar la curva. Sin dudas, una diferencia del COVID-19 respecto a viejas pandemias es que nunca antes tuvimos a jefes de estado debiendo pararse frente a gráficas de eje cartesiano para justificar sus políticas.

Pero la pandemia nos habla también de nuestras rutinas, y el poder que ya hemos cedido a corporaciones como Apple y Google, que se asociaron ahora para, en plena luz del día, reportar a cada gobierno nacional los movimientos de cada uno de sus ciudadanos. Nos habla del desbalance entre riqueza vieja y riqueza creada, entre capital y trabajo, entre la profunda desigualdad que marca este planeta como pocas veces en la historia, mientras Jeff Bezos acumula más millones a su ya desproporcionada fortuna y cierran miles de pequeños negocios en todo el planeta.

La impredictibilidad

Como pidiendo perdón, las bolsas de valores, empresas y gobiernos se justifican que jamás habrían podido predecir un cisne negro como el COVID-19 en sus estimaciones para el año 2020. De esa manera se redimen de responsabilidad frente a las gráficas catastróficas, que hablan de un evento por fuera de los parámetros “normales” de una economía moderna funcional. Un evento que cambia la escala de las comparaciones históricas:

Personas en seguro de paro en Estados Unidos y Uruguay, y acciones bursátiles comparadas con casos de COVID-19

Sin embargo, una pandemia no es un cisne negro. Los cisnes negros existen en cantidades estadísticamente ínfimas; son la excepción a la regla. Una pandemia, en cambio, es algo ya vivido por la Humanidad, y por lo tanto no parece fantasioso demandarle a nuestras sociedades cierto grado de preparación para este tipo de ocasionales oleadas de mutaciones genéticas. Como mínimo, no parece descabellado demandar sistemas de salud que no se saturen, con los materiales necesarios y sin exclusiones.

Pese a ser un evento más o menos esperable, queda claro que la economía del planeta no estaba preparada. O más bien, parece una falla en el diseño mismo de la economía. Ya en 1868, Karl Marx escribía que “Todo niño sabe que una nación que deje de funcionar, no diré por un año, pero incluso por unas semanas, perecería. Para reproducirse el capital precisa moverse; pero con las calles vacías de gente, no tiene a dónde ir.

Si la crisis económica parece augurar una depresión incluso más devastadora y dudadera que la propia pandemia, la culpa no es del coronavirus sino de la economía global, que ya venía mostrando señales de desgaste. Las economías mundiales ya venían en plena desaceleración antes del brote de Wuhan, y la pandemia no hizo más que acelerar la desglobalización desatada con la guerra de tarifas de Trump, que dio lugar al bizarro pillaje de materiales médicos entre naciones.

No menos importante son los desorbitados niveles de deuda que en los últimos años adquirió el sector privado, que ya hablaban de una frágil situación alentada por los bancos centrales, que han mantenido las tasas de interés por el suelo desde la crisis del 2008. Hoy, la Reserva Federal apuesta a medidas insólitas como imprimir una cantidad infinita de dólares para apaliar la crisis. Porque las grandes corporaciones tienen tanta deuda, que la caída de cualquiera de ellas (como las aerolíneas) significaría un riesgo sistémico para las finanzas globales. Lo que hace de estas compañías demasiado grandes para caer no es tanto su valor real en la sociedad, sino su importancia para las hojas de balance de los bancos. Rescatar a compañías privadas con dinero público es la nacionalización de las pérdidas, socialismo para los ricos.

Ahora, se prevé una contracción del 3% del PBI global para el 2020. Es decir, que va a haber una destrucción de la riqueza acompañada de una desglobalización. Quién paga los platos rotos de este parate, claro está, es una cuestión política, y en cada país (pero también en el concierto internacional), el resultado de esta pulseada será distinto.

La Plaga

Y si nos faltan las palabras, habrá que recurrir a los libros. El pensador francés René Girard (1923–2015), hablaba de la Plaga como un conjunto temático que aparece de manera recurrente en la literatura y mitología, y que generalmente representa una crisis social total, una degradación de la Humanidad más amplia que cualquier enfermedad. En las historias que nos contamos, la Plaga es la decadencia, la descomposición del orden establecido, la des-diferenciación. Habla de una crisis mimética; cuando deseo lo que desea el otro se genera una competencia que puede rápidamente subvertir el pacto social.

En el contexto del caos y la confusión, Girard remarca que en los mitos eventualmente la culpa de la Plaga confluye en un chivo expiatorio, que exime de sus pecados al resto de la población. Por ejemplo en Edipo Rey, de Sófocles, la obra comienza con una plaga que azota Tebas:

La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos!

Sófocles — Edipo Rey

Según el oráculo, Edipo es el responsable de la plaga, y juzgar sus pecados alivianará el ánimo de los dioses. Efectivamente, desterrar a Edipo soluciona la plaga en Tebas. En el mito, un solo individuo es responsable de toda una crisis social, y la efectividad del exilio como remedio para la plaga constituye una verdadera resolución catártica. El capricho de los dioses se realiza en la profecía y su cumplimiento trágico.

¿Quién será desterrado esta vuelta como Edipo, con los ojos sangrantes? ¿Quién será el culpable de nuestra calamitosa situación, de esta crisis sanitaria pero también económica y social? Los sospechosos de siempre se hacen los desentendidos.

Al momento de encontrar a los chivos expiatorios del coronavirus, nuestros Edipos contemporáneos, podemos en primer instancia prender la televisión. A la vista está que el gobierno estadounidense de Trump busca enmarcar la pandemia como un virus chino, o el virus de Wuhan, en un intento de socavar el ascenso de la principal potencia en disputa por su hegemonía global.

Foto de conferencia de prensa de Donald Trump, donde tacha “Coronavirus” y escribe “Virus chino”

En esta narrativa también entran la OMS, la ONU, Paul McCartney y los Rolling Stones, y todo el sistema de relaciones internacionales que se ha aprovechado de Estados Unidos en las últimas décadas. No deja de tener cierta justicia poética que EEUU le de la espalda al orden internacional y el multilateralismo; es un poco como el Dr. Frankenstein renegando de su creación, una figura monstruosa y deforme ya fuera de control. Desde afuera, los otros 6 mil millones asistimos a un Imperio en decadencia. Algo que no sucede cada cuatro años o cuatro décadas, sino a lo largo de nuestras vidas; que intenta desarrollarse entre tiroteos masivos, presidentes recomendando tomar lavandina, y cementerios desbordados.

Parece el final de una manera de ver el mundo, esa que nos llevó hasta un 2020 de inestabilidad geopolítica, fragilidad financiera, auge del neofascismo y policías de mascarilla. Estas últimas semanas han sido el siglo XXI en todo su esplendor (o el final del largo siglo XX; el tiempo dirá).

Otros caminos

Pero más allá de si estamos asistiendo o no al evento Chernobyl de los Estados Unidos de América, parece innegable que la pandemia parece darle la razón a aquellas posturas que defienden los bienes en comunes, y reniegan la privatización de la vida. Mientras el mercado entra en pánico y demanda rescates, ha sido el Estado quien ha debido mostrarse firme en la adversidad y atender las demandas de la población. Y hasta en el ultraconservador Estados Unidos se probó con el Ingreso Universal, abriendo una puerta que será difícil volver a cerrar. Tiempos desesperados requieren medidas desesperadas, ¿pero por qué no sería tarea esencial del Estado asegurarse que el ingreso de sus ciudadanos no baje de una mínima línea de flotación?

Así como hace un siglo, en tiempos de gripe española y gripe rusa se empezaba a probar con sistemas de seguridad social e impuestos a la renta, parecemos encontrarnos en un período similar. Hay también una revalorización de la ciencia siempre tan bastardeada; así como de aquellas políticas basadas en los datos extraídos con un cierto método (por sobre los vendedores de baratijas). Mayor presupuesto para la ciencia y la investigación parecen ser elementos indispensables para pensar futuros libres de pandemia, y eso es algo que hoy parecería quedar claro y debería generar consenso.

La tensión entre izquierda y derecha en esta pandemia ha significado muchas veces la tensión entre distintos niveles de gobierno: la viralización de un alcalde del sur de Italia del Movimento 5 Stelle, el enfrentamiento con Bolsonaro de los gobernadores brasileños, los cruces entre el gobierno ecuatoriano y la alcaldesa de Guayaquil, hablan del delicado balance de poder sobre el que se ha sostenido el distanciamiento social.

Y aunque los gobernantes locales quizá estén más en contacto con la realidad, son los estados nacionales quienes tienen la potestad de realizar las políticas de mayor impacto. Con distintos gobiernos alrededor del mundo envíandole cheques a sus ciudadanos, la Renta Básica Universal parece ser una política de Estado a la que le ha llegado su hora, como dice el historiador Rutger Bregman. Dada la coyuntura política global, una medida de este talante podría ser llevada adelante en serio solo por gobiernos progresistas.

Y mientas para asegurar la liquidez los gobiernos de las principales economías se comprometen a invertir o prestar, en promedio, la décima parte de sus PBI, la idea de que las políticas progresistas son impagables ya no parece tener ningun sustento. Mientras la deuda total anual del gobierno estadounidense asciende US$23 billones; su recaudación fiscal en un año es de US$3 billones. Es con deuda pública que EEUU financió el cheque de US$ 1.200 a todos sus ciudadanos, no con la recaudación de impuestos.

En consecuencia, para que el cheque a la ciudadanía no termine solo en una (nueva) transferencia de riqueza a los bancos, y sea una verdadera reactivación de la economía, es imprescindible que venga de la mano de un “jubileo” de la deuda, como solicita el Papa. Pero es el Dios Mercado, y sus vicarios en la Tierra, quienes deben mostrar misericordia con las clases bajas, pequeños negocios y países menos desarrollados. Sin un perdón generalizado difícilmente podría recuperarse realmente la economía global.

En una depresión se destruye la riqueza. Que esa destrucción rompa las cadenas del pasado que nos atan a una relación colonial y a un modelo productivo obsoleto. La alternativa es que la crisis la pague el poder de compra de la gente. Y no tiene sentido llevar adelante medidas de austeridad cuando el mundo entero está ignorando su déficit ante la urgencia sanitaria.

Es tiempo de cuidarnos. Es tiempo de revalorizar el vínculo humano, el contacto personal, para celebrarnos en cuanto podamos. La pandemia nos deja gobiernos encabezados por machos alfa en completa negación del terror humano. Y nos dejará ejemplos de sociedades que habrán estado a la altura y protegido a los más débiles. Esperemos salga de nuestras casas y del ambiente doméstico también el impulso demoledor para cambiar lo que deba ser cambiado.

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