El último primer día de mi vida

Óscar Cárdenas
Vestigium
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11 min readJun 27, 2017

La noche escondía con su velo el atardecer, las estrellas encontraban sotavento en las nubes que se erguían en el infinito cielo. Escuchaba a Luis recordar entusiasta el último gol del partido, los Tigres habían ganado el clásico. Germán abría una cerveza y se sentaba en el sofá de la recámara. Yo me hundía en la inmensidad de la cama. En el fondo el resumen del partido sonaba como ruido blanco adornando el ambiente. Ya era tarde pero la adrenalina del juego seguía hirviendo la sangre. Qué lindo era tener por fin algo de qué hablar a lo largo de la semana. Esperábamos a que llegara la cena que habíamos ordenado para saciar ese hambre que tantas emociones habían causado. Este día era algo especial, este día por fin me sería presentada la vida, aunque yo no lo supiera.

Ella era alegre, nada le daba miedo, todo lo había vivido como si supiera de verdad que el tiempo es finito. Ella me enseñó a vivir, fue su última lección, la gran maestra, que hasta en su último momento me enseñó lo que todos sueñan pero nadie practica. Desde que la conocí todo fue fiesta, cada fecha festiva sonaba el requinteo de la guitarras, y las voces bohemiamente cantando, el olor a tequila y tabaco ofuscaba el ambiente. Era el aire que avivaba el incendio de una fiesta. Porque así fue su vida: una fiesta. Siempre me llegaba una emoción cuando el calendario marcaba que faltaba un mes para festejar a los héroes caídos y ya tan casi olvidados. Un día antes todo era alboroto en la casa, todo tenía que ser perfecto. Se colocaban las mesas en el patio, se rentaban manteles, se hablaba con un servicio de meseros, se compraban los canapés y la medicina que curaba el mal del pasado. Si el cielo nos amenazaba con llover, combatíamos con un molcajete en el punto más matizable del patio trasero, y usualmente ganábamos; cuando perdíamos esa ardua batalla de estrategias esotéricas recurríamos al plan B, mover todo a dentro de la casa. El estrés inundaba la mente de ella que quería que todo el que pisara su humilde morada saliera con una sonrisa, que le hiciera olvidar a los invitados aunque sea por un día, todo lo que los detenía a pensar en dolor y miseria. Así era ella, muy a su manera.

La comida había llegado, el dinero ya lo tenía en su poder Luis, él había perdido la carrera llena de fe y misericordia por no ser el elegido para salir por los alimentos. Todos habíamos dado un billete esperando el cambio. Luis le dio las buenas noches al cansado repartidor, le dio 10 pesos de propina y volvió a la casa. Germán y yo, expectantes por probar lo que sabíamos sería un banquete con sabor a victoria, nos adelantamos a la cocina donde era siempre el ritual de servir refresco y agua en gigantes vasos de un litro y retacarlos de hielo para calmar ese horrendo calor que perduraba a pesar de que el sol ya hubiera huido de la luna.

Todos los fines de semana la acompañaba a su rancho, ese rancho que el amor de su vida le había dejado. Jamás fui consciente de la presencia de su amado, su recuerdo vivía en mí por historias de ella y los demás que lo conocieron, no podía pensar menos que era un hombre único, no me quedaba otra opción, todos expulsaban una luz tan cálida cuando hablaban de él que podía sentir su presencia. Los viajes al rancho los fines de semana eran más ritualísticos que la misa en domingo de un nuevo protestante lleno de ideas para purificar su alma. Me gusta pensar que era su forma de recordar a su amado, a su dulce y muerto amado. Era su forma de recordar todos los paseos con él por las brechas de los llanos pelados. Era su forma de reclinarse en los huizaches que él alguna vez había rozado. Era su forma de saludar a los mismos dos vaqueros que él siempre saludaba con tanta refrescura cada fin de semana. Era su forma de comprar una bolsa de chicharrones prensados de la misma carnicería a medio camino del rancho, una cena de Navidad llena de viejos amigos y familia siempre amada. Era su forma de seguir amando.

Acabando el banquete, Luis se fue de la casa dejándonos a Germán y a mí viendo una película, dejando que el tiempo siguiera su inevitable curso, esperando que algo extraordinario abofeteara nuestra cara. La película había terminado y la discutíamos, yo arduamente haciendo hincapié en la maestría del autor, y él riéndose de la importancia que le daba a una película dominguera e insignificante.

Las tardes con ella en las mecedoras de la entrada de la casa donde hablábamos de nuestras mañanas y atardeceres, tomando un refresco, ella encendiendo su cigarro con la misma pasión que hacía todo lo que se incrustara en su infinita mente. Ella nunca estudió pero aprendió. Aprendió del dolor que la vida le había recetado. Aprendió de su infinita hambre por los libros. Aprendió de tanta gente que conoció y tocó su corazón. Ella era alguien sabia, alguien que reconocía el dolor y sabía cómo aliviarlo. Era imposible no reír de sus chistes siempre hartos de groserías pero sin cruzar el borde del respeto. Era imposible no enamorarse de sus saludos, siempre con un comentario que sabías te haría jamás olvidar ese día. Era imposible no saber quién era. Porque donde escucharas su nombre de tres dulces letras, escucharías solo halagos para esa gran mujer.

Después de la ardua discusión acerca del fin de la sociedad como la conocemos por su irreparable amor por el entretenimiento chatarra defendido por mí y enjuiciado por Germán, sonó un celular. Era el hermano de Germán, lo estaba esperando en el zaguán de la casa y le sugería nada cortés que se apurara, decía que su tiempo valía oro y que bien podría estar acabándose otra cerveza con sus amigos. Germán colgó y se despidió de mí, volvió hacia la puerta y se marchó. Yo proseguí y me adentré a mi recámara, di un gran respiro al ver todo el desorden que habitaba en mi cuarto e intenté arreglar las cosas que estuvieran a mi mano para disimular un poco más el desorden y poder evitar problemas con mi madre. Encendí el computador, y me perdí en un juego del computador. Puse una mezcla de mis canciones favoritas en el trasfondo de mi mente. Y me perdí.

Aún recuerdo la primera vez que la vi llorar. El llanto, tal vez, más doloroso que alguna vez mis ojos pudieron admirar. Se cumplían dieciséis años desde que el sol de sus mañanas se había hecho un poco más molesto. Dieciséis años desde que no tenía con quien buscar refugio en su cama. Dieciséis años en los que la noche se había hecho más fría e inerte. Aún recuerdo cuando me explicó la muerte. La muerte como un fin inevitable a toda gran historia. Me enseñó cómo la muerte era como la oscuridad de un cielo estrellado. Donde, sin la espeluznante oscuridad, jamás seríamos dignos de observar la brillantez de una estrella. Nadie sería capaz de mirar al cielo y reconfortarse en algo que fuera más trascendente y tangible que la mente propia. Nadie sería capaz de valorar el cielo. Aún veo sus ojos quebrarse como un espejo azotado por el más vil de los golpes cuando me contó la primera vez que había visto esa oscuridad que todos tememos. Su madre se había ido. La había dejado y ella no sabía qué hacer más que llorar y perderse en la música que le daba algo que no fuera dolor. Se encerraba en un baño y escuchaba las canciones que la habían acompañado a ella y a su madre por tanto tiempo. Cada requinto de guitarra era equivalente a diez lágrimas siguiendo el camino de la gravedad por su cara. Cada grito entonado en un sol menor era lo mismo que el rímel corriendo por todo su rostro. Cada tecla de piano era igual a un mar de sollozos que inundaban la calidez de su corazón. Pero eventualmente se dio cuenta cómo sí había un Dios, en el cual ella creía ferozmente, ella estaba en buena compañía, y pensó cómo conociendo a su dulce madre ella estaba con ella contando cada lágrima y multiplicando por el número más grande que Dios le permitiera contar. «Eventualmente el dolor cesó, me hizo más fuerte» — dijo ella — , pero yo me daba cuenta cómo, cada vez que decía «mamá», la voz daba indicios de quiebre. Así que no seguí con el tema. Pero ella prosiguió y me contó cómo eventualmente pasaría por lo mismo, pero me dijo que no tuviera miedo. «Va a doler, pero si no fuera por el dolor, jamás seríamos capaces de buscar la felicidad» — dijo con una sonrisa que me incitaba a confiar en ella —. Le dije que no hablara de eso, faltaban mil años para que me tocara vivir eso, y le reclamé cómo el día que ella no estuviera yo la acompañaría. Ella con una risa burlona pero empática me dijo que no dijera eso, que era natural no querer pensar en eso, pero que me tendría que estar preparando. Ella se quitó una pulsera que siempre le había visto puesta y me la obsequió. Era la pulsera de Santa Teresita. «Para que te cuide de todo mal y te acompañe en todo dolor, te hará más fuerte cuando dudes en ti mismo y en todo lo que te rodea» — dijo ella —. La tomé con una ansiedad que me hacía no pensar lúcidamente. Hasta el día de hoy la llevo puesta.

Eran las 3 a.m. y el silencio era aplastante. Ya había dejado de jugar y me dedicaba a llamar al sueño. Había sido un día lleno de felicidad. Escuché a lo lejos cómo el zaguán de la casa estaba siendo forzado para ser abierto y cómo eventualmente la fricción del metal oxidado cedió y se abría lentamente pero seguro. Después inmediatamente se cerró, alguien había llegado a casa. Escuché cada paso lento pero seguro aproximarse a la puerta de la entrada, con descanso a la mitad incluido. El viento rozaba con las mecedoras y se escuchaban las caricias del metal sobando el piso, así como el de una madre esperando a que su hijo enfermo se duerma. Una llave se introdujo en la puerta y, con algo de batalla, la puerta se había abierto y cerrado con sosiego. Ella estaba en casa. Y todos mis pensamientos me incitaban a ir a saludarla para platicar un rato. «En la mañana», me dije a mí mismo pensando que mañana, domingo, podría verla como siempre y platicar de alguna locura. Me perdí en el viaje del sueño.

Era sábado, era día de ensayar con la banda, era día de clásico. Desde que me levanté, mis padres y mi hermana habían dejado la casa amenazando que no hiciera mucho ruido cuando Germán y Luis llegaran a la casa. Me insinuaron que si la molestaba con el ruido de los instrumentos musicales me las vería negras con ellos, pero yo sabía que con ella me las vería más negras si interrumpía su paz y momento de lectura vespertina. Luis y Germán se adelantaron a acomodar los instrumentos en el patio trasero. Yo me dirigía de mi cuarto al patio cuando me topé con mi abuela. Estaba comiendo sola su platillo favorito, un chile relleno lampreado. La observé por un momento y vi cómo ya no era la misma de siempre, su brillo se había ido, me di cuenta de que era humana, el tiempo había dejado su marca en ella. Estaba enroscada en su sitio de siempre disimulando una pequeña joroba. Agarrando con debilidad los cubiertos para poder disfrutar de su comida, eso sí, jamás perdiendo la clase. Vi por la ventana y vi a Germán y Luis platicando desesperadamente. Saludé a mi abuela, me senté con ella y nos quedamos hablando por una hora. No había podido comerse su platillo como usualmente lo hacía, me lo ofreció amablemente y accedí a ayudarla. Juntos comimos el plato de comida que jamás olvidaré. No por su sabor, sino por la presencia de ella. Inmediatamente, mientras comía el chile restante, ella empezó a comentar del panorama político actual de nuestro municipio, claro, bromeando de todos los candidatos por intervalos. Jamás olvidaré ese último chiste, que si bien no fue su mejor, para mí ha sido el más importante. Me acabé el platillo y recogí todo. Besé su mejilla y me despedí para siempre de ella. Me dirigí con German y Luis, y comenzamos el ensayo. Las mejores notas que alguna vez mis dedos tocaron.

Todo era borroso y gris, los primeros rayos del sol que vencían a las grises nubes que cubrían el cielo me aluzaron la cara, sentí cómo alguien llorando y gritando desesperadamente me sostenía de las solapas de mi piyama. Era mi hermana. Algo que no entendía estaba ocurriendo, veía cómo sus ojos tricolores brillaban en un mar de lágrimas, cómo el rojo de su sangre se acumulaba por debajo de la piel que rodeaban sus ojos. Algo había ocurrido, algo lo cual jamás podré olvidar. Ella me gritaba, yo veía cómo movía su boca desesperada, pero simplemente no podía escucharla, hasta que tiró de mí tan fuerte que tuve que pararme, me hizo una seña de que la siguiera, y no dudé y lo hice. Me llevo por el pasillo que anunciaba la entrada del cuarto de mi abuela. Cada vez que mi pie pisaba el mundo, sentía cómo un pedazo de mi alma se desprendía de mí. Vi cómo la puerta absorbía todo el color que mis ojos alguna vez habían visto. Sentía cómo mi cuerpo estrujaba mi corazón y atravesé la puerta de su cuarto. Y la vi allí. En paz, jamás había visto un rostro tan en paz como el de ella. Era casi como si estuviera sonriendo. Casi como si la muerte hubiera tocado a su puerta y ella le hubiera contestado: «Pasa vieja amiga, te había estado esperando». Era como si la muerte hubiera dudado en llevársela, pero estoy seguro de que mi abuela causó tan buena impresión cuando la vio que no dudó en llevársela y arrancarla de este mundo, para que el mundo de la paz tuviera algo por lo cual sonreír. Miraba cómo mi madre golpeaba en su pecho, gritaba por respuesta, «¡mamá!, ¡mamá!, ¡por favor respóndeme!» –gritaba con una voz tan cortada que hacía que el dolor fuera más intenso — . Yo no sabía qué hacer, mi mente jamás había estado tan en blanco. Todo era silencio en mi mente, todo era lento, era como estar sumergido en un mar de dolor, donde todos nos hundíamos lentamente. Pero había alguien que flotaba y volaba sobre todo el dolor. Y era ella, que por fin había concluido su viaje. Por fin iría con su madre, con su amado, con sus viejos amigos. Ella flotaba sobre todos nosotros, y era casi como si dijera adiós con el simple hecho de ver desde arriba cuántos corazones había tocado en este viaje. Dicen que una vida no se puede juzgar hasta que concluye, y estoy de acuerdo, porque la última lección que recibí de la mujer que me enseñó el amor, me abrazó en mis fracasos, me enseñó a ver a la gente como hermanos sin importar de dónde vinieran, me enseñó a vivir, fue en su lecho de muerte. Donde, con tanta oscuridad que enfrascó mi corazón, me enseñó a buscar mi propia estrella en ella. Con tanto dolor que me hizo sentir su partida, me enseñó a buscar la felicidad. Con tanta vida, me enseñó a vivir. Y así fue cómo el último día de su vida, mi abuela me regaló el primero del resto de mi vida.

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