De nuevo vacaciones

Cartas desde el suelo
Vestigium

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Los cuartos de una sandía reposan fríos sobre una espuerta llena de hielo y el agua que ha producido éste durante el escaso tiempo que lleva en la calle. Un hombre, desvestido de cintura para arriba, se sienta en el bordillo de la acera junto a ellos, al cobijo de la sombra que aporta la fachada que tiene a su espalda. Coge uno de los cuartos y, con un cuchillo de dimensiones poco apropiadas para estar en la calle con él, corta la punta de uno de los cuartos en un trozo con forma piramidal. Mira el jaleo de los niños que juegan al otro lado de la calle con una manguera verde que algún vecino ha conectado a un grifo cerca de la ventana desde la que sale a la calle. Se turnan uno a uno para mojarse entre ellos y, de una forma que les divierte, sofocar el impasible calor que azota el lugar. Las lenguas de agua que saltan durante el juego caen cerca del los pies del hombre mientras este come el dulce y fresco fruto. La mirada del hombre vira hacia su izquierda cuando oye cerrarse una puerta de hierro cercana al lugar donde disfruta lo que le permite el caluroso día. A él se le acerca un hombre vestido con colores claros y una gorra desde la dirección en la que oyó la puerta cerrarse. Levanta la mano para saludar y da otro mordisco a la fruta.

— ¡Qué calor! — comenta disgustado el hombre que acaba de llegar.

— Ni que lo dudes — dice el otro con la mirada puesta en los niños a los que ahora se les ha unido un perro.

— Qué alegría de juventud — dice el hombre de colores claros, viendo también a los niños jugar — . No se les acaba el fuelle.

El hombre se sienta al lado del otro, dejando entre sí la espuerta con los trozos de sandía. El hombre descamisado le tiende el cuchillo y éste corta un triángulo del cuarto de sandía que ya estaba empezado.

— mmm… te ha salido buena — comenta al dar el primer bocado.
— Sí, la compré esta mañana en el mercado del barrio, creo que era robada, porque era demasiado barata.

— Con el añadido de la emoción, las cosas saben mejor — dice sonriendo el hombre de colores claros — . ¿No crees?

Sin que se esperase una respuesta, los hombres guardan silencio y disfrutan de la sandía mientras ven a los niños jugar con la manguera, todos menos uno corren de un lado a otro mientras el que queda les lanza agua ayudado con el dedo en la boca de la manguera para llegar lo más lejos posible. Una mujer mayor se asoma a una de las ventanas de las casas y los comienza a observar también.

— ¡Que os vais a hacer daño! — les increpa divertida, solo con la intención de sentirse partícipe del juego.

El hombre de ropajes claros se percata de que en otras ventanas hay más gente mirando a los niños, incluso hay quienes, sin miedo al sol, observan la calle desde sus azoteas para ver el jaleo. De repente, la calle tiene más vida de la que aparentaba en un principio. Incluso las avispas comienzan a llegar, llamadas por la humedad y el frescor que proporcionan los charcos que aquí y allá se forman con el agua de la manguera. Entre toda esta nueva percepción de la calle en cuya acera se sientan relajados, el hombre descamisado corta dos triángulos del cuarto de sandía, ya casi terminado, y ofrece uno de ellos al hombre de ropa clara, que lo acepta haciendo una leve inclinación de la cabeza a modo de agradecimiento.

— Hace ya demasiado calor — comenta.

— Y tú te repites demasiado — le increpa el hombre descamisado en tono burlón — ¿Te vas de vacaciones?

— Sí, mañana me tomaré unas buenas vacaciones. Por lo menos hasta que, en dos lunas, se vaya este sopor.

— El sopor aguantará más, te lo aseguro.

— Al menos no me oirás decir más que hace calor durante un buen tiempo.

— Cierto.

Las avispas revolotean y se sacian posadas en los charcos de la calurosa calzada el la que los únicos que se atreven a exponerse su temible temperatura son los niños que, en un acto de atrevimiento que solo su edad podrían realizar, corren de un lado a otro descalzados. El hombre de ropa clara deja la amarga piel de la sandía en una bolsa de plástico y se levanta, sacudiéndose el trasero a sabiendas de que, con ese tono de ropa, se lo habrá manchado.

— Voy a bajar a la tasca con éstos, ¿vienes? — pregunta al descamisado.

— Tengo que vigilar al niño y a sus amigos, que son pequeños todavía.

— Sus madres están todas asomadas a las ventanas y azoteas — dice el hombre mirando hacia la azotea de la casa a sus espaldas y saludando. Una mujer les mira sonriendo y saluda.

— Adelántate tú, yo iré después — comenta el hombre descamisado. El otro hombre asiente.

El hombre de colores claros se empieza a alejar del lugar, dejando el sonido de los niños jugando atrás.

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