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Mariano Leal
venezuelafractal
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3 min readApr 18, 2017

I

-Ya estoy sobre eso -le dije-. Termino con par de detalles y salgo.

Balbuceé algo con el teléfono entre la oreja y el hombro. Escuché una especie de explosión amortiguada. El sonido fue tan fuerte que me preguntó qué había sido. Me asomé a la ventana.

-Es un camión. Está prendido en candela. Mira, ya cuelgo.

Desde ahí veía a la gente gesticular, arrastrar chatarra, caerse a golpes. Volví al escritorio. Tomé la taza de café con ambas manos, dándome un minuto para repasar todo el documento. Me di cuenta de que quedaba poco tiempo. Sólo me quedaba veinte por ciento de batería. Quién sabría cuándo tendríamos luz otra vez. Mientras daba los últimos retoques, Francisca entró al apartamento. Olía a humo, a caucho quemado. Se quitó la mascarilla y los guantes. Se quitó el gorro y le cayó el cabello castaño sobre los hombros. Desordenado. Perdí unos segundos embobado viéndola con la cara y la ropa mugrienta y el cabello intacto.

-Mira, no entiendo ni cómo sigues con esa vaina. No seas güevón, que esto se está cayendo.

¿La gente le sigue parando a eso?

Tenía razón, en parte. No tenía tiempo ni batería para dársela. Ella tenía el tiempo que yo no. Su trabajo fue de lo primero en perderse después de que todo escaló. De lo más especializado a lo más básico se iba perdiendo todo, decíamos.

Listo y con todo impreso, fui a la sala. Francisca me enderezó la corbata y pensé en una escena de Fight Club. Salimos juntos.

La calle parecía otra. Todo parecía otra cosa, un juego en pausa.

Sorteando el conflicto que se convirtió en costumbre y en convivencia, íbamos uno que otro rezagado, aún con un supuesto deber. Jugando a que nada se había ido a la mierda.

Aún no, al menos. El resto nos miró con mala cara. Francisca medió para que nos dejaran pasar.

II

Llegamos a una calle más despejada donde nos esperaba un transporte. Un tipo que cobra hasta cuatro veces la tarifa para llevarnos al centro. Yo me había dignado, al fin, a ir al Registro desde que todo había empezado. Seis meses parecían mentira. Esperamos que llegaran unos diez infelices más y nos fuimos. Pensé otra vez en lo que dijo Francisca. La gente sigue necesitando esto. Esta formalidad, esta tontería que mantiene a los hombres armados muy, muy lejos, los de allá, al fondo de todo. Y que a mí me serviría aún un poco más que lo siguieran necesitando.

El recorrido fue… accidentado. No había un solo camino continuo hasta el Registro. Caminé. Caminamos. Corrimos. Estuvimos media hora escondidos mientras llegaba otro transporte. El siguiente nos cobró más y nos dejó tirados más adelante. Aún lejos. Pensé mil veces en por qué tanto sufrimiento por firmas y sellos, pensé en regresar…

Llegamos al Registro caminando. Unas cuadras más atrás, no hubiese esperado ver la zona tan intacta como estaba. Parecía un palacio entre tanto desastre. Entré y me recibieron tres guardias. Los repetidos hombres armados de este país. El aparentemente más nuevo me preguntó a dónde me dirigía con una formalidad muy forzada. Le di razón y me dejaron entrar.

III

Cuando regresé, estaba oscuro. Aún no teníamos electricidad. Subí los nueve pisos por las escaleras, tropezando de vez en cuando con algún vecino. Abrí la puerta y me recibió un apartamento completamente negro, excepto por un punto naranja brillante donde vería el sofá. Francisca. Me acerqué y me ofreció el cigarro.

-¿Cómo terminó todo?-pregunté.

-Como siempre. Pero más temprano. ¿Qué te dijeron?

-La tipa no estaba. Que vuelva mañana.

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