Hipocresía à la europea
En vista de los recientes sucesos, y básicamente, de los últimos 2000 años de historia, parece pertinente detenernos un momento a reflexionar y esbozar una especie de mea culpa.
Desde temprana edad todos, en algún punto de nuestra educación, fuimos puestos delante de un mapa para estudiar la geografía del planeta. Mapas que colocan a Europa en un lugar centrado, privilegiado, en lo alto de tal cartografía; distribución arbitraria, podría uno pensar, o una representación del mundo que se condice con el lugar de preponderancia que le asignamos, un poco más consciente o inconscientemente, en nuestra cabeza. Ahora, ¿Podría alguien responder quién ha sido el pintor de tal singular retrato?
Hace poco más de 500 años llegaron los europeos a América, en busca de las tan preciadas sedas y especias de oriente. Por ignorancia, o contemplando la época y siendo algo más indulgentes, mera equivocación, se designó a los habitantes de tales lares como indios. Tiempo después la corona reconocería su fortuito error, aunque el indio, indio permanecería.
Hoy en día sorprendería todavía descubrir que tal ignorancia no ha disminuido con el correr de los siglos, sino que ha ido acentuándose, y cual colonización, ha echado raíces en lo más profundo de nuestra cultura, también de este lado del Atlántico.
Se puede aseverar, que todo siniestro es un suceso lamentable para el conjunto de la sociedad, dejando de lado el Schadenfreude y sus diferentes vertientes. Si se trabaja en una aseguradora, aun más; difícilmente se hubieran visto lágrimas más sinceras en un hombre de traje. Sin embargo, todos convergemos unánimemente, de forma aunque sea indirecta, en que el patrimonio histórico y cultural conservado en la iglesia de Notre Dame reboza por mucho el simple interés religioso. Lo curioso que salta a los ojos, es cómo estas desgracias son percibidas por el común denominador de la población; cuántas fibras íntimas tocan, las reacciones que desencadenan y el consecuente accionar que concatenan, que, muchas veces, como un sentimiento repentino y relampagueante, no cuentan con mayor reflexión.
Televisión, diarios y redes sociales son inundadas en cuestión de segundos con un caudal abrumador de imágenes sobre lo acontecido. La empatía es intrínseca e instantánea alrededor del globo. Reminiscencias todavía vivas de pasados atentados, y el siempre todavía casualmente vigente #PrayForParis acompañan el luto.
Este llamamiento a la oración despertó las caritativas almas del mundo, que en nada menos de 2 días habían llegado a la suma de 900 millones de euros para la reconstrucción de tan preciado monumento.
Resulta digno de atención, cómo en tan corto plazo se reúnen fondos que podrían acabar con el hambre mundial, paliar los efectos de la guerra en medio oriente o simplemente solventar las necesidades básicas de una gran parte de la población que, con una carencia que evoca el fuego eterno, continúa a ser aparentemente inextinguible.
Duele, pero es verdad; discriminamos hasta en la limosna.
El quid de la cuestión o la desgracia propiamente dicha entonces no consiste en el hecho, sino en todo lo que se genera en derredor. Personas sufren a diario la suerte del destino, desde la franja de Gaza a Venezuela, recorriendo el mundo hasta llegar a los talleres de producción masiva en Asia. Que por cierto están en condiciones de explotación propias de la revolución industrial, condiciones que son reprobadas a viva voz por la comunidad internacional, pero avaladas en la compra de productos provenientes de los susodichos destinos. Querido amigo, ¿Acaso eso no es una Doppelmoral?
Europa parece contar con una naive, y digámoslo también conveniente, cualidad para no mirar más que su propio ombligo. No hace mucho mis oídos tuvieron la oportunidad de escuchar «Ah, venís de Argentina, debés hablar muy bien el inglés» y un súbito silencio; al principio no entendí. Atónito respondí que afortunadamente hablaba inglés, pero que mi lengua materna era el español — por no decir también que me hubiera gustado añadir al final un «boludo». Un fugaz rubor se dejó dibujar en la cara de mi interlocutor; pero efímero, como la conciencia de la ignorancia, que rápidamente ahogamos en nuestras profundidades para no dejar entrever que nos asfixiamos sobre la superficie. La época de la colonización es una lección que evidentemente se imparte en la escuela, pero conmociona oír que en una clase de un Lycée francés, unos adolescentes de 15/16 años no tuvieran siquiera una idea de tales páginas de la historia. La profesora, permisiva para con el sistema, solo diría: «Todavía no trabajamos ese tema».
Países como Holanda, que supieron albergar la WIC o West Indische Compagnie, son hoy sólo acreedores de los logros y beneficios de tales empresas; riquezas y opulencia que trajo la gestión de esclavos a sus tierras. Con todo, parece inverosímil la liviandad con la que tratan los medios que emplearon para conquistar tales ganancias. Al gobierno, al sistema educativo, simplemente no le interesa. Es una mancha en la historia sobre la cual nadie quiere posar su mirada; quizás no particularmente porque los incomode, sino porque realmente les cuesta terminar de creerla.
Resulta por eso un poco risible cómo aquellos se indignan de las corrientes migratorias actuales, y las rechazan, combatiéndolas, siendo ellos mismos a través de la historia quienes han fecundado, engendrado este pensamiento colectivo de ser llamados el centro del universo. Alzheimer aparentemente selectivo, ya que hacia 1750 el 70% del globo era una colonia europea, habiendo avasallado los demás continentes al evangelizar con su cultura y sin exhibir reparo alguno en el robo indiscriminado de recursos, dejando, por otro lado, descendientes desparramados quienes hoy tienen un legítimo derecho a ser llamados ciudadanos europeos. Pero hoy somos nosotros los invasores, los intrusos que roban el trabajo y los recursos de estos estados. La ironía es de tan grotesca estirpe, de tal grado, que no puede ser crucificada en una cruz de su tipo.
Lo interesante es cómo esta mentalidad sigue viva en nuestro acreditar y actuar. Aunque lo neguemos, nuestras lágrimas de hoy en día están más predispuestas a apagar incendios europeos que los del resto del mundo. Bochornoso se manifiesta que la persona de alcurnia en América, de «gran mundo», se muestre ufano y compenetrado al haber pasado por la puerta de una de las iglesias aristocráticas por excelencia de París, con la cual, a decir verdad, poco y nada tiene que ver. Mayoritariamente, quiero creer, es sólo la vanidad que habla, queriendo enrostrarle a la comunidad que él, o ella, ha tenido la oportunidad de estar allá. Pero lo único que replica es un sistema que está orgulloso de su desconocimiento — a salvedad de su bien impartido eurocentrismo. Y llegado el bienaventurado caso, la pobreza de África también es sólo para la foto, en plan de bondadoso misionero; el status se devoró nuestro ego.
La plata de Potosí no va a volver nunca; pero lo material, si bien prosaico también indispensable en su acepción terrenal, creo que ha pasado ya a un segundo plano; culturalmente nos siguen arreando como ganado. No se pueden enrostrar culpas a una población que nunca ha tenido autonomía en su pensar y autocrítica a posteriori de. Sin embargo, ¿es realmente el victimario de cabeza lavada una víctima?
Hoy eso es sentirse una persona culta, de buena cuna: lamentarse sobre asuntos europeos que no nos afectan, a años luz de nuestra realidad. Más bien pareciera esgrimirse un concepto antagónico en tales exhibiciones. Pero eso, a fin de cuentas, eso no es más que hipocresía à la europea.