Mala racha

Francisco Diaz Heinzen
Utrópica
Published in
4 min readSep 1, 2020

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Hoy su niño interior está enojado. Anoche Peñarol quedó afuera de la Libertadores. Una parte suya teme no levantar la sexta nunca más, siente haberse defraudado a sí mismo con ocho años, afónico luego del gol de Aguirre. Siente que podría haber hecho más, que como hincha podría haber puesto un poco más de lo que se necesitaba para pasar de fase.

El café no tiene gusto, el cielo es gris. Las muecas de sus compañeros de oficina revelan la complicidad, el nudo en la garganta, o bien lo sujetan a las burlas de esos falsos hinchas, que lo único que disfrutan es patear a quien ya está en el suelo, pero que son los primeros en abandonar.

Abre los correos. Una avalancha. Toda la mañana caen, como cascotazos, tragando saliva. Uno tras otro, los emails lo absorben en su personalidad de persona importante con una reputación que defender; alguien que no murió la noche anterior, alguien con móviles lógicos y racionales. En verdad, su llama interna está apagada, sin esperanzas por lo que queda del año. A lo sumo pelear otra liga, pero hasta ese premio consuelo se le antoja lejano dadas las posiciones.

Sin embargo, el trago más amargo llega con el café, después del almuerzo, cuando desde su celular entra a la aplicación de pencas. Maldijo. Estaba convencido de que esta era su Copa. Un platal. Encima el Real Madrid también había perdido su llave de la Champions, y eso que parecían encaminados a la final. Menos mal que Ronaldo andaba inspirado, porque le había jugado unas buenas monedas hacía unos meses a que sería el goleador de la temporada europea. Il capo di tutti capi.

Pero donde más había perdido había sido en la derrota carbonera. Se había jugado el aguinaldo, y ahora, siamo fuori. Otra vez. ¿Cómo iban a hacer para irse de vacaciones ahora? Le había prometido al botija que iban a ir a Mundo Marino y Temaikén. Paola necesitaba saberlo. Lo mataría.

Optó no contárselo. La tarde transcurrió igual de gris y muerta que la mañana. Y el sábado, volver al Uruguayo. El solo pensamiento de ir a ver a estos perros perder puntos con los fantasmas de Torque le sacaba las ganas de conseguir las entradas. Solo logró consolarse con la idea de que al día siguiente había Champions. Su niño interno, aquel que también veía maravillado a un Maradona amontonar ingleses en blanco y negro, por un instante se sintió satisfecho ante la idea de, finalmente, ver buen fútbol.

El sábado de mañana, antes de abrir los ojos, Óscar supo que Paola la estaba engañando con Diego, su personal trainer. Ex futbolista en decadencia.

Llevaba rumiándolo desde el día anterior, cuando pasó a buscarla. Ella salió sola atándose el pelo, y lo saludó de una manera inusualmente dulce. Tenía un aura, una dulce espesura, estrellitas brillando como glitter alrededor suyo. El iba malhumorado porque ya se había perdido el primer tiempo del Barça. Si fuera Peñarol, directamente no hubiera pasado a buscarla. Esa noche, Messi apenas la tocó, y se terminaron comiendo tres. Óscar perdió algo de plata, la poca que le iba quedando. Se acostó malhumorado, casi sin hablar en toda la cena.

El sábado se alegró de no haber comprado entrada, porque el partido fue un empate intrascendente que los condenó a las medianeras de la tabla y al probable olvido por parte de la Historia del técnico y los jugadores. A la noche, intentó acariciar a Paola, pero ella roncaba dándole la espalda, insinuando su figura esculpida tras el camisón. Logró dormirse cuando ya amanecía, soñó con la final del 86.

Maradona esquivaba ingleses en HD, desprendía magia ese barrilete cósmico, y mirarlo hubiera sido un deleite si tan solo Óscar no se encontrara abajo del travesaño, viendo espantado la cara concentrada en un rictus de su adverario. Era la cara de Diego, el personal trainer. Luego de esquivar al último defensa tira la bola, y la observa lentamente entrar lentamente, aún en corrida, hasta desplegarse en un orgásmico grito de gol. Óscar, que había entrado a la cancha sin que le preguntasen si quería entrar, por si fuera poco, de golero, se preguntaba qué había hecho mal. Los ingleses lloraban, y sus lamentos sonaban como los gemidos de Paola.

Apaga el despertador, está solo en la cama. De la cocina llega el sonido de un microondas y una tostadora. El botija le dice algo a su madre, ella contesta somnolienta. Ella lo llama, lo apura, lo saca de la cancha. El no sabe que decir. No puede hablar. Llega a la cocina, el gurí le da los buenos días. Y en ese segundo que comparten la primer mirada de la mañana, Óscar distingue los ojos negros de Diego, justo antes de meter el gol.

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