El salón de clase

Omar Velásquez
Vestigium
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4 min readAug 18, 2022

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Foto de Feliphe Schiarolli en Unsplash

Como todos los años, entré a estudiar a ese colegio de carambola. Papá tenía la costumbre de no preocuparse mucho por el lugar donde estudiaríamos mis hermanos y yo, pero en cambio parecía convencido de la importancia de cambiar de colegio en cada ciclo escolar. El aula era grande, más que en cualquier lugar en el que hubiese estudiado antes. Entonces me pareció normal, en cambio hoy día me sorprende cómo una sola maestra podía hacerse cargo de tanto alumno, considerando que enseñaba a los de primero y los de segundo primaria, todos mezclados en el mismo salón. Toda una hazaña y una irresponsabilidad respecto a la educación que recibíamos.

Del colegio tengo guardadas pocas cosas. Recuerdo las instalaciones, los recreos en los que me dedicaba a caminar alrededor del edificio que estaba al centro del terreno. Nunca conté cuántas vueltas le daba en los 25 minutos que tenía de receso, debí haberlo hecho. También recuerdo a la maestra, no su rostro, ese, como el de tantos, se me borró, pero recuerdo que me gustaba verla sonreír. Transmitía paz.

Con todo, lo que más tengo presente es que fue el año de los bochornos. Como el día que no llevé un reloj que teníamos que hacer con materiales que tuviésemos en casa. Esa mañana se lo conté a papá, quien, comprensiblemente molesto, dijo que me llevaría uno. Qué reloj tan hermoso hizo, con la ayuda de mi tío, con quien trabajaban juntos. Estaba hecho en madera, con todos los diseños de cartulina bien cortados y precisamente cortados. Era un reloj alegre. Tenía rostro. Cuando pidieron la tarea dije que lo había dejado en casa.

Papá me lo llevó a eso de las 9 de la mañana. Cuando lo vio, mi maestra me preguntó si yo lo había hecho y dije con firmeza que sí. Acto seguido los calló a todos y alzando la voz pronunció un discurso: “Eso que hace Omar no hay que hacerlo. Uno tiene que ser responsable de sus tareas, hacerlas uno mismo y no mentir con descaro. Por supuesto que este reloj no lo hizo él, está demasiado bien hecho”. El silencio que siguió a su acusación me pareció un abucheo ensordecedor y yo solo quería hundirme en mi pupitre.

Otro día llegó el director del colegio al aula y a interrumpir a la maestra. Creyó que era una buena idea llegar a hablarnos de la importancia de saber inglés. En su discurso habló de lo fabuloso que era poder viajar y comunicarse con extraños dominando un lenguaje que se habla en todos lados. Mis primos más cercanos tenían poco de haberse ido a USA. Algo me impulsó a alzar mi voz y decirle al director y a todos, que yo tenía unos primos en aquel país, que seguro hablaban inglés. Lo dije como con orgullo.

El director me quedó viendo y soltó un: “Que uno esté en un país donde se habla inglés no significa nada, mucho menos que se domine el idioma”. Esta vez fueron risas de todos los de primero y segundo primaria, las que escuché. ¡Qué idiota! pensé, cómo se me ocurre que solo con que vivan allá ya sepan inglés. Acto seguido me hundí en mi pupitre, pero no todo cuanto hubiese querido.

Un día la maestra no llegaba. El relajo del aula seguro que se escuchaba hasta en la calle. No tengo idea de dónde vino, pero cuando sentí, todos repetían el cantito al unísono: “A Omar le gusta Ingrid, a Omar le gusta Ingrid, a Omar le g…”.

Ingrid era una niña aplicada, que siempre tenía buenas notas y que se sentaba en primera fila. Yo me había acostumbrado a verla de reojo y a contemplar su cabello todas las mañanas. Yo me sentaba detrás de ella y nunca, por ningún motivo y en ninguna circunstancia, le hubiese hablado por iniciativa propia.

Yo temblaba y apretaba los puños. El cantito no cesaba y taladraba más que mis oídos, taladraba mi aflicción y angustia. Entonces me puse de pie, volteé hacia el aula y grité. Grité de coraje. Grité para que todos me escucharan. Grité tratando de callarlos, creyendo que había encontrado una solución: “¡Pues a Eliú también le gusta Ingrid!”.

También. ¡Maldita sea! ¿También? ¿Por qué dije también?

Eliú era el alumno aplicado, de buenas notas, que se sentaba en primera fila a la par de Ingrid.

El aula entera guardó silencio y, en efecto, el canto comenzó a cambiar. Lento y en murmullos, pero cambiaba: “A Eliú le gusta Ingrid, a Eliú…”.

Pero yo dije también y aquello fue el acabose para ella.

Ingrid se puso de pie y gritó, gritó como lo hice yo, pero ella no volteó hacia todos, ella volteó, se apoyó en su pupitre viéndome directo a los ojos y soltó: “¡Pero a mí me gusta Eliú!”.

Lo cierto es que entendí a Ingrid, yo mismo no me gustaba cuando me veía al espejo. ¿Por qué habría de gustarle y por qué no habría de gustarle alguien más? Si yo le hubiese gustado seguro habría dudado de su buen tino, no hubiese sabido qué hacer y la tendría que haber bajado del pedestal en que la tenía.

Lo que me quedó fue, claro, el bochorno, pero más que eso fue que alguien salió en defensa de Eliú y con ello me hundió en la soledad del salón de clases.

Aún tendría un par de anécdotas bochornosas que contar de aquel año, pero creo que ya está bastante claro: cuando vas al colegio a cursar segundo primaria, no solo vas a aprender de conjuntos, a aprender a leer la hora en el reloj y a conocer de los ríos que atraviesan tu ciudad. También vas a hundirte en un pupitre y a aprender de la soledad y cómo ésta se puede experimentar en medio de un salón de clases lleno, incluso si juntas los alumnos de dos grados.

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Omar Velásquez
Vestigium

Las autobiografías me estresan y compartir textos es de las cosas que más disfruto. http://omarvelasquez.blog