Juanjo en El Reino de Piedra

Estrella Amaranto
Vestigium
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4 min readJul 22, 2020

A partir de entonces, se le ocurrió permanecer sentado en los escalones de la entrada a casa, con la cara entre las manos, los codos aprisionados contra las rodillas, y una idea fija en su pensamiento: “cualquier día volverá y tengo que saberlo. Probablemente, llegará con las manos marcadas por las redes y podré acurrucarme en su regazo para escuchar tantas historias asombrosas”.

Parapetado entre dos embarcaciones de una apartada playa, miraba a través de la lente del catalejo, cuando algo despertó su atención: la presencia de un barquero con capa y embozado con un antifaz de superhéroe, surgiendo del interior de una gruta submarina, que avanzaba hacia la costa.

A sus espaldas, no tardó en percibir la presencia de un intruso junto a una hoguera. El crepitar de las llamas desvió su atención, parecía que cobraban vida cuando exhalaba extraños sonidos parecidos a las cantinelas de hechiceras, como las de los cuentos que su madre, Olaya, le relataba, haciendo hincapié en el respeto a las fuerzas misteriosas de la naturaleza, así las llamaba.

Sin poder evitarlo, unas briznas le alcanzaron… Notó que un halo de luz le envolvía por completo, trasladándole al interior de una galería sinuosa de colosales dimensiones, que confluía en una especie de pórtico de alabastro, en cuya cimbra central se apoyaba un nido gigantesco y debajo dos paladines de piedra custodiando la entrada al palacio de Chupiristrán.

Absorto contempló a dos guardianes alzando sus brazos y sacudiendo las manos como partisanos.

— ¡Te esperábamos! — gritaron a la vez.
— Eres nuestro invitado, acomódate sobre el almohadón de nube que flota a tu lado — proclamó el paladín panzudo, cobijado con su escudo de rombos de arenisca parda y fondo de cuarzo vidrioso situado a su derecha.
Luego, sacó de un bolsillo invisible un tulipán nacarado y lo alargó hasta donde él se hallaba, para entrevistarle.
— ¿Cómo te llamas?, ¿quién te ha traído?; ¿te gusta este sitio?…

— No es nuestro invitado, botarate gordinflón. ¡Es nuestro prisionero! — objetó el otro paladín de la izquierda, con escudo de rombos de arenisca blanca y fondo de cuarzo ahumado, mirándole cejijunto. Desprotegido, estiró las manos apartándole el micrófono, para aherrojar las del chaval con mariposas metálicas en las muñecas. — ¡Despéñale al pozo de las lágrimas negras! ¿a qué esperas terco zampón o prefieres que te raje por la mitad?

— No me porté mal señor paladín, ¡quiero irme a casa! — balbuceó adelantando el labio inferior, a punto de llorar.

— Llevémosle ante el juez Halcón — sostuvo el paladín de la derecha, girando sobre sí mismo para retumbar los cascabeles prendidos en sus tobillos, lo que atrajo a la Emperatriz de la tormenta y al propio magistrado.

— Mi trono permanece en el Averno y vengo a buscarte, renacuajo indefenso.

— ¡Ehhh, gaznápira, desaparece o decretaré cortarte la cabeza! Como juez del Reino de Piedra dispongo que el prisionero sea liberado. “No hay nada malo ni bueno en sí mismo, es nuestro pensamiento el que lo transforma”, decía el gran Shakespeare en voz de Hamlet.

— Su señoría, Paniculata Enana y Guisante Vacilón discrepan. ¡Abran paso a los payasos! — enfatizó el paladín con escudo de rombos de arenisca parda y fondo de cuarzo vidrioso, alzando los ojos, revolando los brazos y emitiendo grotescos graznidos de águila, lo que incentivó las risas del jurado.

— ¡Que pasen a declarar! — enfatizó el juez, elevando las dos manos a la vez para calmar los ánimos.

— Este niño es un angelito ¡echémosle a volar! — testimonió Paniculata Enana, esbozando una sonrisa pizpireta.

— Es mejor esperar a que venga un huracán — ponderó Guisante Vacilón con descaro y sin pestañear.

— No escucharé más simplezas. ¡Es mi presa! — refunfuñó la Emperatriz tabaleando su cetro infernal contra el suelo.

— ¡Que le corten la cabeza a la vieja pelleja! — intervino su padre en una súbita aparición, ataviado con un manto real de armiño rojo con una corona y cetro de oro.
— ¡Subidle al gran nido volador y llevadle a casa! — medió un tercer paladín rosado de medio lado y verde botella del otro.

Como sucede en los cuentos de hadas inmaculadas, la noche se tornó día y él seguía tumbado en la arena de la playa, mientras su madre le tiraba de las orejas, regañándole por escaparse sin su permiso.

Entretanto, giraba el cuello procurando localizar al hombre de la barca que vio alejarse de la costa, aunque no dejó rastro. Pensaba, si quizás tampoco existía El Reino de Piedra.

— ¡Oiga! ¡¿Señora?! Un hombre me ha dicho que le entregue este catalejo que Juanjo olvidó anoche.

— ¡Es de mi difunto marido! — articuló Olaya con los ojos abiertos y los dientes castañeteándole.

— Se fue mar adentro y me suplicó que nadie lo buscase. Es feliz en otro lugar y su hijo sabe dónde encontrarle.

— ¡Es papá!

— ¡Cállate Juanjo, no digas tonterías!

— No miente, ¡créale! Ahora, tengo que irme — apostilló temblándole los labios y haciendo ademán de secarse las lágrimas que empañaban sus ojos.

— ¡Pe… ro… espere…! ¿Qué sabe usted?

— Mamá, anoche cuando me saltaron las chispitas de la hoguera, él me llevó en la barca a su reino maravilloso.

— ¡Déjate de cuentos! — . La madre volteó la cabeza para buscar al barquero del antifaz, pero ya había desaparecido y Juanjo se sentía el chico más afortunado de la tierra.

Cuando la luna llena planeaba en el cielo, regresaba a la orilla de la playa para escrutar el horizonte con el catalejo, hasta divisar al barquero y regresar juntos al Reino de Piedra.

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Estrella Amaranto
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