El quiosquero

Marcos ve la vida pasar detrás de la repisa de su quiosco, afectado por la pandemia.

Óscar Llena
Vestigium
4 min readMay 19, 2020

--

Uno de los quioscos de Barcelona

Su mañana comienza a las seis en punto y discurre de manera más bien tranquila entre las tres paredes de uno de los tantos quioscos barceloneses que día tras día abren para conectar a los transeúntes con la actualidad a través del papel. Apoyado en la repisa, se limita a divisar la llegada de posibles inquilinos mientras toma notas en su libreta de cuentas. Hoy lo hace privado de dos de sus tentaciones: esa sonrisa con la que durante todo el año seduce a su clientela más habitual , que permanece oculta bajo una recurrente mascarilla de tela azul turquesa, y el familiar abrazo que dedica a todo aquél que le da los buenos días. La de Marcos, quiosquero por herencia, es una vida contemplativa. Lo es al menos hasta las dos del mediodía, cuando su afán de difusor de actualidad dice basta y en casa,- su Cornellá natal-, lo llaman a comer. Desde esa hora el cruce de las calles Gelabert y Entenza, se enmudece hasta que vuelve a amanecer y por sus fachadas tan sólo resuenan risas pasadas del quiosquero y sus compradores.

La monotonía de un quiosquero (o kioskero) se traduce en los ligeros movimientos abdominales que hace para organizar el estante y los escasos pasos que da hasta el bar de enfrente para dar un sorbo al café matinal. Pocos accidentes, salvo el imprevisto vuelo de uno de los bloques de papel que amontona bajo sus ojos, pueden hacer de su jornada un verdadero acontecimiento. Sin embargo, vale la pena, echar unos minutos e incluso horas a observar, desde la distancia, lo que ocurre en alguna de esas esquinas que no escatiman en nuestras ciudades. Las “neuronas” de la calle, como los bautizó Pérez Andújar, cuentan historias en un acto tan sencillo como el de comprar el periódico. Un acto tan simbólico como tradicional, que resulta un punto de unión entre la vida hogareña y laboral de trabajadores y estudiantes. Una parada obligada, a veces inconsciente, para ojear, rebuscar, charlar y terminar llevándose un insignificante paquete de chicles junto a la prensa del día.

Todos hemos pasado por alguno de los incontables tenderetes que dan vida a las calles, pero pocos sabríamos decir cuando comenzó nuestra relación con ellos. Marcos me confiesa que cuando comenzaba a ayudar a su padre Juan en las tareas del oficio, hará cosa de una década, me veía olfatear las revistas de fútbol y rebuscar en las cajas de cromos. Esas fueron, supongo, mis primeras visitas al quiosco de enfrente antes de poner rumbo al colegio. Un paréntesis repentino que pasó a ser un ineludible en el dia a dia, y que rompió el lazo entre comprador y vendedor para hacer de nuestras mañanas en una tertulia más.

Inevitablemente, hoy el debate con Marcos no versa entre carcajadas sobre los pronósticos del próximo partido del Espanyol- su escudo futbolístico-, el nuevo fichaje de la Roma o lo mal que anda el Barça por Europa. Sabe cual va a ser la comanda, la de todos los días, pero dos metros de espacio y el anonimato de nuestros rostros nos llevan a reducir los tiempos y a limitarnos a un saludo y a indagar discretamente en la crisis que nos envuelve. Hoy Marcos no da abrazos, pero recibe más visitas que nunca, por fugaces que sean. El ir a buscar el periódico, pese a la creciente accesibilidad, se ha convertido en lo que ya era para muchos antes del parón: una obligación. Una excusa para salir de casa que para algunos se cobra con un intercambio de miradas con el quiosquero, o incluso, con el primer cruce de palabras con el vendedor.

“Hoy ha venido un señor que nunca para por aquí a preguntar que tal andábamos”, dice soltando una carcajada que se disipa entre el pedazo de tela que envuelve la parte inferior de su rostro. No ha comprado nada, pero Marcos lo debe apuntar en su libreta de logros mientras lo cuenta. El no pasar desapercibidos es un gesto que alegra a tantos gremios como el suyo en estos días. Marcos tiene ganas de destaparse, de volver a la normalidad, pero que esa sea una nueva normalidad. Él, como tantos otros, sigue haciendo lo de siempre, regalar sonrisas y vender periódicos, incluso más que antes pero de una forma más distante. “Volveremos”, se despide Marcos antes de bajar la persiana.

--

--