Anatomía
Esa eras tú a los diez años, sentada en el frío azulejo de casa, mirando la luz del sol transformarse de una ventana a otra; un Buda adornaba la entrada y una cruz colgaba en el pasillo. Esa eras tú, diminuta criatura expectante, dando vueltas a la pista de hielo, ocultando la decepción y las lágrimas de un cumpleaños olvidado. También eras tú la que despertaba ansiosa y escuchaba el mundo a través del enorme muro del jardín y lo miraba desde la azotea como un hormiguero. Esa eras tú, en el espejo del baño, con tres reflejos y ninguno en el que pudieras verte. Ese era tu cuerpo, el que se hacía grande y pequeño durante los espasmos de llanto, el que aguantó las arcadas y vomitó la fe la mañana que murió papá. Esa eras tú, la que se quebró en una iglesia al tocar una urna y entender que las cenizas nunca vuelven a ser sangre ni cuerpo. Eras tú la que huyó de casa y se refugió en familias ajenas, la que escribió en secreto, la que miró al cielo y no encontró nada. Eras la que leía a Hesse, a Nietzsche, a Pessoa, a Kafka bajo las luces neón de los casinos mientras deseabas no estar en ningún lado. Era tu voz la que atravesó la casa y rompió la noche. Eran tus puños los que golpeaban el volante en ataques de ira, y era tuya la muñeca donde descansaba una herida. Eran tuyos los veintiún años, que nacieron tristes, los veintitrés, que estaban desesperados y así fue tuya cada edad y cada año, cada vez más lejos del principio, de la figura de Buda que te miraba desde la puerta y los juegos de la infancia. Eras tú, montaña arriba, péndulo inmenso, buscando un ojo de agua donde sólo había una hojarasca y una lesión en la nuca. Eras tú la que veías hombres rezarle a las fuentes mientras dormías en cuartos diminutos, en camas que nunca serían países. Eras tú la que lloró en la Plaza de Armas, en el centro neurálgico de esta ciudad tan grande, de esta ciudad sin venas; la que lloró frente a un Tamayo y un Van Gogh, la que escuchaba a las piedras hablar como un cupido que se toca el pecho. Eras tú, en el piso, como un objeto inútil, y era tuya la espalda, la nuca, los brazos, los ojos pero sobre todo el miedo, la desesperación. Eras tú: rostro ingenuo, manos rotas, noches huérfanas. Fuiste tú todas esas veces que quisiste sólo irte pero no sabías a dónde no sabías cómo.
Eres tú, a los 27 años, sentada en el frío azulejo de casa, ya sin ver ni esperar la luz, tratando de nombrar esta nueva edad seca y vacía.