El viento

Dan Alvarez Ruano
Vestigium
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5 min readAug 5, 2023
Foto por Khamkéo Vilaysing en Unsplash

El viento se lo llevó todo en una tarde de cumpleaños en la que decidí morir. No hubo inicios, ni prólogos felices. Aparecí entre el viento y, ante mi, un retrato breve de todo lo que perdería. Te tenía a ti, y al calor de tu familia, a las risas y a un cumpleaños más. ¿Cuántos irían ya?

No lo supe, solo lo sentí: el árbol cayendo y el desastre tras el estallido. Los platos rotos y los gritos. La sangre que fluye y el miedo que nos agobia a todos. Me detengo y te veo a lo lejos. ¿Cómo es que solo te cayó a ti? Corro pero algo me detiene: la fuerza a gritos de mi tía pidiendo me aleje, que no me acerque. Y algo más jalándome: el viento inagotable de aquella tarde rota. Una rama o un árbol más se habría de llevar mi cuerpo mucho antes de acercarme a tus pies, tan tristes y solitos sobre el suelo fracturado.

Morí segundos después. Flotaba en la viscosidad blanca de la paz que está por venir. Como en sala de espera: una puerta previo al infinito. Solo, en este mundo formulado, ya no estabas tú ni estaba el sufrimiento. Estaba la blancura inagotable y las sombras que corrían de un lado a otro. Estaba, muy al fondo y como una espina que me llamaba a los dedos, la idea de todo lo que perdí. Estaba la pregunta: ¿Qué prefieres? Estaba la posibilidad: Un mundo de tranquilidad y olvido, o uno de recuerdo y angustia.

La blancura duró poco. La viscosidad, que me llamaba a dormir, que me pedía un sueño eterno: como la debilidad previo al desmayo. Como el dolor infinito que nuestro cuerpo decide apagar, como un interruptor, como todo eso que podríamos dejar ir… Y la pregunta se escribió una vez más. Esta vez sobre mis manos, sobre mis brazos, se escribió en mi mente. Respondí breve: que siempre escogeré una existencia terrible, si tan solo me ofrece la esperanza de verte una vez más.

Así, la viscosidad me expulsó, asqueada. Volví a saberte sobre el suelo. Volví a tus pies y a la sangre. Volví, porque moriste aquella tarde en manos de tu hermana. Pasé el resto de mis días tras aquel fatídico destino lamentándome y repitiendo tu nombre: Mami, mami, mami, mami, gritaba. Lloraba con las dos sílabas en la boca porque te había perdido y, para más dolor, no recordaba si te había dicho adiós. Porque, aun peor, recordaba haberte ignorado, ocupado entre tareas que ya no recuerdo, que ya no valen. Pasé las tardes y noches llorando tu nombre, en una paz que me negaba a aceptar. La casa estaba limpia en ese futuro negro sin ti. Los problemas ya no existían, el terrible predicamento que nos rodeaba se había calmado. Pero yo, en mi infinita tristeza, no podía detenerme a apreciarlo. Vi cartas sobre la mesa, todas dobladas y amarillas, con orillas desgastadas y una taza encima. Vi tazas que se vaciaban y a mi papá atendiendome: impasivo. (Papá te extrañaba a su manera.) Se mantuvo fuerte por mi, que sufría con tu nombre en la boca. ¿Qué mas me quedaba de ti?

Sufrí aquella y todas las noches. Sufrí y entendí, en cuestión de minutos y en una simulación macabra, tu deseo voraz por recordar, si quiera de a pocos, a tu propia mamá. Recordé las frases que le repites al ver sus fotos, y la única verdad que existe: que no hay vida que se sostenga sobre nuestras manos. Que todo nos fue dado, y que se nos cuela, se nos cae y resquebraja, un paso y un año a la vez.

Entre la pérdida sí soñé contigo. Una única vez y a las afueras de casa. Soñé contigo en el campo impasible de nuestro jardín por la mañana. Te vi al fondo, corriendo y apresurada. Contenta y flotando con el aire, con alguna mariposa y con tu sonrisa audible. Te soñé sin verte el rostro, sabiéndote allí. Y te perseguí de a pocos, como sintiéndome capaz de atraparte. Como conjurando una fuerza etérea que te traería de vuelta. No volviste ni fuiste más lento, eras un espasmo breve, una sombra fugaz y colorida. Te perseguí en vano hasta que desapareciste, todo el tiempo con ojos abiertos, sin parpadear. Te perseguí con todas las fuerzas que tuve para traerte de vuelta. Tal vez, solo tal vez, ya no querías volver. Tal vez solo querías saludarme, darme paz y pedirme lo de siempre: que te dejase ir. En aquel momento no lo supe, pero, mami, te prometo que jamás parpadeé.

Vuelvo a mi cama y recuerdo tu sueño. Me dueles y te extraño. Te desvaneciste aquella noche y a mi, no se me devuelve la vida que perdí. En esta alternativa la paso extrañándote, acostado en cama, ignorando el amor que viene de fuera y sufriendo, eligiendo sufrir, por la pérdida irreparable de un amor que sé infinito. Y se mantendrá, muy a lo lejos y como escrito en cursiva, en pequeño, sobre mi meñique, una esperanza pequeñísima. Una pequeña verdad al fondo que me susurra palabras dulces, que me promete una vida que no atisbo. La voz me promete días soleados, me promete “disfrutar”, aquella palabra alienígena. Me promete cartas que debo leer, que reposan sobre la mesa a mi lado, que me niego a abrir. Cartas que acumulo como fianza: como aquello que conserva el encarcelado, allá fuera, a sabiendas de aque algún día lo tendrá. Que podrá cavar a bocanadas profundas en busca de aquello, algún día, y por fin contemplar: detenerse a apreciar lo que por tanto tiempo anheló.

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Te veré al final del camino, mami. Ambos sexagenarios y juntos al fin.

Epílogo

Me desperté en el pánico de un frío desenfrenado. En el miedo ileludible de haberte perdido y el agradecimiento de saberlo todo un sueño. No hay sueño más dulce que el despertar tras la pesadilla: me desperté y te sabía viva, un día normal por delante y café caliente por la mañana. Me desperté y agradecí la existencia del problema cotidiano: de la comida que se enfría, de los enojos que formulamos, de la llamada que perdemos… Todos ínfimos ante la terrible gloria que nos podría acontecer.

Supe de la importancia de las segundas oportunidades. De la necesidad que nos carcome, que nos requiere ver al ser amado. Tan solo una vez más y aunque sea a la distancia. Cualquier cosa es mejor que vivir con el corazón apolillado y extrañándote. ¿Cuánto no habrá sufrido abuelita, con la pérdida repentina de un hombre a quien jamás vería, a quien llevaba en la panza? Y en un tiempo sin fotos, cuando el único recuerdo que quedaba era el que perdías de a pocos, mientras tu cerebro, máquina malagradecida, olvidaba rescoldos y facetas. Un poco todos los días hasta el oblivion.

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Dan Alvarez Ruano
Vestigium

escribo para no olvidar. leo para recordar. pueden descargar mi libro, «La Desaparición de las Flores», gratis en: goo.gl/kuQ7en