Detalles sobre A.

Óscar Ahulló
Vestigium
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3 min readSep 17, 2018
Foto por pixpoetry en Unsplash

Me llamo Stephen, y había servido a dos de las familias más acaudaladas del país antes de pensar en jubilarme. Fue una tarde, sopesando la retirada en un salón de té de Knightsbridge, cuando me sorprendió una muchacha con un terrible acento español. Sin haberme fijado en ella antes, confieso que ya me había percatado de un estrépito cerca de la puerta y de que un aura extraña invadía el salón. Luego fue como si un huracán silencioso se formara ante mí, plantado con una sonrisa descomunal y una bandolera cruzada de tela con elefantes bordados. Aquello que me miraba como si no hubiera visto en su vida un bigote blanco y una pajarita granate era, definitivamente, la personificación de aquel murmullo misterioso e inquieto que saturaba el salón de energía.

Me saludó desde su posición con la mano y con un «hola» que me hizo sentir 60 años más joven. Ella tenía 25 — aunque lo desconocía en aquel momento — y el cabello, liso y castaño, se le desprendía hasta la cintura. Le dediqué una mirada fugaz a su mono de color blanco, que dejaba a la vista un altísimo porcentaje de sus piernas, brazos y costillas, marcadas tanto como sus rodillas, que daban la impresión de ir a romperse ya entonces. Yo le devolví el saludo con una sonrisa amable y me preguntó, con un inglés primitivo y ametrallado por su exagerado acento español, si podía sentarse conmigo. Lo hizo pese a que a mí se me había la borrado la sonrisa de la cara, pero me permití su compañía, a fin de cuentas, la chica irradiaba entusiasmo y eso, pensé, no me sentaría mal.

— ¿A que eres mayordomo? — dijo — ¡Tienes toda la pinta!

— Sí — confesé — , pero por los pelos.

Como la primera parte de mi respuesta le satisfizo, obvió la segunda y respondió: «¿Sí? ¡Qué ilusión, es la primera vez que veo a uno!».

Esto ocurrió hace cinco años. Hoy soy el responsable del servicio en su mansión de Surrey, y ella continua dejándome perplejo.

En aquella mesa me contó la estrafalaria historia de su fortuna heredada gracias a, según me dijo ella — y lo digo sintiendo profundamente la expresión—, una «cagada» en la interpretación del testamento. Esto hizo que, de la noche a la mañana, se viera poseedora de todo el patrimonio de un tío abuelo que había residido en Londres y del que nunca antes había sabido. Increíble.

No han cambiado nunca sus andares imprudentes de piernas que parecen sonámbulas y zapatillas desatadas, con los que baja las escaleras de mármol sobre las once de la mañana y las sube, mientras fuma, muy pasada la medianoche. Es evidente que no tiene ni idea de cuánto dinero acumula cuando exige llevarse a casa en un recipiente el último bocado de su menú en las hamburgueserías. Sospecho, desde que supe del origen de su fortuna, que una suerte de aureola piadosa se apropió de ella, no quiero saber cuándo, actúa con su mismo fervor y se activa cada día para librarla de accidentes cantados en los cruces de Regent Street, de los que ella apenas se entera y a mí por poco me desbocan el corazón; o la obsequia con billetes de veinte libras escondidos en rincones impensables de la calle sea donde fuere que ella, inexplicablemente, estuviera dirigiendo su atención, y que luego termina regalando siempre a ese mendigo con dos perritos dentro del sombrero o gastando en baratijas. Todo lo agradece dando saltitos de puntillas, y todo lo olvida tras toparse con el siguiente escaparate de suvenires; y entonces, aunque no lo hago, mi instinto me incita a buscar un lugar dónde sentarme.

Hace poco, me atraganté al leer una nota suya en la cocina. Dice así:

«Queridísimo Stef, hacía tanto que no madrugaba que me ha costado encontrar las escaleras. Quiero conocer a las ballenas, es lo que quiero hacer y te lo debo a ti. Te parecerá una tontería, pero llevarme a ese lavadero de limusinas con imágenes de ballenas me ha cambiado la perspectiva. Tengo que vivir en persona esos chorros que les salen de la espalda.

»¡Ah!, he hablado con el capitán para ver si puedo traerte un trozo de aleta de recuerdo, ¡estamos en negociaciones!

»PD: no te enfades, por favor, pero no he desayunado.

»Te adora,

A.».

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Óscar Ahulló
Vestigium

Percibo y escribo historias. Creatividad y literatura son mis dos manos, por eso me corto las uñas con sacapuntas.