El nada y la nada

Óscar Cárdenas
Vestigium
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13 min readApr 3, 2018
Daniel Gaffey en Unsplash

Carolina miraba con desdén la obra negra adyacente al edificio en el que tomaba clases todos los lunes a las 8 de la mañana. Intentaba adivinar qué era lo que se estaba construyendo. Miguel decía que iba a ser un auditorio, pero verdaderamente no sabía de lo que hablaba, simplemente lo decía para formar algún tipo de conversación con Carolina, y ella lo sabía.

Carolina siempre escogía el mismo banco, el tercero de la fila pegada a las ventanas, siempre escuchaba música desde sus audífonos antes de que empezara la clase. Hoy estaba escuchando a una banda que Mariela le había presentado: Oasis. Decir que Carolina amaba a Oasis era poco. No solo eran las lágrimas que corrían por sus mejillas cuando escuchaba “Stop Crying Your Heart Out” encerrada en su habitación después de discutir con sus padres por sus calificaciones, tampoco era las ganas que sentía de enamorarse tan enérgicamente como para poder entender más “Wonderwall”, la voz carraspeada, ronca y lírica del cantante le rasgaba el corazón y atizaba pasiones y sentimientos en ella que no sabía que tenía.

Carolina siempre quiso ser artista, le gustaba dibujar, cantar y bailar, y no es que haya sido particularmente buena en alguna de esas actividades, pero amaba hacerlo, amaba el sentimiento de olvido que le daba concentrarse en algo tan bello y sublime como el arte. Sus padres la alentaban a que tomara clases y pasara el tiempo empeñada en esos hobbies, veían casi necesario que una mujer supiera de esas artes.

Pero cuando llegó el nostálgico momento de escuchar lo que quería estudiar su hija, de lo que quería hacer toda la vida, se preguntaron que habían hecho mal, si tal vez le dieron demasiada libertad en sus tiempos mozos, si la habían orillado a tal altura que quería tirar toda su vida por la borda. Carolina lo tenía claro, quería estudiar “Historia del Arte”. Ella pensaba que sus padres lo entenderían, pero como todos los padres sobreprotectores que quieren todo lo bueno para su hija con las menores peripecias posibles, fueron claros y directos: No. Su hija no iba a poder vivir de eso y no querían que fuera una mujer mantenida y sublevada. Le dijeron que tal vez el camino de las finanzas — como el de su madre — sería un mejor camino.

Después de meses de discusiones seguidas por silencios incómodos a la hora de la cena finiquitados con puertas cerradas coléricamente, Carolina “entró en razón” según sus padres y se decidió por estudiar negocios internacionales. Ya que, según ella, si iba a ser infeliz trabajando, qué mejor que fuera conociendo al mundo. Al menos así tendría más likes en sus redes sociales.

Carolina se encontraba en 3er semestre, y odiaba las clases en la universidad. Siempre dibujaba, escribía poemas y hacía bromas en clase. Retaba a sus profesores a que la sacaran de las clases. Lo consiguió unas cuantas veces. Pero cuando conoció a la profesora de economía, la maestra Olga Lizardo, todos los sentimientos reprimidos que llevaba dentro se espabilaron y causó una erupción volcánica. Nadie entendía a qué se debía el cambio, ya no solo bromeaba para mejorar la calidad del rato si no que ahora bromeaba de una manera sardónica y mordaz para herir, en específico a la maestra Olga.

La maestra Olga sabía que los golpes y las punzadas de Carolina no eran malintencionadas en sustancia. Sabía que gritaba por ayuda, pero Carolina no se dejaba ayudar. La maestra Olga intentaba entablar una no amistad pero al menos la suficiente confianza para que Carolina pudiera contarle su problema y así poder ayudarla. Pero de alguna manera todos sus intentos acababan en algún chiste relacionado al peso y la manera de caminar de la profesora.

Carolina emprendió la empresa del rencor. Le había dolido tanto la primera oración que pronunció la maestra Olga el primer día de clases en la primera clase de economía: “La economía es como el arte y mi misión por estos tres semestres será hacer que aprecien ese arte escondido entre dibujos parabólicos y ecuaciones retóricas”. Carolina se dolió tanto que en ese mismo instante no pudo contenerse y contestó esa única oración con un: “Si las gráficas son tan curvas y cóncavas como su panza probablemente no necesitemos de tres semestres”. Se escucharon algunas burlas y Carolina se sentía orgullosa. La maestra Olga sonrió y le preguntó su nombre dando inició a la relación de enemistad que Carolina siempre recordaría.

Un día sin previo aviso, llegó el director de la facultad y les comentó a los alumnos que la maestra Olga se tendría que ausentar por unos días por motivos familiares y les presentó al maestro sustituto. Era tan aburrido que ni si quiera valió la pena recordar su nombre. Cuando esas palabras fueron pronunciadas por el director todos voltearon a ver a Carolina con vociferaciones de preocupación matizadas en la resonancia del salón, pensaban que tenía algo que ver con la broma del pasado viernes donde Carolina puso cinco tachuelas en una tostada con frijoles y sus correspondientes verduras y condimentos. La maestra Olga había llegado tan feliz ese viernes porque por fin, después de llorar cada noche de los últimos seis meses iba a ver a su hijo que había sido dado de alta del confinamiento de la institución psiquiátrica a la que pertenecía después de intentar atentar contra el único regalo que su madre había podido darle: Su vida. La maestra llegó al salón y saludó con un extático saludo para todo el salón, dejó su maletín en el escritorio después de sacar la lista para tomar asistencia y cuando se sentó se escuchó el inequívoco crujido de una tostada rompiéndose perseguido por un grito tan agudo que asustó a los expectantes alumnos. Cuando la maestra se fue corriendo al baño llorando y no volvió a dar la clase ese día, unos cuantos se acercaron a decirle a Carolina como había cruzado la línea y se bajaron del barco de las bromas.

Pero Carolina estaba inmutada e impávida el lunes. Era feliz con el profesor sustituto, así era como debían de ser los profesores de esa fastidiosa carrera: Calvos, enclenques, aburridos, con nudos de corbatas patéticas, pero sobretodo sin amor por el arte o cualquier cosa que no fuera números, gráficas o estados de cuenta.

La maestra Olga ese viernes se fue al baño y estuvo unos cuantos minutos encerrada en un retrete intentando limpiar la inmundicia del frijol frotado contra su falda. Intentaba esconder los gorgojos pero no podía, no era tanto el hecho de lo que le habían hecho los alumnos, pero era que ya no podía seguir escondiendo sus preocupaciones entre sonrisas y carcajadas, no sabía cómo hablar con su hijo cuando lo viera, no sabía cómo evitar que pasara de nuevo, tenía miedo, y esas tachuelas si algo hicieron, fue romper la burbuja en la que intentaba esconderse Olga.

Olga decidió no dar noticia a dirección acerca de los acontecimientos en su salón y simplemente les notificó que no se sentía bien y pidió el favor de salir antes del fin del turno, el director vio las reminiscencias de lágrimas en sus ojos y aceptó, le concedió la salida. Olga manejó con zozobra hacia su casa, buscó la falda más colorida que encontró y un saco y blusa que combinaran. Fue a su refrigerador e intentó hidratarse con agua de la llave-no había dinero para desperdiciar en garrafones-para no acabar con el agua de pepino que había preparado la noche anterior y era la preferida de Joan. Se quedó sentada en su sala viendo al crucifijo que estaba colgado justo alado de la foto de la primera comunión de Joan. Rezó el rosario e intentó serenarse para que Joan no viera, que no sintiera, su preocupación. Cuando dieron las 6 de la tarde se subió a su automóvil y condujo hasta el reencuentro con su hijo. Llegó, entró al consultorio del psiquiatra en jefe y escuchó los sofismos de cómo su hijo ya estaba totalmente curado y que no era necesario cambiar nada, solo tenía que procurar seguir tomando el medicamento.

Una enfermera con una sonrisa notablemente falsa, llegó con Joan y su madre intentando contener las lágrimas se lanzó hacia él y lo abrazó.

— Hola — dijo Joan con la voz entrecortada.

— Hola, mi amor, ¿Cómo estás? Te extrañé mucho.

— Yo también mamá, como no tienes una idea. ¿Puedes creer que aquí no hacen agua de pepino?

— Ay, pobrecito mi niño, vente ya vámonos a la casa.

Y después de despedirse del personal salieron del edificio y condujeron. Joan le preguntó a su madre si podía poner música y sacó un CD de su mochila y puso el disco que el doctor le había regalado. Era de Oasis, y el doctor le había dicho que era bajo recomendación de su hija.

— Mamá… Perdón. Perdón por hacerte sufrir de esta forma, espero y algún día me puedas perdonar.

— Solo si me prometes jamás volver a asustarme de esa forma, mi amor. Qué haría yo sin ti.

— Lo prometo.

Cuando llegaron a la casa Joan le dijo a su madre como nada había cambiado y como todo seguía tal y como lo recordaba. Olga le sirvió un vaso con hielo y la aclamada agua de pepino, y cuando Joan le dio un sorbo llegó al borde de las lágrimas. Joan estaba en casa, había vencido a la nada y estaba feliz.

Después de la semana que se había tomado libre Olga volvió a la facultad, y en un abrir y cerrar de ojos, dos semestres habían terminado. Carolina ya se había rendido en hacerla sentir miserable y había vuelto a la mediocridad que enarbola el ser una alumna que odia lo que estudia.

Pero el confort de lo habitual nunca dura lo suficiente. Joan sin que su madre lo supiera había dejado el medicamente hacía un mes. Quería dejar de estar encadenado a drogas que lo hicieran no ser él. Pensaba que si sin drogas no podía evitar dejar de existir, que así sea. Joan quería descubrirse a sí mismo quería encontrar algo que le gustara, algo que lo hiciera olvidarse de todo. Y encontró a Carolina.

Más bien, Carolina lo encontró a él. Cuando Carolina encontró el valor para disculparse por todo lo que le había hecho el primer semestre a la maestra Olga, después de pedirle la dirección al director y darle una explicación que tomó más tiempo del que le hubiera gustado, se dirigió a su casa motivada. Con sus manos trémulas y una secreción de sudor inusual para el invierno Carolina tocó a la puerta. La abrió un muchacho con el pelo negro azabache muy descuidado y con un fleco que casi tapaba sus ojos. Joan en cambió no podía creer lo que estaba viendo, no sabía si era el efecto de acostumbrarse a ver enfermedad en el hospital o qué pero le bastó con ver la gota de sudor dirigiéndolo a los ojos de Carolina para enamorarse.

— Buenas tardes, ¿está la maestra Olga?

— Salió pero… Mmm… No ha de tardar, ¿no quieres pasar a esperarla?

— No, gracias, no quiero molestar, solo venía a decirle una cosita.

— No es molestia, hombre. Ven, pasa, escuchamos música o algo en lo que llega mi mamá.

Y así como a Joan le bastó una mirada, a Carolina le bastó con una canción. Joan le preguntó si le gustaba una banda llamada Oasis, y Carolina para no verse rara comentó con moderación que sí, que ya había oído hablar de ellos. Joan puso “Stop Crying Your Heart Out” y le contó como esa canción le había ayudado. Y pasaron toda la tarde hablando de Oasis y sus discos. Al final Olga le mando un What’s App diciéndole como llegaría tarde y que cenara sin ella. Joan invitó a cenar a Carolina pero ya era tarde, así que intercambiaron números y quedaron para otro día.

El amor entre Joan y Carolina floreció junto a la primavera, pasaron el invierno enamorándose y para cuando era primavera ya eran novios jurados al amor eterno. Pasaban todo el tiempo juntos, tomaban el mismo alcohol, fumaban los mismos cigarrillos, cantaban las mismas canciones, Carolina enseñó a Joan a bailar cumbias — las cuales Joan odiaba, pero a lado de Carolina todo era menos malo — Joan enseñó a Carolina a tocar algunos acordes de guitarra — justo después de despertar a todo el vecindario cuando le llevó una serenata formada por solo un enamorado ebrio cantando Wonderwall. Iban a las mismas fiestas, y siempre el menos tomado era el que conducía y el más tomado elegía la música, siempre iban cantando hasta quedar afónicos las mismas canciones. Sus círculos individuales se fusionaron y tuvieron los mismos amigos. Tenían las mismas fotos en redes sociales, y las mismas iniciales en sus biografías de sus perfiles: J&C.

Olga estaba feliz por ellos, así que procuraba llegar siempre tarde a casa para que pudieran disfrutar los lineamientos de la liturgia formal del amor adolescente. Las conversaciones con Joan se hacían más incomodas porque siempre que cenaban ellos dos solos las conversaciones acababan con máscaras, sombreros y demás como eufemismos para decirle a su hijo que no la cagara. Pero entre todo el amor dentro de Joan había pensamientos que tenía de vez en cuando. No le decía a nadie, ni a Carolina ni a su madre. Una vez intentó hablarlo con sus amigos pero todo acabó con bromas de suicidios y equis des verbales. A pesar de que Joan amaba a Carolina y estaba seguro que Carolina lo amaba a él, Joan se sentía solo, no se sentía libre. La felicidad cada vez era más y más ofuscada por los pensamientos de tristeza, apatía y zozobra de Joan.

Carolina notaba que algo pasaba con Joan pero Joan le decía que todo estaba bien, que no se preocupara. Se reprimía. Carolina solo quería ayudarlo y llegó al punto de hablar con su madre, lo cual causó una gran discusión. Joan se pensó traicionado. Joan no contestaba los mensajes de Carolina a pesar de que los leía. Le juraba a su madre que no tenía nada que ver con depresión o su medicamento. Y fingía estar bien a la hora de la cena hablando de música o columnas en el periódico. Joan seguía sin tomar su medicamento.

El último día de clases de quinto semestre, la maestra Olga se despidió del grupo que ya no vería con un gran discurso que conmovió a la mayoría hasta las lágrimas, en especial a Carolina que ya le había agarrado un gran cariño a la maestra Olga. Alguien llevó un pastel y Olga lo partía y repartía, cuando el celular de Carolina y Olga vibró. Era Joan, había hecho un grupo con ellas dos. El mensaje solo decía: Las amo. Carolina y Olga se preocuparon así que después de clase Olga fue a la casa y le dijo a Carolina que no se preocupara, que ella hablaría con él.

Era demasiado tarde. Cuando bajó del automóvil Olga escuchaba la música a todo volumen, era “Stop Crying Your Heart Out” en repetición. Se escuchaba en todo el vecindario, y cuando Olga llegó algún vecino le dijo que si podía bajarle el volumen a la música, le dijo que por supuesto, pero cuando entró la música no se detuvo. En la habitación de Joan la muerte había reclamado lo que la vida le había quitado. Olga no vio nada, Olga no escuchó nada. Solo pudo abrazar a su hijo colgado y ya morado. No corrieron lágrimas, era un dolor seco. Un dolor que ni el paliativo de las lágrimas podría moderar. Olga no sabía que hacer así que llamó a una ambulancia, pero como buena ambulancia mexicana tardó una eternidad en llegar. Fueron los 30 minutos más lentos, más dolorosos, más acongojados, que el corazón de Olga recordaría hasta la fecha que se detuviera.

Olga esperó a que fuera hora de salida de la facultad y llamó a Carolina. Carolina llegó gritando y llorando a la casa. Abrazó a la maestra Olga y no se dijeron nada, no había nada que decir. Fue un baile doloroso el que sus almas tuvieron que bailar cuando ambas con ojos lagrimosos se veían e intentaban consolar. Cuando la ambulancia se llevó a Joan con Olga detrás, Carolina se quedó sola en la casa y fue al cuarto de Joan. Abrió el disco que le había regalado hace apenas un mes y vio que adentro había una carta. La abrió y vio que era para ella.

Carolina:

Solo te escribo a ti porque a mi madre ya le escribí una vez. No sé si algún día leerás esto pero solo quiero decirte que el año que pasé a tu lado fue lo mejor que le pudo haber pasado a mi vida, nada de esto es tu culpa. Aquel día que llegaste y tocaste a mi puerta era el día que tenía planeado suicidarme. Pero no contaba con que el amor tocara a mi puerta. Cuando te vi recuerdo pensar que era la primera vez en la que había conocido la belleza. La verdadera belleza, no la belleza artificial de Instagram y las revistas. Esa belleza que uno solamente puede apreciar cuando siente la valentía de abrirse a ella. Me salvaste Carolina. Se suponía que yo nunca iba a ser feliz. Con un año me bastó para sentir la eternidad. Pero sabía que nuestro amor jamás sería eterno. Te ibas a cansar de mí, ni yo me aguanto a mí mismo. Si solo recuerdas una cosa de mí recuerda que te amo. Yo en cambio si sí existe algo a donde voy, recordaré siempre tus besos, tus caricias, los viajes en coche mientras nos embriagábamos cantando Timbiriche, las noches donde solo nos acostábamos a oír a Oasis. Te amo tanto que no podía pensar en un futuro, nuestro pasado y presente era tan perfecto que no quería que el tiempo lo arruinara. Tal vez acá encuentre el solaz que jamás encontré allá. Te amo, Carolina. Te amaré, Carolina. Te amé, Carolina. Porque ya no soy nada, solo soy el amor que tú me tengas. Y mientras en tu mente haya un resquicio de dolor, yo estaré ahí, besándote, amándote, consolándote. Por último, tengo un deseo Carolina. Vive, pero no la vida que tus padres, tus amigos, tus maestros quieres para ti. Vive la vida que siempre has deseado. No vayas a mi funeral si no quieres, no vayas a misa si no quieres. Pero ve a escolar y date de baja y haz lo que siempre has querido hacer, lo que quieres hacer. Tú no te has visto cuando bailas, no te has visto cuando dibujas, pero yo sí. Ve y encuentra tu solaz. Y cuando dudes: No dudes que en la eternidad donde no existe el tiempo, solo juramentos y promesas: Yo te amo, y voy de tu lado.

Aquel mal bailarín que siempre te va a querer,

Joan.

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