Una máquina de someter que adquiere vida propia

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11 min readDec 8, 2017

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En su ejercicio del poder el chavismo ha sido efectivo en algo: en demostrar, desde el nivel que sea, quiénes están al mando en Venezuela y qué cosas están dispuestos a hacer para seguir allí. El ciudadano, el pueblo, pasa por todo: desde el sometimiento a través de la violencia hasta la intimidación y la amenaza de perder sus derechos al trabajo, a la alimentación y a la salud si no mantiene y expresa su fidelidad al gobierno. El narrador Héctor Torres ha encontrado algunas historias “pequeñas” para perfilar este gran drama nacional

Por Héctor Torres. @hectorres / Fotografía: Gustavo Bandres

Ángel y Graciela son dos enfermeros graduados, que se conocieron en la clínica donde trabajan. Al poco tiempo de comenzar a salir, se mudaron a la casa de ella, en el barrio Andrés Eloy Blanco, en el 23 de Enero, en Caracas.

Además de la vida, comparten su descontento con el rumbo que lleva el país y su deseo de manifestar la necesidad de un giro de timón. Quizá vivir en un barrio controlado por el chavismo era suficiente incentivo para salir al encuentro de gente que estuviese tan descontenta como ellos.

Es por eso que, sin ser militantes de ningún partido, acudían a todas las concentraciones que convocaba la oposición durante ese 2014. Al principio, tratando de pasar desapercibidos cuando salían de casa, a efectos de eludir el control que ejercen en su zona los grupos armados que apoyan al gobierno. Pero con el tiempo fueron relajando sus precauciones, y comenzaron a salir con sus gorras tricolores, primero, y con sus banderas de Venezuela, más adelante, convencidos de que la fuerza de la costumbre les había otorgado el derecho a expresar abiertamente su posición política. Lo tomaron como una pequeña victoria. Un avance ganado a pulso. Una anécdota de su aporte a la vuelta a la civilidad.

Pero una vieja ley humana señala que cuando las cosas parecen fáciles, hay razones para preocuparse. Y fue así como una de esas tardes en que Ángel volvía a casa agotado tras una dura guardia en la clínica le salieron al paso dos tipos. No les hizo falta presentarse, porque todo el barrio sabe quiénes son y en qué andan.

Sin perder tiempo en cortesías, uno le dijo:

-O tú y tu jeva se dejan de mariqueras escuálidas o les vamos a unos tiros.

Y, convencidos de la elocuencia de sus argumentos, se dieron la vuelta. Ángel siguió su camino sin apurar el paso, como le enseñaron en casa que se debe actuar ante los matones, pero preocupado porque, después de todo, no había tenido tiempo de desarrollar un tejido afectivo muy sólido en el barrio como para que alguien intercediera entre él y un cañón de pistola automática.

Aunque no conocía a Ángel ni a Graciela, Yamir Tovar vivía en el mismo barrio. Y militaba en la misma creencia de la necesidad de un cambio. Y, por tanto, también asistía a las concentraciones de Altamira. Solo que él participaba en la primera línea de combate. Una noche, desde la plaza Pérez Bonalde, en Catia, donde está la parada de la línea de jeeps que sube al barrio (la misma que usan Ángel y Graciela) envió un mensaje de texto a su casa informando que estaba por llegar. Era el mecanismo mediante el cual se cuidaban unos a otros los miembros de su familia.

Apenas abordó el jeep recibió un inusual mensaje de Fabián García, vecino y compañero de lucha, quien le pedía que lo esperara para subir juntos al barrio. Había algo en ese mensaje que lo hizo bajarse del jeep para desandar sus pasos, receloso, hacia la estación Pérez Bonalde.

Lo complicado de la vida es que nunca sabremos cuál de esas decisiones que tomamos a diario es la que, precisamente, no debimos haber tomado.

En ese punto estaba Yamir mientras buscaba a Fabián entre la gente, cuando pasó por una edificación que queda al lado de la estación. Un edificio pequeño que fue sede de la policía y que ahora se encuentra en manos de los autodenominados “colectivos” que operan en la zona.

Para valernos del recurso de la elipse, diremos que, efectivamente, encontró a Fabián. Y que ese encuentro selló su destino. El de ambos. Ninguno de los dos llegó a su casa esa noche. Ni ninguna otra.

Tampoco contestaron las decenas de llamadas que les hicieron sus angustiados familiares. Desde entonces y hasta después de desencadenarse los hechos, muchas fueron las versiones e hipótesis que corrieron entre los vecinos, pero todas conducían a esa calle no muy escondida de Los Flores de Catia, donde sus cuerpos fueron hallados, a la mañana siguiente, amordazados, maniatados y con múltiples impactos de bala.

Una de las versiones señala que a García le habían quitado el celular para escribir el mensaje que serviría de anzuelo para pescar también a Tovar, y que los habían secuestrado en la sede del grupo y de allí, en la madrugada, los trasladaron al sitio donde los asesinaron. Otra, que habían sido entregados a esos grupos por cuerpos de seguridad del Estado, para que se hicieran cargo.

A juzgar por un detalle, que no pasa desapercibido, no será fácil esclarecer los hechos: a la funeraria se presentó un funcionario del ministerio del Interior e informó a los deudos, de forma parca y diligente, que el gobierno nacional se encargaría de los gastos, los cuales incluían el entierro en el cementerio del Este.

Ese punto de inflexión que hizo que Yamir se devolviera del jeep donde ya estaba montado, fue el que hizo que Ángel tomara una decisión mientras caminaba en silencio hasta su casa: no volver a participar nunca más en las marchas opositoras.

De asesinatos extrajudiciales en las cínicamente llamadas Operación de Liberación del Pueblo, de muertes en “enfrentamientos con una comisión”, o en otras extrañas circunstancias, de desaparecidos que aparecen en cárceles (o sin vida, como el caso de los muchachos del veintitrés), de actuaciones irregulares de los cuerpos policiales, de allanamientos sin orden judicial, tenemos en Venezuela para hacer una enciclopedia del horror. En una escalada hiperbólica durante estos últimos tres años.

Al menos ya saben de qué están hechos

Pero no siempre el asunto se manifiesta mostrando cañones de armas ni amenazando con plomo. El chavismo ha ido desarrollando infinidad de variantes para dejar claro quién tiene el control. Y con “fecha abierta”. El empleado público que debe presentarse ante su jefe inmediato para firmar la asistencia en las marchas gubernamentales, el residente (que no propietario) de un edificio de la Misión Vivienda a quien le advierten que si aspira a seguir recibiendo el Clap debía ir a votar, el ciudadano al que le exigen el carnet de la Patria para recibir algún beneficio social, son variantes soft de un mismo expediente, y obtienen un mismo resultado: someter a la gente a la voluntad del poder.

Ya ni se molestan en ser discretos. A más de un ministro han grabado amenazando a los empleados con despedirlos si no votan por los candidatos del chavismo. Como con los cuerpos de los muchachos en Los Flores, la idea, precisamente, es operar con economía de recursos: no tener que repetir la amenaza en todas las dependencias públicas. Cuanto más abiertamente se hace mayor es el alcance de la amenaza.

Y luego de casi veinte años de prácticas terroristas contra la población, han ido descubriendo nuevos nichos y nuevas formas de demostrar quién tiene el sartén agarrado por el mango. La voz de Chávez, desafinado como un charro borracho, cantando el himno nacional por los altavoces del Metro de Caracas, o su voz grabada recitando alguna de sus arengas, sería una creativa muestra. O las gigantografías de sus ojos y de su firma, marcando territorio en edificios públicos.

¿Quién iba a pensar que ese teniente coronel flaco y nervudo, que hablaba con una mezcla de predicador evangélico y decimero de fiestas, iba a ser devorado por el poder de tal manera, hasta convertirse en ese monumental megalómano capaz de crear una demoledora máquina de sometimiento y control?

¿Quién, que sus herederos (una fauna compuesta por activistas de derechos humanos, conspiradores fracasados, grises profesores ñángaras, sindicalistas de oficio, abogados de mediano talento y estudiantes de izquierda; amén de militares en el último tercio de calificaciones de sus respectivas promociones), iban a aprovecharla para su beneficio, de tal manera que lo único que, al parecer, aprendieron a hacer con eficacia fue someter a sus congéneres?

El chavismo terminó siendo una demostración palpable de lo que le puede suceder a sujetos con escasos anticuerpos éticos y ciudadanos, expuestos al poder absoluto: sucumbieron a la degradación absoluta. El poder sirvió para ver de qué estaban hechos aquellos profesores, activistas, sindicalistas, militares y conspiradores de oficio: exponer su anquilosada estructura ética e intelectual.

Hacer lo que (suponen) se espera de ellos

¿Podíamos intuir los venezolanos que, ante cada derrota, ante cada debilitamiento electoral del chavismo, nos enfrentaríamos a un recrudecimiento de una violencia que escalaría hasta magnitudes inimaginables? ¿Teníamos elementos para sospechar que esa maquinaria electoral, una vez que dejara de halar voluntades, comenzaría a empujar humanidades, hasta convertirse en una maquinaria de sometimiento?

En su ensayo La pasión del poder, José Antonio Marina señala que “todo gobernante sabe que si un pueblo siente miedo está dispuesto a aceptar propuestas que en circunstancias normales no aceptaría”, agregando que “por esa razón, fomentar un sentimiento de miedo (…) es una forma sencilla de preparar al sujeto para el adoctrinamiento”.

El asunto está clarísimo. Es “de librito” como se dice en estos predios. Se trata de una sinergia compleja que parte de un hecho incuestionable: los tiranos sienten miedo. Citando a Guglielmo Ferrero, Marina apunta que el miedo es consustancial al poder y afecta a los tiranos tanto como a los esclavos, subrayando que “hay un temor que a los tiranos les resulta especialmente significativo: el que se apodera de un dictador cuando asciende al poder violando un principio de legitimidad”.

Según eso, el tirano sabe que está al margen de la voluntad de la gente, y sabe que someter es un ejercicio incesante, porque ese pueblo subyugado nunca adquiere una forma definida y, al contrario, siempre aspira a liberarse.

El resultado de esto es que al vivir sumido en la paranoia el tirano no solo debe equilibrar las cargas y producir miedo sino que, como las ansias de libertad son autónomas, debe procurar también desarrollar mecanismos de sometimiento igualmente autónomos, tan ubicuos como el deseo de liberarse de la tiranía.

Allí entra en juego el adoctrinamiento. El poder no podría sostenerse si no acude a uno de sus más perversos procedimientos: poner al pueblo a someter al pueblo. Esto es posible porque cuando se vive bajo el imperio de la paranoia en todos (sobre todo en los más simples, los menos permeados en las ficciones de convivencia social) aflora el instinto de supervivencia. En ese punto, todo relato queda reducido al sálvese quien pueda.

Eso explica por qué esos guardias nacionales, esos torturadores, esos jueces, esos vecinos, se sienten parte del poder solo por ser un instrumento del poder. Al ver cómo se desata el sometimiento generalizado, se sienten a salvo estando del lado de los tiranos, sin saber que el único poder que tienen es el poder de degradarse desatando sus peores instintos. Pero, por definición, son tan desechables como esos asistentes de los piratas que ayudaban a enterrar los tesoros producto del pillaje.

Esa es la lógica del terror. Una vez que el poder desarrolla su narrativa de guerras, odios, enemigos, lacayos del imperio, traidores a la patria y toda la instrumentalización que hacen del lenguaje para su beneficio, nos encontraremos con jueces, fiscales, jefecitos de departamento, policías, coordinadores de consejos comunales, entre otros, dispuestos a hacer lo que, suponen, se espera de ellos.

Botaron la llave y se quedaron adentro

El asunto se va estableciendo por fases. Primero es el terror solapado, o más o menos selectivo. Eran los insultos en cadena, la división de la población entre los patriotas y los apátridas, las amenazas, la autocensura por coacción. Luego se pasó al terror abierto, representado en las OLP y con un indudable punto de quiebre: el 30 de julio de este año, cuando solo ese día asesinaron a diez muchachos que protestaban para evitar las elecciones de la Constituyente, tras lo cual comenzaron a gobernar de facto. Finalmente se instaura el terror total y ubicuo, el cual se pone de manifiesto, entre otras cosas, en mecanismos tan arbitrarios como la Ley contra el Odio. Llegado a este punto, se ha armado tal pátina de impunidad, arbitrariedad y malandreo, que la maquinaria de sometimiento ya opera de forma automática y espontánea. Tan instintiva como el deseo de libertad

Jesse Ball (Nueva York, 1978) en su hermosa novela Curfew (Toque de queda), cuenta la historia de un ex violinista que vive con su hija, Molly, una inteligente niña muda de ocho años, y que se gana la vida redactando lápidas. William, que así se llama, intenta procurar a su hija una vida normal, feliz, al interior de su hogar, como forma de contrarrestar el opresivo ambiente que se respira en las calles de la ciudad en la que viven, regida por un gobierno totalitario, cuya capacidad de infundir terror radica en que cada vez es más invisible. Como en Casa tomada, de Julio Cortázar, cuya aterradora eficacia está en la ausencia de una forma definida y reconocible del peligro del que se huye.

En ese punto el poder instrumenta un universo incorpóreo y asfixiante que, con sus arbitrariedades y abusos, busca asimilarse entre los ciudadanos (tanto víctimas como cómplices) hasta volverse inexorable en la mente de ellos.

De esta manera, por ejemplo, sería una temeridad aseverar que el asesinato de Paul Moreno, el estudiante de medicina de Maracaibo atropellado durante un plantón, fue ordenado por el gobierno. Pero no lo sería tanto suponerle al asesino una afinidad política. De igual forma, sería improbable establecer una línea directa que conduzca, desde el poder hasta todos y cada uno de los pistoleros que asesinaron a chicos durante las protestas de 2017, pero hay en esas acciones criminales una cercanía manifiesta con aquel. Alguien, en algún nivel del poder, ordenó esas ejecuciones. O, al menos, alguien las promovió, las azuzó, facilitó su acción y aseguró su impunidad, alimentó el odio que las hizo posible.

La reciente desaparición del periodista Jesús Medina y su posterior aparición golpeado, torturado, semi desnudo, luego de haber recibido una amenaza por una investigación periodística, es el más palpable caso de lo que hablamos. Se trata de una atroz pero coherente vuelta de tuerca cuántica de la censura en Venezuela. Es una evolución proporcional en los métodos de un poder cada vez más asediado y con un mundo cada vez más pequeño. Una reproducción, a escala nacional, del infierno privado en el que están metidos sus integrantes.

Esos hechos no necesariamente apuntarían a personeros del alto gobierno. En última instancia, no hace falta. Ya las condiciones de impunidad, corrupción, degradación, abuso, arbitrariedad y odio están dadas para que cualquier espontáneo haga lo que considera su deber. En cualquier rincón, ante cualquier situación, germina la acción que “alguien” consideró que debía hacerse.

El totalitarismo se va volviendo invisible, y eso pasa por volverse “espontáneo”. Autónomo, quizá es un término más preciso. Va adquiriendo vida propia. Pero esos experimentos siempre terminan por escaparse de control. Son como una peligrosa rueda de esmeril que tarde o temprano se saldrá de su eje. Tanto se va enredando la madeja que ya no podrán controlar (tampoco establecer responsabilidades) ni siquiera los crímenes que a ellos les interese desentrañar. Un ambiente de impunidad y caos, una oscuridad que los arropará también a ellos, acelerando su paranoia, y con ello su necesidad de someter, y así, en una espiral.

En fin, crearon un infierno, se metieron dentro y botaron la llave. Un mecanismo de terror, instrumentado para someter, del que ellos no escapan. La única diferencia es que, en tanto el asunto se vuelve irrespirable, el ciudadano de a pie podrá, hasta los momentos, irse del país.

Ellos ya no.

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