El cuerpo es el primer hogar

Fernanda Rio
Vestigium
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6 min readJul 4, 2020

I. Cabeza

Hay un experimento donde dos ovejas son colocadas en distintos ambientes. Una es liberada en un campo, sin atención alguna, durante toda su vida; mientras la otra vive en un corral donde cada día es expuesta a la imagen de un lobo desde un ángulo distinto. Esta oveja nunca sabe de dónde saldrá el lobo, haciendo imposible esconderse o alejarse, dejándola descubierta ante una amenaza siempre presente e invisible. La primera oveja crece, la segunda deja de comer y muere al poco tiempo.

Recorro con los ojos cerrados todo el circuito que es mi cuerpo, siento como hormiguean los pies y las caderas, pasando por la boca del estómago, haciéndose más fuerte en el cuello hasta llegar a la nuca, donde puedo sentir todas mis terminaciones nerviosas en un nudo. Como la segunda oveja, me es imposible esconderme o prepararme, mi mente siempre alerta aunque bajo ningún peligro, espera ansiosa la aparición de esa amenaza invisible con la que lleva lidiando casi toda mi vida.

Cada día el dolor se hace más fuerte y cambia de locación, a veces la mandíbula apretada, otras la cabeza, otras la garganta, el estómago, los brazos, las piernas o el cuerpo entero. Tocarse los huesos delgados, los nervios colapsados, como un edificio después de un temblor. Lo peor de esta enfermedad es que es invisible: al menos los edificios tienen sus ruinas abiertas al cielo, exponiendo su herida.

II. Tórax

Todo empezó con las taquicardias que me despertaban siempre a la misma hora todas las noches. La primera vez que sucedió pensé que el corazón me iba a explotar, con el pecho paralizado desde las costillas hasta los hombros, como una bomba punzando del lado izquierdo e irradiando por todo el circuito de mis nervios. Mi papá había muerto hacía sólo un mes, y yo no podía dormir. Mi mamá intentó todo, después de varios doctores nadie parecía encontrar el origen del golpeteo. Electrocardiogramas, ecocardiogramas, Holter. Recuerdo los aparatos en todo mi cuerpo leyendo los signos vitales de mi corazón, pinzas en los tobillos y las muñecas, pequeños dispositivos circulares en todo el tórax. Cada nuevo estudio daba el mismo resultado: un corazón sano, presión arterial de deportista, decía el doctor. Pero cada noche volvía a sentir que una mano me tomaba del hombro izquierdo hasta levantarme.

Poco después fuimos a casa del doctor chino de la familia, las paredes estaban llenas de símbolos para recibir el año nuevo y nos explicó uno por uno con mucha paciencia. Después presionó mi clavícula izquierda y dijo: aquí hay agua. Tomó una aguja y al dejarla unos minutos sobre mi piel empezó a escurrir un pequeño hilo líquido hasta mis pies. Mi corazón estaba haciendo agua, como una embarcación en un naufragio.

III. Pies

Ese día había llegado a trabajar pero no me sentía bien, la sensación en todo mi cuerpo era difícil de definir y de explicar. Había pasado por meses de mucho estrés y había empezado a boxear en un gimnasio local, me sentía muy fuerte hasta ese momento en el que perdí la vista por completo, sentada en mi escritorio. No pude hacer más que empezar a llorar y llamar a mis compañeros, que me llevaron a mi casa donde me recostaron en el sillón de la sala. A penas recuerdo esos momentos entre las sombras y los sonidos lejanos de las personas que me rodeaban, como si mi cuerpo hubiera dejado de ser mío. Los siguientes días los gasté tratando de reconocer una a una las formas y reacciones de mis extremidades, que habían dejado de responder. Caminar por el pasillo de mi pequeño departamento era una expedición imposible, la gravedad llamaba a mi frente y a cada paso sentía que la caída era inminente. Tenía que agarrarme de las paredes y cerrar los ojos, volver a recostarme en el sillón café de la sala y esperar, ¿a qué?, ¿cuánto tiempo?

A la semana ya había visitado a varios doctores, ninguno tenía idea de qué tenía. Me revisaron cada centímetro del cuerpo con radiografías, cultivos, análisis sanguíneos y exámenes motrices pero siempre volvía la misma frase: Tu cuerpo no tiene nada. Pero yo no podía caminar, la exasperante acción de poner un pie frente al otro me daba náuseas y estar de pie era imposible. Lo único que podía hacer era dormir en el sillón de la sala. Así pasaron dos semanas más, sin entender qué pasaba por mi cuerpo y sin ningún avance. Dejé de trabajar y de caminar. Me sentía como la pieza más pequeña de una máquina enorme, ridícula e innecesaria, atascada e inmóvil. La gente iba a visitarme y yo necesitaba apoyarme en ellos para dar pasos, pero aún así sentía que el suelo venía hacia mí. La verticalidad me retaba, había perdido por completo el equilibrio.

Empecé a ver peleas de box repetidas cuando llegué a la de un argentino contra un ruso. En los primeros rounds el argentino le cortó el rostro al ruso y éste peleó casi a ciegas el resto del tiempo. Había algo enternecedor en ese gesto de tirar golpes en la oscuridad. El argentino sólo daba pequeños pasos hacia atrás alejándose con gracia del púgil. El ruso lanzaba los puños como un perro rabioso y perseguía al argentino por todo el ring mientras él se burlaba mirando al público, sabiéndose de antemano vencedor. La pelea terminó y mientras todos levantaban al argentino en hombros, el ruso mostraba su cara sangrante y desfigurada a las cámaras, exponiendo su herida abierta, punzante y de alguna manera, victoriosa.

Fui por última vez a un doctor, habían examinado todo y no tenían respuestas, cada vez era más agotadora la incertidumbre. Me despedí con varias radiografías de mi cuerpo dentro de un sobre amarillo en la mano y salí a pedir un taxi, pero casi sin notarlo llegué al metro: el hartazgo de no poder moverme se había apoderado de mí y había decidido que ese día volvería a casa poniendo un pie tras el otro. Mi caminar se había vuelto muy lento, como lava fría avanzando montaña abajo. Tomé el primer tren y salí en el transbordo de La Raza. En algún momento los pasillos del metro empezaron a dar vueltas en mi cabeza, me sostenía de las paredes mientras trataba de seguir la explicación sobre las supernovas en varias fotografías que cubrían los túneles de la estación. Daba dos pasos y me detenía, cerraba los ojos, miraba las estrellas y trataba de no ceder ante el vértigo. Convencida de que mi cuerpo había sido escaneado completo, de que no era una falla física, avancé diciéndome a mí misma que podía vencer a mi mente. Las estrellas brillan millones, o miles de millones de años, pero eventualmente dejan de existir. Las personas a mi alrededor me miraban y dudaban si ofrecerme ayuda, tenía las manos apretadas contra el pecho y avanzaba como quien está aprendiendo a caminar. El hidrógeno, el gas mas ligero de la naturaleza, es el combustible de las estrellas, siendo el helio su deshecho ¿Qué hago si me desmayo? Mi mente seguía repitiendo este pensamiento constante, la sensación de caída, de desprotección. Eventualmente el hidrógeno se agota y la estrella debe utilizar otro combustible o dejar de brillar. Si mi corazón explota, si caigo al suelo, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué hay después de la caída? Que se lleven mis cosas, que se lleven mi cuerpo. Cuando una estrella ya no es capaz de generar energía y mantener el gas suficientemente caliente, la fuerza de gravedad vence y la estrella cae sobre ella misma. Tal vez no regrese a casa, tal vez nunca más pueda volver a caminar, tal vez el vértigo se ha implantado en mi cráneo y las náuseas sean permanentes, ¿pero por qué? Una estrella que utilizó todos los combustibles posibles se colapsa hacia adentro violentamente, contrayéndose a velocidades de hasta 70 mil kilómetros por segundo. No puedo llamar a nadie, no hay nadie cerca, no llegarían a tiempo, no me encontrarían. Estoy sola. El núcleo de la estrella se vuelve tan denso que logra frenar abruptamente el colapso, rebotando la estrella sobre ella misma. Puedo convencer a mi cabeza: la falla no existe. El núcleo de la estrella empuja el gas que está afuera de la pequeña parte central, arrojándolo hacia el exterior a fuertes velocidades. De la estrella original solo queda el centro, convertido en una estrella de neutrones o un hoyo negro. En algún punto, algo dentro de mi cuerpo cambió. La supernova formada por la explosión de una estrella brilla durante algunos meses, o incluso años, más intensamente que diez mil millones de soles.

Frente a mí estaba la línea tres, la línea que me llevaba a casa todos los días. Había caminado hasta ahí. Me senté en un lugar vacío en medio de los rostros cansados, los miré sabiendo que este sólo sería el viaje a casa para ellos pero que, como el ruso, yo mostraba mi herida abierta, punzante y de alguna manera, victoriosa.

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