El último atardecer

Lester Knight
Vestigium
Published in
8 min readDec 13, 2019

El tiempo de los hombres agonizaba. El atardecer tocaba a su fin. El Sol carmesí se hundía bajo las montañas nevadas del oeste anunciando la llegada de la noche. El tiempo de la muerte.

En el valle descarnado por un manto perpetuo de nieve y hielo destacaba una colina de piedra. El lugar donde los primeros hombres procedentes de las ignotas estrellas habían excavado en la cara norte la entrada a una ciudad subterránea aislada del exterior poco antes de olvidar los misterios del viaje estelar más rápido que la luz.

El camino de piedra bullía de actividad cerca de la puerta: cazadores, recolectores, mercaderes, viajeros; a pie, a caballo, con carros; ciudadanos que habían salido a respirar aire puro, mujeres que jugaban con sus hijos, grupos de adolescentes que hacían sus pillerías. Todos regresaban a la puerta inquietos ante la caída del Sol.

En los bordes del camino un grupo de hombres trabajaba con palas y arrojaba sal al suelo luchando por mantenerlo libre de nieve.

Todo el mundo protegía su cuerpo del frío glacial con pesados trajes de pieles. Los cascos, por la necesidad de protegerse los rayos del sol, mortales para un ser humano, se fundían herméticamente con las vestiduras y llevaban viseras de cristal ahumado en el rostro; de modo que se identificaban unos de otros mediante símbolos tribales, gremiales y familiares en las pieles ricamente decoradas.

Los soldados eran la excepción: por las armaduras y cascos de acero forjados en motivos mitológicos; las viseras de cristal ahumado moldeadas con el relieve de sus rostros; las espadas, lanzas y escudos. Destacaban por encima de los demás a quienes protegían. Se distribuían en silencio por la puerta, el camino y el perímetro exterior de la colina. Siempre por delante de la gente frente a las amenazas.

A medida que el Sol terminaba de desaparecer las miradas de preocupación dirigidas al horizonte se hacían más frecuentes. Nadie podía resistirse a mirar de vez en cuando a los oscuros bosques al final del valle, donde se alzaban las faldas de las montañas escarpadas de piedra gris que lo rodeaban. Más calmados, volvían la cabeza hacía los últimos vestigios visibles del Sol en busca de la certeza de estar a salvo. Entonces, por unos segundos olvidaban sus miedos para contemplar los anillos del planeta. Una espectacular cascada de franjas naranjas, rojas y violetas que bañaban un cielo salpicado de estrellas brillantes.

Hasta que de pronto una fuerte ventisca que arrastraba partículas de hielo y escarchada despertó, presa de una silenciosa incantanción pronunciada por labios largo tiempo sellados. La visibilidad del horizonte se recortó por instantes bajo el viento crepuscular que soplaba cada vez con más fuerza, acompañado por un lúgubre rumor que helaba la sangre.

Voces de eones inmemoriales anteriores al descubrimiento del fuego.

Los soldados trataban de aparentar tranquilidad sin perder de vista el horizonte. Pero algunos no podían impedir llevar la mano inconscientemente a la empuñadura de la espada. Su líder, situado a un lado de la puerta hizo señas a un pequeño grupo para que ascendiera a la cima de la colina de piedra a observar.

Lejos de amainar la ventisca, esta empeoró. Invocando desde el lejano horizonte nubes grises e indomables cargadas de fuerza, que cubrían el cielo a una velocidad endiablada. Lo primeros copos de nieve empezaron a caer.

El líder tocó el silbato tres veces e hizo gestos firmes con los brazos. El orden daba paso al caos. Del interior de la puerta, a cada lado, emergió una columna adicional de soldados a paso ligero. Empuñaban lanzas y escudos que unieron para formar un muro de protección, escudo contra escudo, alrededor de las cercanías de la puerta. Los soldados que ya estaban en el exterior se dispersaron en torno a las personas rezagadas, ordenando con gritos y gestos que se dieran prisa en entrar sin perder el orden. La gente estaba muy excitada. Gritaban con histeria y querían entrar empujando a los demás. Pero los soldados mantenían el orden y el ritmo de la masa con la mínima violencia necesaria. Las primeras gotas de sangre empezarom a manchar el camino.

Los elementos se habían vuelto contra el hombre. La nevada luchaba por sepultarlos y la ventisca por hacerlos entregarse al dulce sueño. La gente se abrazaba con fuerza unos con otros para lograr seguir avanzando. Los soldados libraban una batalla por mantenerse firmes segundo a segundo. Una congoja estremecía en silencio el corazón de los hombres. Esa congoja tenía un nombre; uno que nadie osaba pronunciar, ni siquiera en pensamientos.

Ooooouuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu

Resonó el cuerno de los soldados desde la cima de la colina de piedra. El significado era tan aterrador que todo el mundo se paralizó; incluso los soldados, negándose a creerlo.

— ¡¡¡Tormentaaaa tenebrosaaaaaaa!!! — Gritaron a pleno pulmón los soldados de la cima desgarrándose las cuerdas vocales-. ¡¡¡A la puerta!!!.

Oooooooouuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu

El sonido más aterrador de la noche retumbó en sus oídos. Desde el norte avanzaba a gran velocidad una ola de niebla blanca, que arrollaba montañas, bosques y planicies a su paso, e iba directa a la colina de piedra.

El terror se desató en la multitud: las madres corrían con sus hijos en brazos, los cazadores abandonaban sus presas, los recolectores su botín, los mercaderes sus carros, los viajeros sus caballos que escapaban al bosque del sur, mientras los adolescentes ayudaban a los más débiles.

Más soldados procedentes de la ciudad subterránea se abrieron paso empujando un carro cargado con ampollas de cristal con mechas. Las encendían una a una pasándolas a los soldados de las formaciones que las arrojaban hacía delante con todas sus fuerzas. Éstas al caer se rompían propagando un fuego mágico que trazó un arco de luz protector alrededor de la puerta.

El último rayo del sol desapareció por completo. No quedaba más luz en el exterior que el fuego de las ampollas ardiendo alrededor de la puerta y las antorchas de los soldados. La luz de la Tormenta Tenebrosa era una abominación demasiado terrible para considerarla como tal. Toda la niebla de la tormenta palpitaba en un continuo e irregular brillo blanco puro, por cuyo interior navegaba un banco de esferas ardientes: miríadas de almas atrapadas por aquellos condenados a vagar eternamente sin descanso.

Muy pronto no serían las únicas.

En el tumulto de la carrera varias personas se quedaron atrás tendidas en el gélido suelo. Vivas o muertas no había tiempo. Una madre enloquecida por el dolor gritaba que encontraran a su hijo antes de cerrar la puerta. Pero era demasiado tarde.

En la puerta los soldados terminaban de empujar a la gente con los escudos. Los ingenieros accionaban con todas sus fuerzas los mecanismos de cierre. Una gigantesca puerta de metal cerraba lentamente la entrada de este a oeste.

La formación de escudos se comprimía bajo el techo de la propia entrada. La retaguardia seguía arrojando ampollas de fuego mágico cubriendo sus pasos. Todos sudaban de miedo. Algunos no podían contener los temblores. La canción de los condenados se les metía en los oídos. Cada vez estaban más cerca.

Ooouuuuuuuuuuuu Ooooouuuuuuuuuuuuuuu Ooooooouuuuuuuuuuuuuuuuu

El cuerno anunciaba que la Tormenta Tenebrosa había superado el bosque del valle. El último obstáculo. Su silueta crecía a ojos vista hasta tocar el cielo. Los lobos aullaban.

El líder los soldados entró de último. La puerta interior de metal se cerró tras él por completo. Entonces, tras un fuerte crujido, la puerta principal, un muro de pura piedra maciza de cinco metros de espesor y cientos de toneladas de peso fue accionada y empezó a descender desde el techo.

La Tormenta Tenebrosa pasó por encima de la colina de piedra. El impacto provocó un temblor que alcanzó la ciudad subterránea situada en las entrañas de la tierra. Los fuegos mágicos del exterior se apagaron súbitamente. Varias olas más de la tormenta rompieron contra la colina.

Las puertas acorazadas resistían.

En el exterior la Tormenta Tenebrosa se elevaba hacia el cielo encapotado reuniéndose en un puño de odio contra la vida que descendió, golpeando con toda su potencia infernal contra las puertas de la colina. El impacto fue tan demoledor que la gente cayó al suelo. La puerta de metal se dobló ligeramente por varios puntos. Los ingenieros, sin tiempo que perder, volvieron a empujar los mecanismos de la puerta de piedra tan pronto como pudieron. Todo el mundo les ayudaba. Apenas quedaba tiempo.

El puño volvió a golpear una vez más; y otra, y otra. Los soldados cogían a los ingenieros para mantenerlos en pie e impedir que se cayeran a cada golpe y así pudieron continuar cerrando la puerta de piedra.

Su única salvación.

La puerta de metal resistía a un alto precio. Los desperfectos producidos por los impactos iban deformando su aspecto. Cada vez era más difícil bajar la puerta de piedra por la fricción que hacía contra las alteraciones en la puerta de metal.

Cuando la puerta de piedra había bajado más de la mitad de la altura llegó el peor de los golpes. Fue tan salvaje que la propia puerta de piedra se incrustó parcialmente en la de metal reventando el mecanismo de cierre ahora inutilizado. El líder de los soldados sumido en la desesperación dio la orden de detonar con explosivos el túnel de entrada. Ya habría tiempo de buscar otra salida por los oscuros pasadizos no deambulados durante generaciones más allá de los confines de la ciudad subterránea.

La superficie hacía tiempo que había dejado de ser el hogar de los hombres salvo bajo el breve amparo del sol.

Tales pensamientos fueron desterrados cuando una delgada línea de niebla se introdujo por el minúsculo espacio entre la puerta de metal y el suelo de piedra. Los soldados ante la aparición de la niebla retrocedieron alarmados exclamando maldiciones. Se habían despojado de los cascos y arrojado las lanzas. Blandían espadas y escudos en las manos. Ambas ardían con fuego mágico. Eran la última defensa: luz, acero y honor. Formaban filas compactas escuchando los pasos de los ingenieros trayendo los explosivos. Ninguno de los soldados respiraba. Tenían los cabellos sudorosos por el terror. Sentían un frío como jamás lo habían sentido en sus vidas a pesar del abrazo de las llamas etéreas. Algunos temblaban incontrolablemente por la hipotermia. Ni la voluntad más férrea era capaz de resistir lo que se formaba ante ellos.

La niebla se arremolinaba esculpiendo a partir de una forma vaporosa difusa una figura sólida definida: era una mujer.

Era la Dama del Invierno Eterno.

Una mujer de piel plateada que flotaba en el aire, al igual que su larga cabellera azabache tocada por la noche, ataviada con una afilada armadura de cristal espectral. Su mirada glacial de ojos azules e insondables hechizaba a los testigos hasta paralizarlos embrujados, sin llegar a percatarse cuan súbitamente envejecían según les drenaba su aliento vital.

Nadie fue capaz de reaccionar hasta que ella les sonrió con una malicia preternatural y abrió su delicada boca… borbotones de sangre le gotearon por la barbilla cuello abajo, mas fue la visión de aquellos pavorosos colmillos lo que rompió el hechizo.

Los soldados se abalanzaron sobre ella pronunciando gritos de guerra seguidos por los ingenieros, que encendieron las mechas de los explosivos que portaban y se unieron a la batalla. En todos los rostros se reflejaba el heroico esfuerzo final para superar el temor innato que se adueñaba de sus voluntades. Antes de que terminara por devorarlos querían morir expulsando a la bestia que había venido a por sus seres queridos.

Antes siquiera que pudieran alcanzar a la vampira, ésta pronunció un grito espantoso cargado de ira, odio, furia, sed y poder que extinguió el fuego de cada espada, escudo, mecha, antorcha y lampara de la ciudad subterránea instaurando el reino de las sombras por siempre jamás.

En la oscuridad regresó la luz espectral en una danza mortal de figuras plateadas. Bajo la puerta de metal del exterior nació un río de sangre que seguía el camino de piedra. Los gritos de los moribundos ensordecían a la Tormenta Tenebrosa antes de ascender por encima de la colina piedra como esferas ardientes. Una cosecha de nuevas almas condenadas a vagar por las tinieblas hasta el fin de los días.

Era el tiempo de la oscuridad. El tiempo de la noche eterna. El tiempo de la muerte. Era… el último atardecer.

Originalmente publicado en http://mundodestierro.wordpress.com el 13 de diciembre de 2019.

--

--