Goliat

Max Caracol

tránsito
Vestigium
5 min readApr 4, 2021

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Covard-17. Grafiti callejero que empezó a circular por las redes sociales en Brasil en marzo de 2020.

Parte I - Algo ha cambiado

Después de que la peste se instaló en la ciudad, abandoné el tiempo. Solo veo lluvia. Profundicé en el tema del padecimiento planetario y luego dejé de lado todo lo que era modo de información. Sin televisión, redes sociales, parloteo de pasillo o cualquier tipo de signo que me llevara a esta realidad de “ojeras y ojos profundos” que asolaba mi vida. Solo quien susurraba algo de hoy era doña Yocasta, que vivía en el tercer piso, tenía 92 años y era irreprensible hacía décadas. Gritaba una palabra que me traía a lo contemporáneo y su peso.

Leía a Graciliano y preparaba el almuerzo. La lluvia se instaló en la ciudad hace días, con variaciones de intensidad, y durante dos tardes apareció la famosa lluvia blanca amazónica. Algunos decían que realizaba pedidos.

Sentía el cambio del tiempo a la madrugada tras el segundo canto, ella se levantaba y se vestía para trabajar, salvar vidas. No me movía, fingía que me estaba durmiendo, pero estaba llorando, porque sabía que uno de estos días sonaría el teléfono y escucharía la frase “Amor, estoy infectada…”. Tener certezas, a veces, es innecesario. Todo seguía esta escena gris en mi microcosmos, salvo dos novedades: en el tercero canto del gallo, me di cuenta de que la lluvia había cesado y el maíz se había acabado.

Parte II - La salida

Usé todos los protocolos de seguridad para salir. Había notas esparcidas por varios puntos de la casa, con prescripciones médicas en caso de que fuera tocado por el mal, profilaxis recomendable, uso de los EPIs necesarios para salida de casa, receta de pastel, poemas colectivos…

Agarré la bicicleta y salí a la Monsenhor Coutinho, una calle silenciosa y casi solitaria en el centro de la ciudad. Tiene ese nombre en homenaje al cura paraibano¹ que hizo mucho por la caridad y fue llevado a la beatificación. Ojalá haya sido también por el reconocimiento al trabajo nororiental en la construcción de esta capital. Muchos murieron de malaria y otras enfermedades tropicales para sacar el caucho y erguir los cimientos de Manaos con sus centenarios. De vuelta a la calle, probablemente poblada por perros, ratas y edificios aburridos por no ver una novedad transitando a su frente, esperaba una acogida fría y distante como de costumbre. Esta vez fue peor, ni siquiera el amigo viento estaba allí, solo dos runchos pasaron apresuradamente en la esquina de la Plaza del Congreso rumbo al edificio de Correos. Alguna urgencia telegráfica, jeje.

Me detuve rápidamente para mirar la plaza y recordar momentos vividos allí: los festivales, los ligues, borracheras, peleas, los primeros encuentros para la creación de nuestra revista literaria, manifestaciones políticas… Todo en mi cabeza, y nada más encajaba en ese lugar que vi. Parecía un pasaje de las ciudades invisibles de Calvino. Seguí mi misión. Ahora con prisa, pedaleé más fuerte y llegué a la esquina de la Tapajós. De un lado la iglesia y de otro el centro de artes, fe y cultura cara a cara. Me figuraba que la soberbia de los edificios era lo que quedaba en esta parte de mi trayectoria. Ellos y sus colores, dibujos, grafitis, collages, puertas y techos, todo tenía algo de altivez, tal vez porque me sentía tan pequeño en este mundo enfermo. Fui hacia el final de la calle y todo apenas comenzaba…

Parte lll - Como dijo Belchior: “Como le gusta al diablo”²

Cuando agarro la 10 de Julio, todo se transforma, una multitud desenfrenada ocupaba el núcleo del casco antiguo de la ciudad. No sé de dónde salió, pero estaba ahí con toda su ignorancia y propósitos superfluos o necesarios: bares abiertos, gringos pasando, filas tan grandes que aburría verlas, aceras pobladas de bípedos que una vez siquiera podrían pensar. No sé si fueron incitados a estar ahí o si es de su cultura ser andariegos, porque, luego de la llegada de la covid-19 a Brasil, el procedimiento utilizado fue similar al que se practica en otros países: aislar, clasificar, controlar y tratar. Al menos así debería ser. Me quedé en shock y corrí con todas las fuerzas que tenía en ese momento, subí la Getulio Vargas y ni siquiera me detuve a ver sus hermosos árboles. Los insanos consumían todo el territorio. Carros, buses, motos, pies y todo lo que podía ocupar espacio estaba allí. Tomé las calles marginales, pero no sirvió de nada, siempre más gente y gente… Llegué al mercado y no miré nada, compré el maíz que pude traer en esa oportunidad y volví a mi casa, un lugar de donde no debí haber salido.

El regreso fue una angustia peor, comencé a ver personas que me conocían y me hablaban. Llevaba máscara y me reconocieron. Las desviaba con la bici pero algunas insistían en una palabra, yo gritaba “aleluya” y gesticulaba mi añoso sombrero de campañas pasadas. Me tomó más tiempo que la ida, nunca pasé por tal infierno en esta vida.

Parte lV — En casa: un nuevo comienzo

De la puerta hacia dentro, sigo todo el ritual de asepsia: ropa en la bolsa, zapatillas en la bolsa, una ducha larga y todo el infierno de actos que posiblemente protegerían mi hogar. Finalmente bebo despacio una cerveza y les doy maíz a las gallinas. Me acuesto en la cama y veo que la lluvia vuelve a lo mismo, mismo de antes, eso me trajo un poco de conforto. La ausencia de algo me molestaba y volví a las memorias de la cárcel³. Suena el teléfono y escucho la única frase que nunca quisiera escuchar. Se quedaría recluida en el hospital entre los pestilentes. El teléfono se me cayó de la mano y lloré mucho, la lluvia me acompañó con sus dulces e intensas aguas. Fui al depósito y tiré las herramientas al piso, tomé la caja y la llevé a mi habitación, la puse cerca de la estantería de libros, saqué el periódico que llegaba todos los días y forré la caja. Me percaté de que el titular de la edición del día era “El 90% de la población de Manaos tiene covid-19”. Leí y no resté importancia. Fui al gallinero y agarré nuestro querido gallo. No se resistió como de costumbre, parece que sentía la tristeza que ocupaba centímetro a centímetro mi lamentable vida. Nos quedamos durante la madrugada Goliat y yo mirando la lluvia y consolándonos uno a otro con la mirada.

A lo lejos escuché una canción de cumpleaños, palmas y risas. Esto es bueno. Todavía hay esperanza, el gallo Goliat no cantó en ese amanecer mojado.

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Notas:
¹ Como llaman a los naturales de la provincia brasileña de Paraíba;
² “Como o diabo gosta” en el original, música del cantautor Belchior;
³ Refiere a Memórias do Cárcere, libro de Graciliano Ramos.

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Max Caracol es licenciado en filosofía por la Universidad Federal de Amazonas. Es profesor, cineasta, escritor y editor de la revista Sirrose. Trabajó en la TV Ufam como productor y director. Está en el medio de esta nube letal que asola Manaos.

Traducción: Mauricio Collares

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Un espacio de transtraducción de portugués-castellano y viceversa.