El DIU y el drama de toda mujer

Júlia Guasch
Vestigium
Published in
4 min readMar 13, 2020

«Esta no es más que la historia de cualquier chica que quiere mantener una vida sexual medianamente activa y normal.»

El miércoles me sacaron el DIU. Y fue toda una experiencia.

Me pusieron el Dispositivo Intra-Uterino (DIU) en octubre de 2018. Tenía pareja estable y, después de estudiar todos los anticonceptivos del mercado, vi que por 250€ el DIU Kyleena me duraba 5 años y era el más infalible. Es un trozo de plástico en forma de T, que te implantan en el útero y segrega hormonas (progesterona) todos los días. Como tu cuerpo se piensa que estás embarazada, no te quedas embarazada. Además, muchas usuarias aseguraban que te deja de venir la regla y ahorras en compresas. Ni tan mal.

Ponérmelo era un riesgo, porque nunca sabes cómo te van a afectar las hormonas. La misma progesterona que a una chica le sube la presión y la hace hincharse como un globo, a ti te puede hacer adelgazar y secarte la piel. En mi caso tuve suerte: con el DIU perdí dos kilos sin hacer dieta, y aumenté una talla de sujetador. Ni tan mal. Los efectos secundarios negativos, por lo que decidí quitármelo antes de tiempo, vinieron después.

«¿Y te lo pusieron sin anestesia?», me preguntaba mi prima el otro día. «Sí, hija, allí vas y a gritar». Los dolores de ponérmelo duraron una semana. Y cuando digo una semana, fue una semana de ir doblada. De hecho, a los dos días, fui a urgencias pensando «aquí hay algo que está mal». Pero no, todo estaba bien. Solo era «lo normal, tienes una T de plástico de 3 centímetros implantada en el cuerpo… te vas a tener que acostumbrar». La primera regla que me vino con el DIU, duró 40 días.

En cambio, al cabo de un año, la regla me dejó de venir. Sin duda, supuso un ahorro cojonudo en compresas (no era consciente de lo que gastamos en productos de higiene femenina), y me ahorré muchos retortijones de «ese día del mes». Pero empecé a hincharme como un globo estático. Parecía que mi cuerpo me gritaba «tía, tienes 27 años, y esto de que no te venga la regla es de todo menos normal».

Ignoré el dolor varios meses, pero llegó un momento en que no pude más. «O te lo quitas, o te lo dejas… tú sabrás», me dijo la médico. Reflexioné, valoré que mi salud era lo primero y, aunque no me apetecía nada volver a perder una talla de sujetador (es que algunas siempre hemos sido planas cual tablas de planchar, ¿vale?), pensé que era la mejor decisión.

Y allí volvía a estar yo. Año y pico más tarde, en la sala de espera de la ginecóloga, rodeada de embarazadas que me hacían pensar «ahora que te quitas el anticonceptivo más potente del mercado, ve con cuidadito con lo que haces, guapa».

Pasé con la misma médico que me lo había puesto. Me quité la ropa de cintura para abajo, y me puse en el potro de tortura que tiene toda ginecóloga en la parte de atrás de su consulta. La gine metió un aparato entre mis piernas que te abre por la mitad como un huevo Kinder y debe de estar inspirado en el gato hidráulico. Yo estaba hecha un manojo de nervios, que solo ayudaban a que me doliera más.

«O te tranquilizas o lo dejamos para otro día», amenazó. Le dije que por mis ovarios iba a ser hoy. Y dije por mis ovarios, porque no aguantaban dos días más hormonados, los pobres. Estaba muerta de miedo y dolor, con la médico buscando en mi útero, la médico de prácticas mirando por encima de su hombro y la enfermera manejando la eco. Ni te lo ponen con anestesia, ni te lo quitan con anestesia.

«Oye, que no lo encuentro”, le dijo al rato la médico a la enfermera, «llama a la de la consulta de al lado, a ver si lo ve ella». Y se sumó una más a la fiesta. La escena era bastante digna de los Monty Python: yo subida a esa al potro de tortura, con cuatro mujeres buscando el DIU entre mis piernas. «Es que a mi compañera le gusta ponerlos en las amígdalas», decía riéndose la segunda médico. Yo me reía con ella por no llorar, mientras miraba al techo y le cogía la mano a la médico en prácticas.

Al final tiró del hilo correcto, porque con un «lo tengo», apareció la T de plástico colgando de un hilo. Temblaba de los pies a la cabeza y me dolía todo. Me sacaron el gato hidráulico de la vagina, dejaron que me calmara cinco minutos, y me mandaron de vuelta al trabajo.

«Bueno, y ahora voy a tener que pensar qué anticonceptivo uso», le dije a la médico, mientras salía de la consulta, «primero recupérate de esta, mujer», me contestó.

Pensaréis que soy una adicta al sexo, o tengo una afición particular por hacerlo sin condón. La realidad es muy simple: no me quiero quedar embarazada. Ahora no.

Esta no es más que la historia de cualquier chica que quiere mantener una vida sexual medianamente activa y normal. Yo os la cuento porque no están reconocidos todos los esfuerzos que hacemos las mujeres, todas las visitas al ginecólogo, todo el dinero gastado en anticonceptivos y compresas, y todos los dolores de ovarios que nos callamos.

En el metro en dirección al trabajo, me acordé de todas las embarazadas de la sala de espera. Que sufrirían 10 veces lo que había pasado yo en la consulta. Todavía no sé si me dan pena, o son todas unas heroínas… Probablemente somos todas unas heroínas.

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