Honestamente, lo mejor que le puede pasar a Guatemala es que tú y yo nos muramos.
Cuando el acelerador no da más, ahí es cuando más te quiero a mi lado, porque juntos pintamos un lienzo blanco con nuestra piel pálida que carece de sabor cultural, listo para ser pintado con nuestras aventuras insípidas. Me da risa, porque no somos nada más que un par de imbéciles puyando carros que nunca merecimos y nunca fueron nuestros. Pero en ese momento, somos inmortales, como el nombre de un país que desconocemos.
En ese carro último modelo, somos ricos sin mérito devorando pisto ajeno y nos reímos al recordar el viejo Blockbuster que ahora es un Banco Industrial. Te cuento como me choqué hace tres años en ese semáforo y cómo mi hermano casi se muere en la vuelta en U cerca de la Texaco por la imprudencia que heredamos. Te reís porque disfrutas saber que no es tu dolor y acepto tu risa porque quiero sentir euforia sin importar el costo.
Vamos quebrando la ley con todo y sabemos súper bien que si nos detienen somos inmunes porque jamás vamos a renunciar nuestro privilegio en nombre de la justicia. Nuestro mundo se limita a ese estrecho de pavimento y por eso damos vueltas, como si las curvas fueran el alambre electrificado de nuestros condominios. Somos animales condicionados y ladramos con orgullo una rola en inglés mientras tomamos de la botella de XL que te costó Q450. No soy nada más que la caricatura cultural de lo que debería ser y no sé cómo escaparme por eso ahí estoy, gritándote, acelerá mano, para llegar a lo inevitable porque me doy asco, pero al final, ninguna cantidad de dinero me puede comprar el derecho a llorar en un país destazado por mi indiferencia.
Quiero terminar esta pesadilla que vivo despierta pero no tengo el coraje para cortar el cordón umbilical que alimenta mis placeres violentos. Me río con nerviosismo mientras acelarás más y más; mis costillas conteniendo mi fantasía de sentir el windshield rebanar mi piel, dejando al descubierto lo grotesca que soy.
— Hey, ¿qué tan rápido es este carro? — No puedo parar de reírme y extiendo la mitad de mi cuerpo fuera de la ventana del carro, como lo he hecho cada vez que me atrevo a respirar el perfume de aceras que jamás he caminado.
Me mirás de reojo mientras metés la velocidad a quinta. — Pues, bien rápido digo yo, va. Me lo dieron ayer, no sé hasta donde aguante.
— ¿Y si lo probamos? — siento duda emanar de ti y rápidamente digo las palabras mágicas: — ¿O te ahuevas?
No necesitas decirme tu respuesta porque siento la inercia con mi cuerpo, aquel pacto escondido de abandono absoluto antes las normas sociales cuando el sol duerme porque solo somos valientes detrás de vidrios polarizados. Somos inútiles profesionales cambiando de carrera hasta que nos hereden terrenos y esa noche por primera vez aceptamos nuestra naturaleza. No hay nada como un poquito de guaro para sacar las castas incrustadas en nuestra melanina, ¿verá?
Somos perros, mano, y aunque nos creamos la gran mierda derrapando carros en Vista Hermosa, brincamos cuando nos dicen y complacemos para sobrevivir. Nuestro rezo es sí, papa, y escribimos en redes sobre rebeldía porque preferimos el performance sobre la vivencia. Tú y yo nos subimos a ese carro para escapar de nuestra incapacidad de valernos por nosotros mismos. Somos patéticos y chupamos para olvidarlo.
Negamos regresar a casa porque le tenemos fobia al origen y por eso jamás vamos a poder enterrar nuestro ombligo en tierras pavimentadas.
Así que vámonos a la verga juntos.
Cuando tu carro de vueltas, mí estomago se revuelca y la mortalidad nos suelta, las redes se incendiarán y nada va a cambiar. Por eso quiero morir como una desconocida con mi segundo nombre tatuado en mi cara reventada, porque al final, lo único que la gente va a extrañar es nuestro apellido.